Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

4 años numeraria auxiliar en el Opus Dei
Imagen: Salvador Dalí. Muchacha en las ventana
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4 AÑOS EN EL OPUS DEI COMO NUMERARIA AUXILIAR

AMAPOLA, 17 de septiembre de 2004


1. Preámbulo
2. La ilusión de poder seguir estudiando
3. El viaje
4. Las camarillas
5. Los primeros días
6. Las asignaturas
7. Descripción del internado donde me había metido
8. El pasadizo
9. Ocupaciones
10. Marcar, con aguja e hilo, la ropa sucia
11. Las añoradas cartas
12. Las fiestas de Basape
13. El descanso de las señoritas
14. Plan de vida
15. Unos días de ilusión
16. Vuelta a mi futuro
17. La visita de mis tíos
18. Excursiones
19. Contradicciones
20. Mentiras
21. Datos de las empleadas
22. Olvidada
23. Y... PITÉ
24. La primera y última visita de mi madre
25. El consentimiento
26. Segunda convivencia
27. Viaje a Pamplona para conocer al Padre
28. El centro de estudios
29. Viaje a lo desconocido
30. Molinoviejo
31. Viajes de recreo
32. Cartas abiertas y leídas
33. Permiso para lavarse el pelo
34. Agobio
35. Una labor inútil
36. La hacedora de cilicios
37. La pulsera
38. La comunión de Margarita
39. Recibir y no dar
40. El no regalo
41. Cumpleaños
42. Las flores
43. Deterioro intelectual
44. El elefante rosa
45. Pabellón
46. Soledad
47. Me extrañó encontrar al sacerdote en las camarillas
48. Malestar físico
49. Nadie me echó de menos y no me trajeron comida
50. A pescar
51. Peor que en una cárcel
52. No me merecía ni el pan que comía
53. Como un secuestro
54. No se me permitió despedirme de nadie
FIN



EL PABELLÓN

En la leñera había una bicicleta vieja que nadie usaba. Y a mí, que jamás había montado en una, me apetecía aprender a llevarla, así que una tarde, cuando nos dirigíamos al pabellón para servir las cenas, la cogí de su rincón y fui haciendo equilibrios por la bacheada senda del trayecto. No sabía que el aparato tuviera frenos, nadie me había explicado el mecanismo de una bicicleta, así que utilizaba mis pies para frenar. De todas formas, éstos (los pies), estaban más en el suelo que en los pedales. A los dos días de haber rescatado la bicicleta de su abandono, volví a dejarla en su lugar, prefería caminar junto a mis compañeras, que ir haciendo malabarismos por el camino sobre aquel trasto.

En la cocina de aquel lugar de retiros y convivencias trabajaban dos chicas que, como la de los cilicios y la encargada del oratorio, no pertenecían al grupo de formación. Por su edad, ya haría algunos años que habían completado su curso sobre el conocimiento de la Obra.

Las dos tenían la mirada triste. Creo que, como yo, ya habrían llegado a esa etapa en la que una cae en la cuenta de que Dios no puede ser un ogro sádico que disfrute con el sufrimiento de sus hijos. Y apreciar que los sacrificios de uno son realmente inútiles, comprobando además de que una vez que se ha caído en la trampa de aquella "telaraña" no puedes escapar..., es descorazonador.

No es que me contaran sus impresiones, nadie de nosotras podíamos intimar con una compañera. Solamente a la directora de "confidencias" que tuviéramos designada era la persona con la que podíamos (y debíamos) hablar sobre nuestra vida interior. Por lo tanto mis deducciones podían estar erradas, sin embargo, estaba claro que aquellas chicas no eran felices.

Antes de pasar al comedor a servir las mesas, mi cometido era ayudar a preparar la cena, así que cuando llegaba me ponía bajo el mando de las dos chicas citadas.

Uno de aquellos días me hice el firme propósito de alegrarles un poco la existencia a aquellas dos almas de Dios, así que cuando se dirigían a mí para darme instrucciones, les miraba a los ojos cariñosamente y les sonreía. Estaba segura de que si veían que alguien se interesaba por ellas, que les tenía afecto, cambiarían su taciturna mirada.

Poco a poco la cordialidad, el cariño que les daba, se fue haciendo recíproco, palpaba su amistad. Algunas noches, cuando regresábamos hacia el internado, volvíamos cogidas de la mano. Era reconfortante sentir la tibieza de la piel de otra persona, te daba la certeza de que no estabas sola en el mundo: en aquel mundo-isla en el que habías caído donde sólo se hallaban personas de tu sexo.

Y, ya que nombro el sexo, creo que debo aclarar que aquello que vivía en esos instantes, no era nada relacionado con el sexto mandamiento. Ya hacía muchos meses que (quizás debido a los castigos de más horas de cilicio cuando tenía un mal pensamiento), mi mente estaba tranquila de deseos impuros, podría decirse que, en ese aspecto, me había vuelto "ángel": no me atraían hombres ni mujeres, ni ningún otro ser, no vayáis a pensar que me gustara algún burro, perro, etc... Yo misma estaba asombrada de que no tuviese que luchar con ese pecado. En mi otra vida, en mi vida normal, cuando no conocido todavía al Opus, un simple chiste verde me excitaba placentera y pecaminosamente. Ahora sin embargo, ni aun los recuerdos de aquellas excitaciones me excitaban.

No obstante, la sensualidad transmitida a través del tacto de aquella mano en la mía, aunque no afectaba a mi sexo, sí lo hacía con mi corazón. Era una sensación cálida en el alma, un estremecimiento, una caricia. He de confesar que a veces me imaginaba que, de no haber sido atrapada por el Opus, quizás en esos momentos aquella mano fuese la de Juan o la de Carlos. Ciertamente no había dejado de pensar en ellos. El apretado "plan de vida" con su montón de jaculatorias y demás, no impedía que en alguna ocasión vinieran a mi memoria mis dos amores perdidos. Pero ese amor por ellos continuaba siendo puro, sin deseo carnal.

Necesitaba sentir afecto y lo buscaba también en la señorita Valentina, mi directora de "confidencias". Recuerdo que, cuando no había sitio en los asientos y muchas de nosotras nos acomodábamos en el suelo, procuraba apoyar mi espalda en sus piernas. Creo que la quería como a una madre, por eso también apreciaba su cálido contacto.

Supongo que ella se dio cuenta y movió los hilos que tuviese que mover para dejar de ser mi directora espiritual. No recuerdo el nombre de su sustituta, son muchas las cosas que he olvidado.

Un día llegó un sacerdote eventual que confesaría a toda aquella que tuviese que confesar algo inusual, aquello que no se atreviese a decirle al confesor habitual de la casa.

Yo, que sabía que en el Opus no se podían hacer amistades especiales, pensé
que era el momento de confesar aquella falta. Así que, ni corta ni perezosa,
pasé a confesarme con aquel cura.

Quizás no me expliqué bien, la verdad es que me daba algo de vergüenza hablar de aquello y lo hice con timidez, pero, la alarmada voz del sacerdote y el interrogatorio que me hizo a continuación, me hizo pensar que había cometido un pecado terrible. Tal vez cuando le hable de nuestras manos, él pensara que éstas las habíamos puesto en algún lugar secreto del cuerpo de la otra. Intuí que podría estarle pasando por la cabeza algo así, pero no sabía como sacarlo de su error, me daba mucha vergüenza tener que hablar de aquellas cosas. Además, Dios conocía la verdad ¿qué más daba lo que él cura pensara de mí?

Pero él se quedo escandalizado. Me pidió que, en el momento en que abandonara el confesionario, subiese a buscar a la directora de la casa y le contase lo mismo que le había dicho a él. ¿Para qué servía un cura especial si no podías mantener con él un secreto de confesión?

Tal como me recomendó el sacerdote, subí al instante al despacho de la directora y le conté el, ridículo, episodio de la mano. Me sentía realmente culpable pues sabía que en la Obra no se pueden hacer amistades especiales entre nosotras, pero, por otro lado, debido a que no sentía deseo carnal por las mujeres, que no había pecado contra el sexto mandamiento, no consideraba que mi falta fuese tan grave como para ir a contársela a la directora. Sin embargo, allí estaba, con un nudo en la garganta que me impedía hablar, intentando explicarle, lo que (ni yo misma sabía bien) había pasado con esas dos chicas del pabellón.

Me hubiese gustado decirle que no pensara mal, que realmente no había ocurrido nada sucio entre nosotras, pero me limité a relatarle los hechos algo confusamente, quizás incoherentemente, últimamente la memoria me estaba gastando malas jugadas, o quizás fue la timidez o el azoramiento de la situación. La cuestión es que me quedó la sensación de que se estaba haciendo una montaña de un grano de arena.

La directora no opinó, ni me preguntó nada. Me escuchó atentamente, dando cabezazos afirmativos y, sin darme un solo consejo, me dijo que volviera a mis ocupaciones.

Aquella misma semana me cambiaron la faena, ya no tuve que ir más al pabellón.

En cuanto a las chicas implicadas en mi tontería, no supe a donde las habían mandado, solo sé que desaparecieron, por unas semanas de la casa. Me imaginé que a ellas, que tampoco habían cometido pecado alguno, tras un interrogatorio que quizás no supiesen a qué se debía, les habría caído una buena reprimenda y un traslado a..., vaya usted a saber donde.

SOLEDAD

Me sentía desamparadamente sola.

No me bastaba con el cariño que me pudiese tener Dios. Necesitaba una sonrisa, una palabra de aliento, un abrazo...

Por aquellos días, comencé a notar unos temblores internos muy desagradables que no podía controlar.

Tuve que ir al despacho de la directora, esta vez, a contarle mi mal estar físico para el que me entregó (sin consultar a médico alguno), una diminuta pastilla que..., quizás me alivió algo.

Luego, comencé a necesitar aquella ayuda que, por otro lado, a la vez que me calmaba, me impedía la concentración en las clases, por lo que todavía me sentía peor.

"Eres una inútil, inútil, inútil..." hubiera dicho mi padre de poder verme en aquella situación. Y, sí, era una inútil. ¿Era yo la misma chica que destacó tanto en su último año de colegio? No, aquello fue una excepción, yo no era más que una "buena para nada".

La comida me daba náuseas y, aunque no lo notara, había empezado a adelgazar.

Una tarde, desesperada por mi continuo temblor, subí nuevamente al despacho de la directora para que me diese la consabida píldora, pero no la localicé. Estaría recibiendo la "confidencia" de alguna de las chicas o señoritas que tuviese encomendadas, o..., la cuestión es que no di con ella y, no podía aguantar más aquel agobiante estado en que me encontraba, así que, como sabía donde guardaba las pastillas, abrí el botiquín y cogí la que se me administraba, ya le daría cuenta de mi acción cuando la viese. ¡Dios, cómo se puso cuando se lo conté! Prometí, sin entender muy bien el motivo, no volver a coger ningún medicamento que no viniera directamente de sus manos o de las de alguna otra señorita.

ME EXTRAÑÓ ENCONTRAR AL SACERDOTE EN LAS CAMARILLAS

Una mañana, subí corriendo a mi cuartito para coger la disciplina e ir a azotarme al baño (ya que la cortina no aislaba lo suficiente del acto que iba a realizar), y, al entrar en mi camarilla me encontré al sacerdote y a la directora revisando mi armario. Me quedé de piedra ¿Qué buscaban allí? No recuerdo si se me dio alguna explicación. Ese episodio lo había olvidado, pero hace unos meses, recordando aquellos días, afloró a mi mente, y me pareció algo tan extraño que pregunté a los participantes de un foro al que entraba si a alguien le había pasado algo parecido.

Se me dijo que sí, que se hacían revisiones periódicas a los armarios de las chicas porque, comprobando el orden de éstos, adivinaban el orden mental de cada una de ellas.

MALESTAR FÍSICO

Empeoré y decidieron llevarme a una doctora (del Opus, naturalmente), que tenía su consulta en Madrid. Se me dijo que no tenía nada grave, pero que debía tomarme unas pastillas efervescentes, de sabor a naranja, con la comida principal (cuyo olor me repugnaba y no digamos su sabor), y un vaso le leche con galletas a media mañana.

No sé si me sirvió de algo el tratamiento, yo me sentía fatal.

Una noche, cuando llevaba ya unas horas dormida, me despertó un terrible dolor en el abdomen. Cambié de postura; encogí las piernas; las volví a estirar; le pedí, mil veces, ayuda a mi custodio (para ése y otros menesteres se nos había puesto a nuestro lado el invisible ángel, o ¿no?); recé a Dios..., pero nada, el dolor seguía ahí.

Intenté levantarme para ir al lavabo y..., al incorporarme..., un súbito chorro de detrito salió disparado de mi boca yendo a aterrizar en el pavimento de mi alcoba. ¡Qué bochorno, no tenía nada a mano con qué limpiar el maloliente vómito! Me puse a llorar de impotencia.

-¿Te encuentras mal? -preguntó una de mis compañeras de camarilla.
-Sí.

Al momento descorrió un poco mi cortinilla y asomó la cabeza. -¿Qué ha pasado? -dijo al ver el desaguiso.

-No me dio tiempo de ir al lavabo -dije llorosa-, ni siquiera me di cuenta de que fuese a vomitar, fue tan repentino...
-No te preocupes -comentó-, ahora mismo voy a avisar a una señorita.

Al momento apareció la señorita Valentina y se hizo cargo de la situación. Yo estaba abrumada.

-Ahora voy a buscar algo para limpiar esto-, le dije incorporándome.
-No, eso lo haré yo. -Dijo desapareciendo y, al momento llegó con lo necesario para la operación de limpieza.
-Traiga, señorita -dije avergonzada de que una señorita tuviese que limpiar algo tan asqueroso-, ya lo hago yo.
-Tú tranquila -comentó mientras limpiaba-, ahora descansa, y mañana quédate en la cama. Yo tengo que marcharme a Madrid en el primer tren, pero ya le dejaré a la directora una nota.

Cuando las demás chicas acudían a sus ocupaciones, yo respiré tranquila. Ese día podía quedarme en la cama.

No había estado ni un solo día enferma. Si tuve algún catarro, e incluso alguna gripe, se la ofrecía a Dios, como un sacrificio más, y seguí en pie aguantando como una jabata. Pero hoy la señorita Valentina me había dicho que permaneciese en la cama. ¡Cuanto bien me iba hacer aquel reposo! Lo necesitaba, estaba cansada, agotada, extenuada.

Ahora comprendía por qué mandaban a aquellas jóvenes señoritas a descansar a Viaró y otros internados. Quizás me mandasen a mí también un día de éstos. ¡Que bien se estaba en la cama!

"Yo tengo que irme a Madrid pero le dejaré una nota a la directora para que
sepa que estás enferma".

Cuando ésta viera lo que la señorita Valentina le comunicaba en el papel, me enviaría a alguien con el desayuno. Me vino a la memoria la escena de la monja trayéndome chocolate caliente, cuando (en aquellos ejercicios espirituales, los primeros, que hice, recomendados y en compañía de doña M. M.), me mareé en la misa.

NADIE ME ECHÓ DE MENOS Y NO ME TRAJERON LA COMIDA

Fue pasando el tiempo y nadie se acercaba a mi alcoba. Oí los ruidos de los enseres del desayuno y me dije que cuando todas acabaran de desayunar, vendrían a traerme el mío.

Tenía mucho hambre, teniendo en cuenta que la cena la había arrojado por la boca aquella madrugada, era de lo más normal estar famélica.

Se extinguieron los ruidos del comedor sin que nadie apareciera por mi cuarto.

Ahora me encontraba más o menos bien. "¿Y si me atreviese a bajar a desayunar?" No, no podía hacer semejante cosa, la obediencia era uno de los tres votos que había que cumplir a rajatabla. Fui al cuarto de baño y bebí agua, estaba claro que aquello sería mi único desayuno de aquel día. ¿Se habría olvidado la señorita Valen de dejar la nota que me nombró? Nadie venía a interesarse por mí. Estábamos acostumbradas a no hacer preguntas, si alguna vez observábamos que faltaba alguien, suponíamos que estaba en otro lugar que le habían asignado aquel día, quizás para unas horas, para unos meses, o para siempre. Me sentí terriblemente sola. Lloré y le ofrecí mi llanto a Dios.

Llegó la hora de la comida y..., como en el desayuno, nadie me echó en falta, nadie se acercó a mi cuarto, nadie me trajo un trozo de pan.

En Viaró, para dejarme pitar, me habían hecho un concienzudo examen médico. A mí y a todas las posibles pitantes. En aquellos análisis se descubrió que M. C. S., por un problema físico ("corazón grande", me dijo la señorita Marta), nunca podría pertenecer a la Obra, al menos como numeraria auxiliar, como agregada podía estudiarse. Pero de momento no le plantearían la vocación.

En la lectura, que, periódica y gradualmente, nos hacían de los estatutos, habían llegado al capítulo donde se dice que no se admiten en la Obra a los homosexuales ni a los enfermos.

No había duda que todas las chicas estábamos fuertes y sanas. Ninguna nos quedábamos en cama por una tontería. Si yo lo estaba ahora, era por obediencia: "No te muevas de la cama ya avisaré etc..." Me levante nuevamente para ir a beber agua, tenía la boca como el estropajo.

Fueron pasando las horas sin que nadie me viniese a ver.

Aquel día la tertulia la hicieron en una parte de la parcela algo alejada de la casa, y en mi entorno sólo se oía el silencio. No sabía que era peor, si aquel silencio o el ruido estremecedor del silbido de los pinos cuando, en invierno, acostada en una de las mesas del piso superior (por lo de la mortificación de dormir un día a la semana en tabla), me impedían dormir con su quejido.

Tampoco me gustaba el ruido que hacía la disciplina cuando pegaba en mi espalda.

Pero el silencio de aquel día de soledad, era abrumador. Estaba empachada de silencio y hambrienta de comida.

No sé en qué momento se percataron de mi ausencia, tal vez hubiese llegado ya la señorita Valentina de Madrid, no lo recuerdo. La cuestión es, que una auxiliar me trajo un vaso lleno de zumo de naranja, que me supo a gloria bendita. Nunca en la vida había tomado algo tan bueno, aunque..., quizás se le podría comparar el bocadillo de jamón que desayuné en aquella visita relámpago a Pamplona, sí, aquel también había sido vivificante.

La naranjada me devolvió al mundo de los vivos. Me pidieron que me vistiera y, algo tambaleante, bajé a reunirme con las chicas de la tertulia.

Nadie preguntó por mi salud. A nadie le habían informado de la causa de mi ausencia. Escuché callada sus diálogos y risas. Dejé que el sol besara mis mejillas. Y, después de la tertulia, me reintegré a mis obligaciones en el planchero. Mientras veía hacer cilicios, pase la plancha por la prenda que tenía en la mesa. Había muchas batas y delantales que planchar.

A PESCAR

Me llamó la directora a su despacho y me encomendó una nueva tarea. A partir de aquel día iría, dos días a la semana, con otras dos auxiliares, a Segovia.

Cogeríamos el tren en el apeadero que había al otro lado de la carretera, y nos presentaríamos en una escuela dedicada a manualidades y cocina que, con el fin de hacer proselitismo, habían montado en la capital segoviana. Intento recordar el nombre de la casa pero no me viene a la memoria, era algo así como Pedraza, o Pedralves, o... ¿Pedrosa?, desde luego algo relacionado con piedra.

Nuestro cometido era presentarnos en el aula como si fuésemos unas alumnas más. Y, ni debíamos decir que pertenecíamos al Opus, ni ponernos juntas en la clase. Íbamos allí de cebo. Ha hacer amigas a quienes, poco a poco, iríamos poniendo un progresivo plan de vida, y acercaríamos a la Obra.

Teníamos una canción que cantábamos en las tertulias que decía:

En el mar hay peces GORDOS a millares,
tú lo sabes, tú lo sabes,
hay que hundirse entre las aguas sin pesares,
y meterse por las cuevas sin temor.

Cuando ves un pez te pones a su altura,
con soltura, con finura,
le disparas el arpón con puntería,
lo atrapas luego y se acabó.

A mí me gusta la pesca,
pero pesca SUBMARINA,
que perseguir a los peces,
es una cosa divina.

A mí me gusta la pesca,
sin anzuelo y sin sedal,
que eso de esperar que piquen,
no me va, que no me va,
que eso de esperar que piquen,
no me va, que no me va.

Ésa era ahora una de mis labores, atrapar personas para el Opus Dei: "No tiene buen espíritu de la Obra quien no trae , al menos, tres vocaciones al año".

Las alumnas eran chicas humildes, posibles numerarias auxiliares. ¡Claro que no iban solo tras los peces gordos, necesitaban también criadas!

Una tarde, cuando se sortearon los platos que se habían enseñado a hacer y cocinado aquel día, resultó que uno de ellos, un apetitoso guiso hecho en cazuela, fue a parar a las manos de la chica que se sentaba a mi lado. No recuerdo su nombre (¡cuantas cosas he olvidado!), solo sé que aproveché la circunstancia para comenzar la (interesada) amistad que le condujera, cuando estuviese preparada, a pedir la admisión en la Obra.

Todo lo que hablaba con ella debía de transmitírselo a mi directora, la cual me orientaba en como llevar a cabo el proselitismo. La chica, en cuestión, prometía, iba cumpliendo las (en principio), pequeñas normas que le dictaba.

No sé que idea se hacía del Opus Dei, ni siquiera conozco si sabía que la escuela a la que asistía pertenecía a la Obra, por lo que a veces me pregunto por qué me permitía a mí (una chica normal y corriente), que me metiese en su vida espiritual dándole pautas a seguir de índole religioso.

Yo no estaba convencida de lo que estaba haciendo, me parecía un engaño eso de ir introduciendo poco a poco, a aquellas inocentes chicas, en la boca del lobo. Nunca sabrían (hasta que no estuviesen dentro), nada sobre el cilicio; ni la disciplina; ni la tabla; ni el alejamiento de la familia carnal; ni de la soledad; ni de la obediencia ciega; ni de..., tantas otras mortificaciones.

El cebo tapaba el afilado anzuelo que las atraparía en el primer descuido. Recuerdo que se nos dio una charla, referente al proselitismo, en la que se nos instaba a transmitir la ilusión que "sentíamos" de pertenecer a la Obra.

"Si se os ve felices, si trasmitís alegría, muchas querrán pasar a formar parte de vuestra manera de vivir". Lo malo era que para obedecer esa norma, tenía que fingir. Yo no era feliz, no estaba contenta, pero lo disimulaba muy bien a la hora de hablar con mi posible pitante.

Mi directora y yo estábamos tejiendo la tela de araña destinada a la segovianita. Pobre chica, no sabía lo que le esperaba.

PEOR QUE EN UNA CÁRCEL

En mi camarilla, en un lugar inaccesible, estaba la única y diminuta ventana de toda la inmensa habitación. Era, más o menos, como de un metro de ancho, por medio metro de alto; tenía el cristal opaco y sus bisagras estaban en la parte horizontal de la parte de abajo, por lo que (para mantenerla entornada, en invierno y en verano, nadie la cerraba), de las esquinas de la parte superior, salían dos tirantes que se sujetaban a la pared. Su ventilación llegaba a todas las alcobas, ya que, como he contado, los tabiques de las mismas no llegaban al techo. No obstante en la mía, al tenerla justo encima de mi cabecera, era verdaderamente molesta en invierno.

Algunos días, para entrar en calor, debía introducir mi cabeza bajo las mantas. Aquel lugar tan cerrado, me recordaba a una cárcel. No había visto ninguna pero, sin duda, debían de ser algo como el sitio donde me encontraba. Siempre me había asustado el significado de la palabra cárcel, encierro. Sin embargo ahora pensaba que era mejor estar en una cárcel que en aquella "prisión voluntaria".

De una cárcel, cuando se ha cumplido los años de condena, uno puede salir.

Pero, de esa "entrega voluntaria" nadie puede escapar, en caso contrario "Dios le castigaría con el fuego eterno".

En una cárcel uno podía resistirse a obedecer los mandatos injustos, allí había que cumplirlos, a ciegas, sin hacer preguntas.

Y, lo que era peor, en la cárcel tal vez te castigaran pero nunca te harían llevar cilicio, ni azotarte con las disciplinas; pero en este lugar, no sólo debías sentir el castigo del cilicio y la disciplina, encima, para mayor inri, era una misma la que debía aplicarse el castigo; una misma la que, aunque no quisiera (una parte de tu mente te decía: "no lo hagas", y la otra: "debes obedecer"), se lastimaba sin piedad.

Cuando es otra la persona que te hace daño (te pega, te lastima, te ofende), una puede protestar, o llorar, por el dolor físico, o por el daño moral, pero, ¿cómo protestar por el dolor que se inflige uno mismo? ¿cómo llorar? Esas preguntas fueron haciendo mella en mi interior. Cada vez me sentía más triste, más cansada, más apocada y con menos ilusiones. Y creo que comenzó a notárseme.

No sé qué les hizo pensar que tenía que marcharme (nadie me aclaró nada), pero lo decidieron y pusieron la maquinaria en marcha: mi directora de "confidencias" debió hablar con la directora de la casa, ésta con su directora, la otra con la directora de la delegación... Leerían mi (vida y milagros) expediente unos ojos, otros, otros... (¿cuantos folios serían?), y, una vez puesta en marcha, la tarea de la despedida, no tenía vuelta atrás.

Sé que fue en otoño, porque cuando mi señorita de "confidencias" se sentó frente a mí en la salita del hogar, éste estaba encendido y crepitaba su leña cuando me dio la noticia: "Lo siento Amapola, pero usted no tiene vocación".

No sé si fueron ésas u otras sus palabras, el resultado era el mismo: O yo era una inútil, buena para nada y no servía para el fin que ellas me propusieron en su día; o, estaba muy, muy, pero que muy enferma, pues con lo que costaba conseguir una vocación..., no iban a desperdiciar la mía por una noñería; o, habían interpretado mal aquel asunto que llevé a la confesión extraordinaria...

¡Dios!, que injustas estaban siendo conmigo. Si era una inútil, ya me espabilaría, si una enferma, podrían curarme, en cuanto a lo que confesé... ¡Claro!, si pensaban que podrían gustarme las personas de mi sexo..., eso sí que no tendría remedio. ¡Pero no era así!, ¡a mí no me gustaban las mujeres!

"Esto será una prueba por las que todas debemos pasar en su momento, seguro que dentro de unos días, me llama la directora y me dice que ya la he superado, que no tengo que marcharme". Es verdad que le pedía a Dios que apartara de mí este cáliz, pero..., así no, desechándome por inútil no.

Unos días antes, había estado escuchando llorar hipando, noche tras noche, a una de mis compañeras de camarilla. Nadie se atrevió a ir a consolarla, nadie le preguntó nada, y, una mañana no apareció en el desayuno, ni en la comida, ni en la cena, simplemente, no apareció más.

Ahora era yo la que lloraba, pero en silencio, no quería que nadie supiese de mi dolor. Le ofrecía cada noche, aquella nueva pena a Dios, y, sin poder evitarlo lloraba mansamente hasta quedar dormida. "Eres una inútil, una buena para nada".

¿Cómo podía estarme pasando eso a mí..? ¡Si cumplía todas las normas..! ¡Si había veces que por no tener pecados no sabía de que hablar con el sacerdote, en mi confesión semanal "obligatoria"!

"Mañana me llamaran y me dirán que era una prueba. Se reirán y me dirán que no pasa nada, que siga con mi vida normal".

Cuando vinieron a avisarme para que fuese al despacho de la directora, fui esperanzada. Seguro que me reclamaba para decirme que había pasado la prueba. Seguro.

Llamé a su puerta y ella me hizo entrar. -Siéntese -me dijo, en sus manos tenía un sobre abierto y una carta-.

-¿Su abuela Dolores era muy mayor verdad?
-¿Mi abuela? -Pregunté temiendo lo peor.
-En esta carta -dijo blandiendo el papel-, cuenta su madre que su abuela ha muerto, la enterraron hace cuatro días.

En la carta me explicaba mi madre que mi abuela Dolores había muerto de repente: había ido al aseo y, sentada en el inodoro, dejo de vivir y se cayó al suelo. Decía también que no me avisaron para el entierro porque no hubiese llegado a tiempo para asistir al sepelio.

Al hacerme cargo de la noticia, el velo de tristeza que cubría mi alma, se hizo más tupido, más denso.

Precisamente aquel día, había una celebración en casa, puede que fuese la de la festividad de los ángeles custodios u otra, solo sé que, a la hora de la tertulia nocturna (para celebrar lo que fuese), se saco vino del destinado a la misa, "vino de consagrar" le llamaba la señorita Marta en Viaró. Creo recordar que también se ofrecieron pastas. Mas..., yo no estaba para celebraciones. Mi directora de "confidencias" se percató y, poniéndome una pastilla en la mano y, diciéndome que me la tomara porque me ayudaría a dormir, me mandó a la cama.

NO ME MERECIA NI EL PAN QUE COMÍA

Como me habían comunicado que no tenía vocación empecé a considerarme una extraña entre las que sí la tenían, una usurpadora de sus alimentos, una no merecedora de los asientos en las tertulias (decidí ponerme siempre en el suelo), una buena para nada, la inferior de todas ellas.

Por esos días llegó la fecha en la que, a las que habían pitado en el año en que yo le hice, les tocaba hacer la Oblación, así que las prepararon y, una tarde-noche, reunidas todas en el oratorio, fueron leyendo (una por una) ante el sacerdote, su renovada promesa de Pobreza, Castidad y Obediencia.

Yo, que sabía que no podría evitar llorar, me había colocado en el primer banco para que nadie me viera la cara, ni adivinara mi sufrimiento. Y, tal como imaginé, se apoderó de mí tal congoja, que aun no sé como pude aguantar el permanecer en mi sitio sin salir corriendo a gritar mi desamparo, mi soledad, mi aborrecimiento de mi misma.

COMO UN SECUESTRO

Fueron muchos los días en que presentándome ante la directora le pedía que me dejara marchar a mi casa. "Si no tengo vocación, quiero irme ya. Por favor déjeme marchar". Y otros tantos los que ella me decía que hasta que no me dijeran el día en cuestión, debía permanecer en mi puesto cumpliendo lo que se me ordenase.

Pero no podía más, un continuo nudo me oprimía la garganta y, otro más fuerte, me estrangulaba el corazón.

Volví a subir al despacho de la directora, deshecha en lágrimas, y le dije que si no me daba permiso para irme, me marcharía sin más, que ya no aguantaba más aquella presión, que me iba a morir de pena.

Entonces ella, mirándome severamente, me dijo que como yo no tenía dinero no podría ir a ninguna parte. Así que, comprendiendo esa limitación, humillada y sin fuerzas para protestar, asumí mi derrota, le ofrecí a Dios mi sufrimiento y continué siendo: ("Hijas mías tenéis que ser el felpudo donde todo el mundo pise"): UN FELPUDO, ("Hijas mías tenéis que llegar a la cama exprimidas como un limón"): UN LIMÓN EXPRIMIDO, ("Hijas mías el burro de noria siempre hace lo mismo, gira y gira para sacar agua, vosotras también tenéis que dar vueltas y vueltas, aunque no entendáis lo que hacéis. Haced vuestra labor un día y otro y otro..., girad y girad como un burro de noria"): UN BURRO DE NORIA, ("Hijas mías, no podéis fallar porque sois el eslabón de una cadena y, si en una cadena falla un sólo eslabón, ésta se rompe sin llegar a completar su cometido") continué siendo el "ESLABÓN DE LA CADENA" que, aunque defectuoso, parecía ser que aún les servía.

Recibí otra carta de mi madre en la que me decía que, por las noches, tenía calambres en las piernas y se le dormían las manos. Ella sabía por qué, pero no me lo quería decir abiertamente.

Un mes más tarde, me comunicó que, a pesar de su edad (tenía 42 años), estaba embarazada. No recuerdo mi reacción ante aquella noticia, supongo que me alegraría todo lo que me permitiera mi profunda tristeza.

Llegó la Navidad y cantamos un villancico muy triste que decía así:

Soy una mula mi niño, mi niño,
pero te quiero, te quiero,
cógeme de las orejas,
dame un beso y otro beso,
que yo no puedo besarte,
que tendrás miedo...

Mi madre me mandó un paquete con un disco de jotas; alguna otra cosa; y una bufanda que había tejido ella misma. Naturalmente, abrieron "mi" paquete y su contenido pasó a manos de otras personas. No tardé en ver la bufanda de mi madre en el cuello de una compañera. "Eso forma parte del espíritu de la
Pobreza, nadie puede tener nada suyo".

Era curioso el espíritu de la Obra: se podían recibir regalos, pero no se podía regalar nada (aun no había estrenado la pulsera que se me impidió regalarle a mi hermana).

Estuve a punto de protestar por el asunto de la bufanda, al fin y al cabo, yo ya no tenía vocación, o sea, ya no tenía que cumplir las normas de Pobreza y Obediencia, pero..., le ofrecí a Dios mi sacrificio y no dije ni esta boca es mía. Seguí acudiendo a las clases de manualidades-captación, de Segovia. La chica que conquisté como amiga, cumplía a la perfección su "plan de vida", estaba entrando en la cadena, le faltaba un pequeño empujón que..., por cierto, no llegué a saber quién se lo daría ya que, en mayo me dijeron que preparara las maletas para marcharme.

NO SE ME PERMITIÓ DESPEDIRME DE NADIE

Quise ir al maletero para recuperar las maletas que había traído que eran completamente nuevas, pero se me impidió hacerlo, en lugar de las mías, me entregaron las más viejas que pudieron encontrar.

La víspera de mi marcha se me pidió que escondiera el equipaje bajo la cama, para que nadie lo viera. Y, al día siguiente, impidiéndome despedirme de mis compañeras, salí acompañada por la señorita Valentina en dirección a la estación de tren que nos llevaría a Madrid, donde cogeríamos un tren hasta Micast y allí un autobús hacía Basape.

El tren, como aquel otro que me apartó de mi familia y me condujo a Barcelona, era muy cómodo, seguramente se tratase de un Talgo. No sé si los billetes iban numerados, pero a la señorita Valen estaba sentada en un lateral y yo en el otro, así que decidí arreglar aquella contrariedad preguntándole amablemente, al hombre que estaba a mi lado, si le molestaría mucho cambiar su asiento por el de aquella señorita. Me dijo que no le molestaba en absoluto y fue así como pudimos hacer el trayecto juntas.

Ella, que llevaba un periódico, se puso a resolver el crucigrama de la sección de ocio, y, en ese momento descubrí que era la primera vez que yo reparaba en esa especie de juego.

-¿Como se rellena? -pregunté, viéndola escribir letras en las casilla.
-Es fácil -contestó, señalando con el bolígrafo el casillero-, primero se intentan colocar todas las palabras horizontales que se piden en las definiciones y, estas palabras te sirven hacen de pistas para resolver las verticales, que, como puede ver, también tienen sus propias definiciones.

En un momento del trayecto me preguntó que si me había llevado conmigo el cilicio, le contesté que no, y ella me dijo que, si lo deseaba, podría mandarme uno. Negué con la cabeza, tenía claro que si Dios no me quería en su Obra, no iba a llevar más tiempo aquel instrumento de tortura. Estaba decidida a volver a ser una persona normal.

Luego me dijo que si me habían planteado ser agregada o supernumeraria. Dije que no me ofrecieron esa posibilidad. Entonces me comentó que lo estudiara, pero le dije abiertamente que no necesitaba hacerlo, que tenía claro que ya no quería tener nada que ver con la Obra.

En otro instante me preguntó que si llevaba en mi maleta un libro de "Camino". No, no lo llevaba, lo había dejado a propósito junto al cilicio y las disciplinas. Prometió mandarme uno.

Recuerdo que también me preguntó (¡qué raro que todo lo hubiesen dejado para tan tarde! ¿por qué no me lo plantearon antes?), que si hubiese preferido ir a trabajar a una casa de supernumerarios en lugar de regresar con mis padres.

¡No, no deseaba ir a trabajar de criada en ninguna casa del Opus, lo que quería era cortar por completo con ellos!

Más tarde me dijo que en Basape me confesara únicamente en la iglesia de los misioneros (creo que son Benedictinos), porque ellos eran afines a la Obra. "La ropa sucia se lava en casa" y, en aquellas fechas todavía no había casa de ellos en mi pueblo.

No le prometí nada, así que jamás me confesé en esa iglesia.

El autobús que teníamos que coger en Micast, no pasaba hasta la tarde, así que tuvimos que quedarnos a comer en un bar-restaurante del lugar. Nadie nos esperaba en la estación de autobuses. Cogí las maletas y nos encaminamos hasta mi barrio. Cuando llegamos y llamé a la puerta, nadie contestó, por lo que decidí llamar a la puerta de la vecina de a lado. Pili, que así se llamaba ésta, me abrió y, amablemente, nos hizo pasar a su piso.

Poco después llegó mi hermana Margarita que se alegró de verme, se sentó en mis piernas y comenzó a llamarme de usted. Tuve que pedirle que me tutease. Estaba guapísima, la recordaba con una larga melena, pero ahora llevaba el pelo cortado al estilo paje, y le sentaba muy bien.

No sé cuanto rato estuvimos en aquella casa, finalmente decidimos bajar a la calle y fue entonces cuando vimos a mi madre. Llegaba de trabajar en la finca que se habían comprado unos meses antes de que falleciera mi abuela. Llevaba un vestido negro, por lo del luto de mi abuela, y un abultado vientre, le faltaban solo dos meses para dar aluz. Se la veía cansada.

-¡Dios mío -dijo con extrañeza, quizás no esperara que viniera nadie conmigo- pero si creía que vendrías mañana!

En casa de mis padres no había lujos, ni televisión, ni sofás, ni comodidades. Era una casa demasiado humilde y yo me avergoncé de no poderle ofrecer algo más adecuado a aquella señorita. Al día siguiente le enseñé a Valentina la catedral y otros lugares de mi ciudad.

Mientras pasábamos junto a las tiendas me preguntó que si necesitaba alguna prenda de vestir, le dije que no, pero ella insistió. Me compró unos zapatos (lo primeros que tendría de tacón) y una blusa. También me dió quinientas pesetas para mis primeros gastos en casa de mis padres. Entonce yo, aprovechando que tenía dinero, la llevé a una pastelería para que se pudiera llevar unos dulces de mi pueblo.

Aún recuerdo la cara que puso cuando le dije a dependienta: "Póngame unas flores de Basape". Debió pensar que me había vuelto loca ¡Mira que pedir flores en una pastelería! o, tal vez le recordó a las flores que nunca debería haberles puesto a las señoritas en sus cuartos unos meses antes.

La chica que nos atendía, sin extrañarse en absoluto de mi petición, cogió una caja en la que se leía "Flores de Basape" y, envolviéndola para regalo, me la entregó a cambio de su coste.

En la madrugada del siguiente día, la acompañé en el autobús hasta Micast donde cogió el tren de vuelta.

Fue en vano que me quedara en la estación para decirle adiós desde el andén, ella no se asomó por la ventanilla.

Con un nudo en la garganta e imagen distorsionada por las lágrimas, vi pasar todos los vagones. Después..., cuando desapareció el tren, comprendí que la vida de mis últimos cuatro años se alejaba también con aquella locomotora. "Si lloras por haber perdido el Sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas".

Luego, sentada en el autobús que me regresaría a Basape, una terrible sensación de desamparo me hizo estremecer.

El futuro que me esperaba tras la puerta de aquel coche, era totalmente distinto al que se había planeado para mí, cuatro años antes. Para éste no estaba preparada.

Hay una canción que cantaba Conchita Piquer, en "Nobleza baturra", que dice en unas estrofas:

La paloma que en sus alas
lleva la señal del plomo que la hirió...,
lanza al viento su quejido de dolor...

Así me sentía yo: un pajarillo con las alas rotas.

No fue fácil salir adelante, pues mis padres, al comprobar que llegaba con las manos vacías de dinero, no me recibieron, precisamente, como a un hijo pródigo.

También me fue sumamente difícil adaptarme a la vida que llevaban las chicas de mi edad ya que yo estaba totalmente desfasada.

En cuanto al amor...

Ésa es otra historia que no encaja en estas páginas.

FIN

He dejado ver lo más profundo de mi alma en esta narración, incluso he relatado algunos sucesos (como el del elefante rosa), que me ridiculizan y otros que me hacen parecer egocéntrica ya que parece que los expreso con la única intención de dar lástima.

Pero, lo que he contado, ha sido para que sirva de referencia a quienes todavía estén a tiempo de poder elegir su camino ¡Ojalá! llegue hasta sus ojos y puedan entender el mensaje.

Un abrazo para todos los que hayáis tenido la paciencia de leerme.

Amapola

 

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Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?