Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Reconstrucción
Índice
Prólogo
1. Presagios
2. Numeraria
3. Madurez y libertad interior
4. Crisis de vocación
5. Renacimiento
6. Volver a empezar: primer intento
7. Reconstrucción
FIN DEL LIBRO
MENÚ DE LA WEB:
Inicio
Quiénes somos
Correspondencia
Libros silenciados

Documentos internos del Opus Dei

Tus escritos
Recursos para seguir adelante
La trampa de la vocación
Recortes de prensa
Sobre esta web (FAQs)
Contacta con nosotros si...
Homenaje
Links

RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)

Autora: Aquilina

1. PRESAGIOS

Nací en 1955 y crecí en una familia de clase media. Mi padre era funcionario y mi madre enseñaba en la escuela primaria. Yo era la mayor de tres hermanos. Cuando tenía 19 años nació el cuarto hermano, pero como yo ya me encontraba fuera de mi familia, no he convivido con él sino en los últimos años.

Poseo un carácter alegre y extrovertido, que ahora lo veo reflejado en mi hija y que por lo que dice mi madre, se me parece mucho (tiene 6 años).

El recuerdo que guardo de mi infancia no es muy sereno ni tranquilo. Mi padre, aunque fue un hombre básicamente bueno y recto que creía hacer siempre lo mejor por sus hijos, me crió oprimida por su posesividad y por sus altibajos de humor. Siempre se le veía temeroso a perder el cariño de sus hijos o a que alguien le robara el lugar principal que quería tener en nuestro corazón. Nunca nos permitió frecuentar a menudo a los compañeros de colegio. Cuando era pequeña, esto era menos frecuente que ahora, pero sí era corriente entre niños quedar de vez en cuando para jugar o para hacer juntos los deberes. Se enfadaba si me miraba a menudo en el espejo; estaba celoso de las hermanas de mi madre que nos cuidaron una temporada en la que los abuelos se encontraban enfermos y él tenía que asistirlos.

Ya desde pequeña era yo tan aficionada a la lectura que, antes de haber acabado la escuela secundaria (11-13 años) había leído sin que nadie me lo dijera "Los hermanos Karamazov" y "Los novios prometidos", además de docenas de otros libros, más o menos más aptos para mi edad. Mi padre estaba tan preocupado por mi voracidad intelectual que me prohibió leer sin su permiso intentando así ponerle límites.

Doy solo unas pinceladas de mis recuerdos infantiles, pero pueden ayudar a comprender cómo me encontraba yo en los años de primaria y secundaria. Recuerdo la sensación de una gran energía interior, que no sabía bien cómo encauzar, de una ilusión grande pero sin un objetivo concreto.

Debido al control tan de cerca que mi padre ejercía sobre mis lecturas, yo intentaba buscar libros que sabía que él no podía desaprobar, y fue así como empecé a leer muchas novelas sobre los primeros cristianos. Como un pequeño don Quijote vivía en mi propio mundo; yo era la heroína perseguida y mi padre, con los obstáculos que me tendía para no tener una experiencia directa del mundo exterior, era un emperador romano.

Hacia los doce, trece años, hubiera sido lo normal que hubiera empezado a conocer o a tratar chicos, pero mi padre era demasiado intransigente sobre este asunto y los colegios, en los años 60, no eran mixtos. Cualquier pulsión sexual, aunque fuera la más inocente y platónica, bajo el influjo de los criterios de mi padre, me parecía algo impropio y poco correcto. Y esa situación chocaba con mi manera de ser: cariñosa, extrovertida, llena de ilusión y de confianza hacia los demás.

A causa de este contraste entre mi manera de ser y las dificultades que provenían de mi entorno familiar, creo que en aquellos años tuvo lugar en mi interior una fuerte sublimación: se acentuó cierta natural atracción hacia la dimensión religiosa de la vida, atracción caracterizada por un fuerte componente estético. Me atraía la penumbra de las iglesias, la faz y el hábito austero de las monjas... todo lo que tuviera que ver con el sacrificio y la abnegación.

Acabé por volcar en el ideal de seguir de cerca a Cristo todas aquellas energías que si se hubieran encauzado por sí mismas, se habrían orientado hacia un objetivo más propio. No creo que todo lo que relato quite sinceridad a mis sentimientos, pero explica bastante bien la deformación que ha existido en muchas de mis elecciones y comportamientos.

Los años 70 eran años de fuego para los jóvenes. La contestación y la rebeldía empezaba a surgir en la Universidad, donde había nacido en el famoso mayo francés del 68. Cuando empecé el bachillerato superior por primera vez entraba en un ambiente mixto de chicas y chicos. Tenía un profesor de letras muy fascinante, extraparlamentario de izquierdas y fuertemente anticlerical que encontró en mí a la única en toda la clase que tenía el valor (y la satisfacción secreta, porque continuaba metida en mis juegos mentales de "los primeros cristianos") de replicarle y contradecirle. Si conseguía ponerle en algún aprieto, era un éxito; si no lo conseguía, me sentía una heroína perseguida y también me sentía complacida.

Chicos y chicas estrenaban sus primeros amores, pero yo quedaba excluida de ellos por la severidad de mi padre, que me seguía prohibiendo quedar con los compañeros fuera de clase. Todo era postergado siempre "a cuando fuera mayor", y aún hoy, a mi edad, en lugar de seguir esa especie de costumbre de esconder mi edad verdadera o disimularla, necesito gritarla casi con orgullo, como para exigir el derecho de ser considerada adulta. Al deformar mi aspecto afectivo y sentimental, empecé a hacer hincapié en mis dotes intelectuales para así ganar la aprobación de los demás, de la que me encontraba hambrienta.

Uno de los temores de mi padre, creo yo, era "perder el control" de sus hijos. Con el paso del tiempo he comprendido que estaba satisfecho y orgulloso de mí y de mis hermanos, pero que no quería hacerlo ver demasiado por miedo a que, haciéndolo, perdiera la capacidad de exigirnos todavía más. Este miedo a perder el control y su desbordante personalidad, hicieron de mí una persona insegura. Aunque consiguiera resultados más que discretos en el colegio y pudiera con facilidad hacer nuevas relaciones con mis compañeros, siempre tenía miedo de no estar a la altura de las circunstancias, a no ser bastante valiente, o bastante mayor, o bastante educada o culta. Tenía para cada una de esas circunstancias, la inteligencia suficiente para construir mis defensas y, hacia el exterior, creo haber conseguido dar la sensación de ser una chica segura de sí misma y, a su manera, bastante anticonformista.

Desgraciadamente, cuando a una chica de doce, trece o catorce años, su padre continúa exigiendo que obedezca a ciegas sus criterios morales, sociales y de comportamiento, sin intentar fomentar su capacidad de escuchar su propia rectitud interior (cultivada por una educación prudente y esmerada en los años de la primera infancia); cuando un padre incluso con la mejor intención de preservar a su hija de experiencias negativas o dolorosas, quiere siempre tener la última palabra sobre cada decisión sin aceptar el riesgo de algún pequeño error en la hija para permitirle también aprender de la experiencia, muy probablemente -junto a un creciente sentimiento de rebelión- se instala en el ánimo de la joven la convicción inconsciente de que las verdades con respecto a ella misma, a la vida, a su futuro, deben proceder del exterior. Cree que no puede, y tampoco debe, buscarlos dentro de ella misma ni de su conciencia porque ésta no está suficientemente formada. Siente el temor de que sus propias ideas sean una fuente de engaño, ya que el pecado original -a ello se hacía frecuente alusión en una determinada pastoral en aquellos años antes de que las enseñanzas del Concilio fueran divulgadas- puede convertirnos en víctimas fáciles de espejismos y engaños, y que la certeza de la objetividad y la honestidad sólo puede venir a través del consejo prudente de terceras personas.

Eso me pasó a mí. Mis referencias morales provenían prácticamente todas del exterior. Sin saberlo, incluso pensando durante mucho tiempo que era lo justo y lo sacrosanto, he pasado la mayor parte de mi vida basándome completamente en una moral dependiente. El fantasma de la aprobación o la desaprobación de mi padre siempre estuvo presente de manera inconsciente, y luego he comprendido con claridad meridiana que ya cuando tenía trece años, mi "yo" exigente fue atrofiado, por lo que mi sentido de responsabilidad se encontraba tan desmesurado, que no me permitió casi nunca estar en paz conmigo misma.

Me sentía, también, terriblemente anulada en comparación con mis compañeras que disponían de más dinero para vestirse, que tenían permiso para usar medias de nailon, para maquillarse un poco o ponerse un jersey algo ajustado, que sabían lo que estaba de moda y vestían de acuerdo con ella. Recuerdo que para mí fue un verdadero misterio entender cómo se sabía lo que se llevaba, o saber dónde encontrar los jerséis al estilo americano que con un kilt o con unos vaqueros, hacían furor en aquellos años entre mis compañeras: yo no llegué nunca a tener ninguno.

Sociológicamente fui una auténtica marginada, pero a pesar de eso mi personalidad tuvo algo que atrajo a los demás y que me buscaban a menudo para desahogarse cuando tenían algún problema. Esto me deprimía un poco, me habría gustado mucho más ser objeto de otro tipo de interés, pero no lo admití claramente porque incluso constituyó siempre una alternativa a un posible aislamiento total.

Esta situación interior puede ser bastante normal en una adolescente, pero sería lo mismo de normal superarla y adquirir confianza porque, en la medida que se tienen experiencias, se aprende tanto de los aciertos como de lo errores y tarde o temprano, por uno mismo, se consigue salir adelante. Pero las cosas que estaban a punto de sucederme me mantendrían enclavada largo tiempo en esta situación de inseguridad e inmadurez emotiva que estoy tratando de describir. La única facultad que se me había desarrollado de manera hipertrófica fue la racionalidad y, en cierto sentido, el intelecto. Ambos me proporcionaron una capacidad casi aritmética de alinear silogismos pero sin capacidad de averiguar si la validez de las premisas y conclusiones se ajustaban a la realidad.

Durante el primer año de bachillerato, además del profesor marxista, me dio clase también otro profesor -para mí extremadamente intrigante - que con su consideración y respeto hacia mis deducciones y preguntas, me conquistó rápida y completamente. Fue el profesor de religión y aparte del hecho de que fuera laico, -cosa que en aquellos tiempos no era muy frecuente-, se trataba de una persona con un particular atractivo: discretamente elegante, líder, licenciado en Economía y Comercio además de en Teología... en fin una figura que no lograba encuadrar, que me atrajo y que, sobre todo, pareció darse cuenta de mis aptitudes, y se comportó conmigo con extrema corrección. Se convirtió en mi baluarte psicológico en las luchas dialécticas contra el profesor marxista.

También me atrajo porque yo iba a la búsqueda de un guía y de una orientación. Desde hacía tiempo, mis confesiones con el sacerdote eran banales e infantiles. Sentía necesidad de hablar de otros pensamientos, de los deseos de heroísmo y dedicación a los demás que se agitaban dentro de mí pero temía confesarlos por miedo al ridículo o de que me siguieran considerando demasiado pequeña. Deseaba encontrar un director espiritual como tenían algunas de mis compañeras, pero no sabía dónde buscarlo y pensé que aquel profesor me podría aconsejar. En todo caso estaba decidida a no confesarme más hasta que no hubiera encontrado a un confesor estable.

Aquel verano tuve una historia, hermosa y delicada, con un chico dos años mayor que yo. Estudiaba en un seminario y se encontraba en plena crisis vocacional. Estaba meditando dejar el seminario y con él, sus proyectos de vida sacerdotal por la intolerancia que encontraba en ese mundo. Estuve maravillosamente bien junto a él, hablamos de nuestros problemas, hubo entre nosotros una gran compenetración y una gran ternura, pero fue un sentimiento tan sublime que no llegó nunca a traducirse en palabras ni en declaraciones explícitas: cada uno conocía el sentimiento del otro, era algo tan real que no había necesidad de hablarlo, y en nuestro romanticismo juvenil, quizás, aquel silencio añadía valor a nuestro cariño. Yo no quise influirle en sus decisiones bajo ningún aspecto. En todo caso se trató de una cosa tan evidente que se dieron cuenta todos. Mi padre, naturalmente, empezó su guerra, y cuando comenzaron las clases nos escribíamos de manera semiclandestina.

Arriba

Anterior - Siguiente

Volver a Libros silenciados

Ir a la página principal

 

Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?