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¿Santos en el siglo XXI?

El correo digital
JUAN BAS


La profusión de noticias y el despliegue de medios a cuenta de la reciente canonización de Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei y discutible figura, no es que me haya dejado perplejo, pues era previsible por el renovado poder de La Obra, pero me ha hecho reflexionar una vez más sobre aspectos y contradicciones del mundo en que vivimos que me parecen surrealistas.

Como decía, es obvio que tanta especial parafernalia en torno a un nuevo santo se debe a que el recién ascendido a los altares con el campechano nombre de San Josemaría -San Josemari, supongo, para los diez mil vascos afectos a la causa que fueron al Vaticano a vivir el evento-, era quien era, es decir, el fundador de una poderosa organización religiosa, secta para muchos, muy bien relacionada -o ramificada- con el poder político y económico.

La Obra, nombre con ciertas resonancias de corporación con reglas y fines secretos y sede social en una catedral gótica, consigue así el espaldarazo, el reconocimiento de una progresiva pujanza en el Vaticano favorecida por el reaccionario Karol Woytyla durante todo su largo papado.

Trescientas mil personas se juntaron en la plaza de San Pedro para estar presentes en la canonización de San Josemaría.

El Opus Dei, que llegó en las postrimerías del franquismo a colocar tres ministros en el Pardo, los tres López, y a superar en influencia política a la Falange, ha recuperado poder en la España gobernada por el PP: tiene miembros más o menos importantes en los tres poderes del Estado, el Ejército, la banca y varios medios de comunicación. La Obra dispone, por tanto, en este periodo político y social de España, marcado por el liderazgo de la derecha, del mejor caldo de cultivo para su expansión. Si lo de La Obra suena a tenebrosidad gótica, el talante del Gobierno sugiere cada vez más ruido de hierros de pesadas armaduras medievales. Así que lógico maridaje.

Pero todo esto, aunque inquieta, no sorprende, todo es cíclico o más bien en espiral y el sonsonete es ya sabido por los que sumamos al menos cuatro décadas de vida.

Lo que me ha llamado más la atención es enterarme de que durante su largo papado Juan Pablo II ha nombrado nada menos que 456 santos y 1.282 beatos.

Más que sus siete antecesores juntos. ¿Por qué? ¿Qué razón teológica o utilidad práctica tiene para la Iglesia católica esta profusión de altares? En el caso del reciente San Josemaría puedo entenderlo por lo antedicho respecto al Opus y sus intereses terrenales, pero en general no atisbo la estrategia.

Unido a lo anterior, resulta también un tanto sorprendente cómo se aprueban los requisitos para ser santo. Como es sabido, aparte de una vida cristiana, hace falta el reconocimiento de un milagro directamente debido al santo 'in péctore'. Pero yo creía que este milagro debía realizarse en vida del aspirante, como así fue para los santos más conocidos. Y no es así. El milagro, como en el caso de Escrivá de Balaguer, puede producirse muchos años después del fallecimiento del santo. Por ejemplo, una curación inexplicable después de haber colocado sobre el enfermo una reliquia o incluso una estampa del beato.

Aclaro que ser nombrado beato es el paso previo y necesario para ser después elevado a los altares. Dada la afición de este Papa a incrementar el santoral, entiendo ahora el misterioso mensaje que lanzó hace poco a los miles de jóvenes de algún país pobre -lo de 'en vías de desarrollo' me suena a coña, a no ser que el término se refiera a las vías muertas- congregados para escucharle. No les dijo que se preocuparan por la justicia social, la miseria o la corrupción de sus países, les dijo que fueran beatos. Estaba preocupado por la materia prima para que el ritmo de santificaciones no decaiga.

En fin. Quizá es mejor después de todo que Juan Pablo II se dedique a los santos, ya que cuando habla a su mundo es capaz de seguir prohibiendo el uso de preservativos o de cualquier otro medio anticonceptivo en América Latina o África, donde se los come el sida. Aunque, claro, siempre está la abstinencia, como dirían los seguidores de San Josemaría, así se evitan los problemas.

¿Qué quieren que les diga? No me parece que el santoral del tercer milenio sea algo primordial con la que está cayendo por todas partes. No pretendo faltar al respeto a ningún creyente ni a ningún miembro del Opus, pero una cosa es creer en Dios y otra en los santos, y dedicarles tiempo, esfuerzo y dinero.

Desde el ateísmo que me ocasiona mi escasa inteligencia, la idea de un Dios omnisciente, eterno y ubicuo se me hace muy difícil, y estoy de acuerdo con Borges en que la teología es literatura fantástica, pero puedo comprender que haya mucha gente que crea en Dios, por muchas razones, aunque el miedo a la completa desaparición me parezca la principal. Pero, ¿hay actualmente devoción por los santos o es algo que forma más bien parte de un sentido de la religión pueril y trasnochado? ¿La gente cree en milagros? Lo pregunto desde mi ignorancia, ya que desconozco si el católico medio sigue creyendo en los santos, les reza y piensa que pueden abogar por sus causas, anhelos o necesidades. Porque creo, tampoco estoy seguro, que la Iglesia ya no habla del infierno e incluso ha llegado a decir que no existe, aunque con respecto a Satanás me parece que sigue diciendo que sí, que por ahí anda.

La Iglesia católica es una poderosa, antigua y resistente organización extendida por todo el mundo y con influencia directa sobre los actos de millones de personas. Ha sobrevivido a todos los avatares históricos y ha participado en muchos de ellos, con ecuanimidad a veces y con ferocidad otras. Quizá en el siglo XXI su capacidad de proselitismo y su popularidad, al menos en los países ricos, sea menor que nunca, pero ahí sigue, y su área de poder, riqueza e influencia es aún muy considerable. Y esta posición conlleva grandes y graves responsabilidades en un mundo atribulado y con un reparto injusto de la riqueza.

Los santos, después.

 

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