Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El Opus Dei: Anexo a una historia
Anexo a una historia
Autora: María Angustias Moreno
Índice
1. Introducción
2. Explicación al título
3. Causas y razones
4. Los que siguen
5. Los que se van
6. Con los que se van
7. Gobierno
8. Ante la Iglesia
9. Filiación al Padre (monseñor Escrivá)
10. Algunas cosas más
11. Fraternidad
12. Secularidad
13. Discreción
14. Unidad
15. Pureza
16. Obediencia
17. Lo pequeño
18. Pobreza
19. Apostolado
20. Alegría
21. Comentario final
22. Apéndice
23. ¿Tuvieron miedo?
24. Tanto tiempo ¿por qué?
25. ¿Cuál es la fuerza que mantiene a tantos?
26. Dicen que son libres
27. A los hechos me remito
FIN DEL LIBRO
 
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LIBRO: EL OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA

AUTORA: María Angustias Moreno

ANTE LA IGLESIA

Una Asociación que nació para ser, según su Fundador, "el brazo largo de la Iglesia". Una Asociación que se siente pionera del apostolado seglar, de la dedicación (que primero fue consagración) a Dios en medio del mundo. Una Asociación que se proclama querida por Dios para esta época nuestra. Una Asociación que tiene que contar con muchas dificultades en sus aprobaciones jurídicas, dice Monseñor Escrivá, "porque se adelantó a los tiempos".

En la Obra se enseña que lo primero es el amor al Papa, ser muy romanos. Y cuando algún miembro de la Obra va a Roma -a la casa central de la Obra- la visita inicial ha de ser a la tumba de Pedro. El cariño y la veneración al sucesor de Pedro, como a la Iglesia en sí, ha de ser nota que caracterice a los socios del Opus Dei. Y cuentan cómo el Padre valora los encuentros con Su Santidad, y lo entrañable hijo suyo que se siente, y cómo se confía a él. Todo ello unido a la disponibilidad de la Obra ante la Iglesia, en cuanto está deseando ir a cubrir puestos de trabajo que otros quieren menos, como la Prelatura de Yauyos, por ejemplo. Todo eso es verdad, una verdad digna de elogio. Que no deja a la vez de tener sus sorpresas (son las eternas contradicciones de la Obra), frente a la realidad de otras verdades también, que entre la Obra y la Iglesia se ocasionan. Ahora, justo ahora, cuando la Iglesia misma está ilusionada en esa línea de maduración y apertura (que no quiere decir, ni de hecho tiene por qué serlo, de concesiones); ahora, en esa Asociación "pionera y brazo largo", la posibilidad de doctrina (lecturas, conocimientos y actuaciones) tiene que reducirse, atrincherarse, en lo aportado antes de la primera mitad de nuestro siglo, en la doctrina de Trento, en los Papas Pío IX y Pío X.

Son enormes las prevenciones que en la Obra existen a ceder o a conceder, a contaminarse. ¿Por qué? Formarse, sí. Resguardarse, ¿como flores de invernadero? El Padre usa este ejemplo precisamente para decir que no, que "no quiere a sus hijos flores de invernadero", pero sigue siendo sólo la teoría.

No debió de ser nada fácil, para aquellos primeros de la época de Cristo, discernir y encajar el mensaje evangélico; no lo ha sido nunca para la Iglesia; basta conocer su propia historia. ¿La Iglesia en el mundo de hoy?, se dice... y se buscan "revisiones".., se problematiza con las circunstancias de los tiempos. Ni el desorden moral, ni la degeneración sexual, ni las idolatrías de nuestra época, nada de eso tiene que ver con la realidad de la degeneración del entonces Imperio Romano. Época, sin embargo, que es la que Cristo elige para fundar su Iglesia. Hoy como entonces, Cristo deja que la tempestad arrecie y se queda dormido en el cabezal de la barca para probar la fe de los suyos, para enseñarles que nada tienen que temer mientras sea a Cristo a quien lleven con ellos.

Pero ¿qué hubiera sido de esa historia si su acción se hubiese centrado en replegarse sobre sí misma, prevenidos sobre los demás? Una Iglesia en la que surgen las más aventuradas osadías y aberraciones, sí, las ha habido siempre; pero siempre también retadas por aquellas palabras del Maestro que asegura que "el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán".

"Yo estaré con vosotros hasta siempre." "No tenéis que temer a mi pequeño rebaño." Seguridad sí, pero una seguridad que no puede en modo alguno ser compatible con "jactanciosas reservas", ni triunfalistas ni prevencionistas.

La Obra se jacta de su postura doctrinal ortodoxa, que hace, puede hacer y ha hecho su bien. No lanza especulaciones esnobistas, no se precia de avanzada... En su día, sin embargo, fue toda una innovación, y como tal luchó para que se aceptara. Entonces, y ahora también, esas ideas de su fundador, lanzadas como vanguardistas, de una espiritualidad renovadora, sí vale, eso sí. Vale en cuanto es la Obra misma, su idea, su selección de las propias cosas de la Iglesia, que hoy casi todos los demás, la mayoría, tratan tan mal, según entienden ellos.

Puede que no quepa achacar a la Obra errores doctrinales de comisión. Pero ¿y de omisión o de suficiencias? ¿De esas omisiones de temas, de asuntos, de actuaciones suyas, de colaboración, de acogidas... a las que únicamente aporta el VACÍO más absoluto? ¿Eso, acaso, no tiene que contar también?

Sus predicaciones, sus escritos, sus organizaciones todas están encauzadas a convencer a los suyos de que la Obra, y sólo la Obra, es lo seguro, lo único capaz de salvaguardar la fe y la verdad auténticas. Pero una verdad y una fe según la propia selección y adaptación del Padre; con su más noble y santa intención, no lo dudo; pero seguros de que son ellos y sólo ellos -basándose en esa tradición de unos años distintos a los de ahora ya sedimentados-, los que van por el mejor camino. ¿Acaso no es demasiada jactancia?

Contar con la aportación de tantos hombres y mujeres, maravillosos, que nos han precedido, no carece de interés. Es una gran ventaja haber llegado a la Iglesia en una época en la que tantos han ido por delante roturándonos el surco. Y es de una elemental sensatez contar con ellos y buscar el apoyo y la solidez que da el trascurso del tiempo.

Pero sin olvidar, sin renunciar, creo yo, a la actualidad de un mensaje, tan de ayer como de hoy, viejo y nuevo (evangélico) que sigue exigiéndonos, igual que a los que nos precedieron, el compromiso de nuestra actuación, en nuestro tiempo. No vamos a inventar nada, no se trata de eso. Pero sí de no privar de su actualidad a aquel pasaje de la vida del Maestro (Juan, 16-12) en el que nos asegura que "aún tengo muchas cosas que deciros, que no podéis ahora comprenderlas. Mas cuando venga el Espíritu de Verdad os conducirá a la verdad plena". El Paráclito que sigue asistiendo a la Iglesia, por el que la Iglesia es, hoy como ayer, ahora como hace cien años y en una necesidad de superación constante, acción viva hasta el final de los siglos. En Juan se cierra la Revelación, pero no precisamente la acción del Espíritu en su Iglesia.

El hombre, la naturaleza, la vida misma es, necesita ser, una constante evolución (sin saltos de especie no científicos ni conflictos trascendentes sin fundamentos). Evolución es el despliegue progresivo en el tiempo de las maravillas de la Creación Divina. Es la gran dignidad que Dios ha querido brindar a sus criaturas de procrear con Él. Procrear, cooperar, que no puede quedar reducido a hacer niños. La vida del cuerpo, la vida del espíritu, la vida entera, es COOPERABLE. Es, debe ser, acción. Acción en lo físico, acción en lo intelectual, acción en la vida del espíritu. Acción eclesial. Acción personal integrada. De ahí, entiendo yo, que no podamos pararnos en unos años que pasaron, en unos tiempos que ya no son. Ahora, por exigencias de esa misma evolución de los tiempos, los hijos de la Iglesia necesitan una formación proporcionada, grande, como grandes son los medios con los que para ello contamos; como grandes son los elementos entre los que tenemos que debatirnos. Con trigo y con cizaña, como siempre; precisamente el hecho de que el trigo se dé con la cizaña es algo que carece totalmente de novedad. Y una cizaña que no puede, no debe ser arrancada de cuajo, "no sea que estropeemos también el trigo", también es de siempre. Como tampoco la solución será huir de la cizaña alegremente, ya que sería tanto como abandonar a la vez el trigo.

Dificultades las hay, y grandes. Y hay que formarse bien, y pertrecharse adecuadamente, y saberse defender de los peligros. No se trata, por supuesto, de que haya que jugar con fuego, ni de que sea necesario probar el cianuro para conocer el efecto que hace y poder "opinar" de todo, como algunos argumentan pretendiendo con ello desmerecer menos de sus propias bajezas.

Formarse sí. ¿Sectarizarse?

Dicen que en este quedarse en lo de atrás, ve el Padre la mejor manera de velar por sus hijos, de hacerlos santos.

Monseñor desconfía de nuestra época de tal manera que, a modo de ejemplo, ha determinado que hasta los elementos de trigo y vida que se utilicen para las consagraciones de las misas de la Obra, sean cultivados expresamente por hijos suyos. No le parece suficiente ni la "delicadeza" ni la seguridad de que lo hagan otros.

En la Obra se seleccionan las encíclicas que deben ser difundidas. Se difunde de las predicaciones de los Papas lo que el Padre determina. Se sigue insistiendo en el uso del latín. Se considera necesario seguir asistiendo al templo con velo.

Ante la desaparición del Índice -como censura de libros- se crea en la Obra la más exhaustiva praxis prohibitiva y preventiva de todo tipo de lecturas. Se desaconsejan -se vetan- incluso revistas y periódicos. Se censura la televisión, etc.

En la Obra importa el amor a la Iglesia, pero sin que importe que unas personas con vocación eminentemente secular (por eso nos hicimos del Opus Dei y no carmelitas) se vean sometidas a prevenciones y sistemas tan aseculares.

El sacerdote en la Obra, dice su fundador, es un socio más. Y realmente lo es. Lo es condicionado y constantemente asediado, de la misma manera que los seglares, por continuas praxis, guiones y consignas, que han de delimitar totalmente su ministerio. Sin más consideración con unos hombres que se ordenaron por una necesidad de servicio a la Asociación, con una vocación ante todo secular, y por un amor al sacerdocio que se inculca en la Obra, y que luego más bien se utiliza que se respeta.

A un sacerdote que daba una clase a seglares (de la Obra también) comentándoles los sacramentos, le preguntaron por qué la Iglesia daba preferencia a la preparación de los padres y espera al día comunitario para la administración del bautismo, y sin embargo el Padre insistía en la mayor importancia de que sea inmediato; a lo que aquél contestó, con toda sencillez, que sólo era porque el Padre lógicamente no abarcaba toda la problemática de la Iglesia, de las necesidades de los pueblos, por ejemplo, y por eso lo ve distinto. Ante lo que no cupo otra contrapartida que llamar a ese sacerdote inmediatamente para que se ocupara en otro tipo de actividad, ya que su contestación a la pregunta aludida debería haber sido que "si el Padre lo dice él sabrá por qué, y de seguro es lo mejor".

Otra vez, algo muy parecido sucedía a otro sacerdote, encargado de dar unas clases sobre encíclicas; y al que preguntaron por qué no estaba incluida la "Populorum Progressio" en las que se habían de tratar en dicho ciclo, y contestó que porque no la habían puesto en el programa, en vez de decir que porque no era necesario, que hubiera sido lo correcto (según el buen espíritu de la Obra). Al día siguiente le sustituyeron en la mencionada programación de clases. Son ejemplos pequeños, pero creo que expresivos.

Unos sacerdotes que cuidan al extremo su dignidad incluso en el aspecto externo. En una época en que se agradece, y se agradece porque una no sabe a título de qué solicita acogida y a qué ley o disciplina eclesiástica, muchos sacerdotes se dedican a vestir de "cualquier manera"; una no sabe qué es lo que los desmerece de mostrarse ante los demás como tales, qué es lo que necesitan disimular u ocultar, o qué quieren aparentar distinto a lo que por vocación les corresponde. Se agradece y te ayuda entre otras cosas a evitar confusiones absurdas e innecesarias. Algunos se permiten opinar que vestir con traje sacerdotal (el que sea, que eso es lo de menos) o hábito, es disfrazarse; curiosa objeción en una época en la que el "disfraz" (cada uno se viste de lo que quiere) es precisamente lo que menos sorprende. En tal caso, de los militares o de cualquier tipo de uniforme habría que pensar igual; quizá argumentando que, en estos últimos casos, el uniforme es sólo para las horas de trabajo. Con la única diferencia dc que en el caso de una dedicación consagrada a Dios el servicio no puede ser sino ininterrumpido. Para otros el motivo parece que sea el poder rnezclarse con todos más fácilmente. Yo diría que más fácilmente también, día a día, nos vamos quedando sin sacerdotes-sacerdotes. Cuando a un maestro de la Fiesta Nacional se le quiere decir el mejor piropo, se le llama "torero-torero"; por eso mi expresión ha sido, en este caso, la de "sacerdotes-sacerdotes". Sacerdotes con una misión ministerial de formar y dirigir; no de arrogarse, impropiamente, diría yo, el hacer apostolado laical. No hace el hábito al monje; pero sí creo que podría ser una manera de vivir la sinceridad y la autenticidad, virtudes tan evocadas y cacareadas hoy día, la de presentarse ante los demás como lo que cada uno somos, consecuentes --hacia dentro y hacia fuera- con la misión que hemos elegido. Una apariencia externa, la de los sacerdotes de la Obra, que me ha evocado este comentario, no precisamente porque crea yo que la dignidad o autenticidad dcl sacerdote esté en la sotana. Sí en una vestimenta sacerdotal (ni fachosa ni frívola). Como tampoco para ir bien es necesario usar colonia Atkinson -es un detalle a modo de ejemplo- y hay sacerdotes de la Obra que la usan. Dicen que porque se la regalan; y yo digo que también a los regalos cabe renunciar. Como hay que tener en cuenta que no todos los sacerdotes tienen, para este cuidado de sus cosas, las facilidades que tienen los de la Obra. Es parte del trabajo profesional de un buen número de asociadas atender todas estas necesidades de los varones de la Obra (sacerdotes incluidos) con la máxima solicitud. Por lo que entiendo que así como su ejemplo puede ser un estímulo, nunca deberá ser motivo de desmerecimiento para los que tienen que valérselas con mucho menos.

Los sacerdotes de la Obra, decía, son hombres con una vocación eminentemente secular, que se ordenaron para servir a la Asociación, con todo su contexto de cosas. Por lo que la mayoría ni saben ni pueden hacerlo de otra manera, no tienen otra clase de vocación sacerdotal, lo que significa que a nadie debe extrañar que cuando dejan la Obra los haya que se secularicen. Que no me impide sentir verdadera pena al verlos renunciar, al que lo haga, a algo tan grande como es el sacerdocio en sí mismo. Hombres que ante las mismas cosas que vengo contando y por su situación (de sacerdotes) se encuentran en una postura aún más comprometida y costosa. Se van, o los obligan a irse, siempre que en algo (aun opinable) no estén dispuestos a someterse totalmente y los dejan, en tales casos, sin más aval ante ningún Obispo, sin más aportación de "currículo" de los servicios realizados, de la cantidad de actividades sacerdotales desempeñadas, nada; los dejan solos, totalmente solos de la noche a la mañana; igual de solos que todos los demás. A pesar, y "además", de ese amor grande al sacerdocio del que tanto se alardea en la Obra.

En la Obra, desde siempre, cuando más de dos sacerdotes viajan juntos, en el caso incluso de acompañar al Padre, alguno de ellos normalmente se vestía de paisano, para hacerlo (decían) más natural. En excursiones, en épocas de cursos de verano, etc., también se solía hacer. El propio Monseñor comentaba un día en la administración de una casa de ejercicios (Molinoviejo), a la que pasó acompañado de otros dos señores vestidos de seglares (estaban haciendo un curso de verano en la residencia contigua): "Hijas mías, no os asustéis (dada la total prohibición de que los seglares varones pisen las casas de las mujeres), estos dos que me acompañan son sacerdotes; pero, como ya sabéis, el hábito no hace al monje."

Se ha hablado toda la vida de que los sacerdotes de la Obra, ordenados después de acabar una carrera universitaria, cuando fuesen más suficientes para atender desahogadamente los ministerios sacerdotales, ejercerían también sus propias profesiones.

Adoptando, sin embargo, una postura reacia y despectiva a cualquier actitud de ese tipo de las que se vienen dando en la Iglesia de hoy. Es verdad que la Iglesia necesita quizá más que nunca del ministerio sacerdotal, y de la dedicación plena de éstos; su ejemplaridad extrema puede ser tal vez una aportación importante a las particulares circunstancias. Pero ¿por qué unos cambios tan bruscos en la Obra? Parece como si lo que buscaran fuese ir siempre a contracorriente, diferenciados.

Según Monseñor Escrivá, la Obra no tendría nunca escuela teológica propia, como prueba de su única vinculación a la Iglesia romana y universal. Pero la Obra ha necesitado y necesita centros específicos e independientes, con una autonomía muy peculiar, para formar sus propios núcleos de ideas, sometidas, vigiladas por el siempre único criterio de su presidente general. Con necesidad de -¿crear escuela?- determinar escuela si se prefiere.

Cabrían al respecto muchos ejemplos, de la Universidad de Navarra, de las distintas editoriales y organizaciones de este tipo montadas por la Obra. Como obras corporativas, como labores personales de los suyos, o como se quiera, pero al fin y al cabo promovidas y movidas por la Obra. Pero prefiero dejar estos temas a quienes los hayan vivido en el "ruedo"; yo sólo los conozco desde la "barrera".

Decía que la Iglesia tiene dificultades y que son estas dificultades las que la Obra enarbola para prevenir y aislar a los suyos. En la Iglesia hay, sí, sacerdotes y hasta obispos que personalizan y hacen daño, y desorientan, y está mal. Pero ¿quiénes son los que van más a lo suyo?, ¿quiénes los que más se desentienden del conjunto grande y amplio y necesitado?, ¿quiénes los más altivos a la hora de definirse a sí mismos como los mejores, los infalibles?, ¿quiénes, en todo esto, más atrevidos que los de la Obra?

¿Será, acaso, que los católicos más formados, los dedicados por vocación a hacer la Obra de Dios, y por motivos precisamente de esa dedicación, sean ellos los que tengan que vivir más replegados, más alejados, encerrados en su propia fortaleza, para no contaminarse con nadie? Lo que la Iglesia necesita de esos hijos fieles y preparados ¿será precisamente la prevención que en la Obra se vive? ¿De qué servirla un médico que huyera en las epidemias para no contagiarse?, ¿qué clase de caridad para los enfermos puede ser huir de las enfermedades con peligro? A mí, personalmente (a modo de ejemplo), al consultar sobre la conveniencia de leer o no un libro de Tresmonttant, a un sacerdote de la Obra, tuvo que contestarme (muy a pesar suyo) que lo leyera yo, que estaba ya fuera, y luego se lo comentara para que él me aconsejase; de otra manera no podía hacerlo.

Son retazos deslavazados; y, sin embargo, actuaciones muy concretas de cómo en la Obra se hace Iglesia, se mentaliza y se organiza a los suyos sobre lo que ellos conciben como ser Iglesia.

Lo que diga Monseñor Escrivá debe estar siempre muy por encima de lo que pueda decir otro Monseñor cualquiera (sobre la Iglesia, se entiende) por muy Monseñores que los demás sean. Lo que opine el Padre nunca será para los socios de la Obra rebatible por nadie, a ningún nivel de jerarquía. Será él quien determine lo aceptable o no aceptable para sus hijos de cualquier opinión de esa misma jerarquía. Así y sólo así se entiende esa afirmación (ya comentada) de Monseñor Escrivá, en la que asegura que <el que se sale de la Obra se sale de la harca y va a la oscuridad..

En la Obra, a instancias de su Fundador, se considera y venera la actitud de Santa Catalina de Siena con la Iglesia. Valiente y decidida al afrontar y defender la integridad de un Pontífice y contribuir con ello a salvar a la Iglesia. Para ellos cabe esa actitud frente a la Iglesia y frente al Papa. Pero no cabe, no se admite, no puede ser sino osadía y soberbia, la misma clase de actuación por parte de los miembros de la Obra, con alguna directriz de ésta con alguno de sus directores, que pueda afectar o recaer de alguna manera sobre la persona del Padre. En la Iglesia puede haber errores; en el Padre (según ellos), no.

Y yo, que creo en la instrumentalidad de Monseñor Escrivá dentro de la Iglesia de parte de Dios; que creo en su intención de desvelo y entrega personal a ella, a un apostolado sin regateos de esfuerzos ni cansancios; que creo en su amor a la Iglesia, no tengo el menor impedimento en encontrar a su vez errores serios, actuaciones muy corregibles del Padre frente a la Iglesia. Santo Tomás fue un gran santo, un gran teólogo, y tuvo errores también. Y sin embargo nada de esto cabe en la mente de los hijos del Padre, respecto de él, sino como una tremenda aberración, una auténtica deformación de la mente, una tentación diabólica que hay que rechazar.

La Obra es, por supuesto, una Asociación de la Iglesia. Pero ¿está la Obra integrada en la Iglesia? ¿Hay en la Obra, además del afán de servir, afán de aprender y de ser una hija más, sin condiciones, de la Iglesia? ¿Puede la Iglesia, tiene opción para perfeccionar o pulir la Obra como Asociación suya? ¿Debe tenerla?

Monseñor desea que la evolución jurídica de la Obra la lleve a ser una diócesis sin territorio, en la cual su obispo sería el mismo presidente general. Y yo me pregunto: ¿una diócesis sin territorio?, ¿de qué manera esa condición diocesana encajaría en el estilo suyo de gobierno, de dominio, de determinaciones? ¿De qué manera llegaría a una integración en la Asamblea de la Iglesia (Episcopal) a nivel de diálogo, cooperación, situación de igualdad, etc.?

Si ANTE LA OBRA SE HA RENDIDO LA SOCIEDAD, LA PRENSA, LA ECONOMIA, LA POLITICA; Y SI ES LA JGLESIA LA QUE, SIN EMBARGO, AUN MANTIENE SUS RESERVAS, LA UNICA QUE NO HA CONCEDIDO NI CEDIDO EN ALGUNAS COSAS, ESTOY SEGURA DE QUE SÓLO ES PORQUE LA QUIERE Y LA VALORA MAS Y MEJOR.

Dicen entre ellos que "si el Padre no tiene más entrevista con el Papa, y más intervención directa en las cosas del Vaticano, es porque hay malas actuaciones que le hacen la zancadilla". Cuando no pueden alardear de que ante el Padre las puertas se abren y las consideraciones se extreman, hay que achacarlo a la incomprensión, a la mala interpretación, a la actuación no recta de los demás, siempre de los demás. Nunca a la manera insuficiente e inadecuada en que se actúe desde dentro de la Obra. Ningún Papa, en consideración de los suyos, ha entendido hasta ahora debidamente a la Obra. El que venga, dice Monseñor Escrivá, el que venga, puede ser el siguiente o el otro, ése lo hará. Por eso "hay que pedir por el Papa que venga", insiste desde hace años el Padre.

En el Concilio Vaticano II, según contaba Monseñor en una tertulia en Barcelona, a un grupo de asociadas, en el año 66, lo único que saldría canonizado sería la santificación del trabajo ordinario, esencia del Espíritu de la Obra; y añadía, comentando algunas actuaciones de los socios que trabajaban en la Santa Sede por entonces, que todo ello era porque al Papa (continuaba bromeando) no sólo le sopla el Espíritu Santo.

Las ordenaciones de sus sacerdotes son cada año el destello enorgullecedor de la maravilla del sentido sacerdotal que la Obra promueve. Muchos jóvenes, todos con carreras, curriculum admirable. Se ordenan, yo diría, con todos los títulos que la vida, los medios de vida que han tenido, les ha hecho posible conseguir. ¡Ojalá muchos otros hubieran tenido las mismas posibilidades! Un grupo numeroso, sí, pero que a pesar de todo no es superior, por ejemplo, al que en Cracovia (una sola diócesis de Polonia) se ordenaron en el año 73 (fueron cuarenta y tantos), mientras que en la Obra son de setenta y tantos países; de esa misma nación habían salido también ese año 200 misioneros. En Roma, en julio del 75, se ordenaron 400 sacerdotes en la Basílica de San Pedro, de una sola vez; de todo el mundo, sí, como en la Obra.

Las comparaciones no tienen por qué ser odiosas cuando lo único que se pretende es objetivizar con ellas. Ante la ortodoxia de la Obra hay comparaciones que pueden seguir siendo aleccionadoras; quizá mejor REFLEXIONADORAS, ¡ ojalá lo fueran!

Hubo una época en la que se prohibió a todos los miembros del Opus Dei recibir a ningún jesuita en ninguna de las casas de la Asociación ni siquiera tratándose de algún familiar (hermano incluso) de los socios de ésta. Había que concebir a la Compañía como un peligro. Sí es verdad que hubo un tiempo, al principio de la Obra, en que algunos jesuitas dedicaron ataques muy especiales a ésta (en Roma y Barcelona especialmente). Esa vez, los motivos, justificados o no, no nos los explicaron, fue sólo una "indicación" (una orden) que cumplir, sin más razones, como tantas otras veces más.

Para los de la Obra, esa medida frente a la Compañía era una aleccionadora y conveniente actitud; lo mejor para el bien de todos, puesto que así lo disponían sus directores. Todo ello como componente de la universalidad y catolicidad de que la Obra se precia tanto.

Para los de la Obra -es un detalle más- el 19 de marzo, por encima del día del Seminario, es el santo de Monseñor Escrivá. El día dedicado a pedir especialmente por los sacerdotes es el aniversario de la ordenación de los tres primeros de la Obra; otro día distinto.

En mi experiencia personal puedo asegurar que hay una predicación constante y grande a los socios de la Obra, sobre la necesidad de amar a la Iglesia, de hacer Iglesia, de salvar a la Iglesia; pero encuadrada en todo este contexto de sucesos y hechos, con todos sus condicionamientos.

En la formación de la Obra se aprende a descubrir a la Iglesia, pero ha sido fuera y sólo ahora cuando he podido empezar a sentirme de veras Iglesia. Quizá porque la semilla es buena, pero dentro se ahoga; hay que sentirse ante todo de la Obra, sobre todo de la Obra.

Se ahoga y deja una tara grande, dura, difícil salir de ella. ¡Cómo cuesta!, cómo cuesta dejar tantas prevenciones sobre todo lo que no sea la Obra. Dejar esa mentalidad de que "sólo los sacerdotes de la Obra son seguros, son de confianza". "Sólo en la Obra se hacen las cosas como es debido." Movimientos apostólicos, homilías, escritos, celebraciones litúrgicas, todo lo que no sea la Obra ¡ojo! "que se cometen muchos errores", "es una pena (dicen a continuación) una pena ante lo cual debe evitarse la crítica (no la censura), rezando por esas personas". Pero una pena que forja, fomenta hacia todo lo que no sea la Obra, una desconfianza total, una prevención constante. Algo muy difícil de superar. ¿Me estaré pasando al enemigo?, te oyes por dentro cuando me parecen buenas, estupendas, otras cosas que no son la Obra. Cuesta, hace falta tiempo, tiempo para que se vaya cayendo ese caparazón que crean para salir de ese estado de conciencia, para liberarse de tal mentalidad, aun tratándose de personas, como en mi caso, por ejemplo, poco dadas a fanatizarse.

Hay quien cree que sin esa armadura, sin esa ayuda y protección de la Obra, es imposible ser santos. Hay quien encuentra que prescindir de ello es una temeridad. Hay quien se siente impotente, y se sigue refugiando en ella, aun a costa de todos los problemas que le suponga. Los hay cuya mentalización alcanzada es tanta, que creen realmente que la Obra es lo único infalible, por lo que abandonarla es esa enorme locura que tanto deja que desear de la persona.

Yo, por mi parte, puedo seguir asegurando que no he llegado a echar de menos ninguno de sus cuidados, de sus charlas, de sus consejos, de sus diálogos, de sus apostolados, nada. Porque era eso precisamente lo que me costaba y me repelía, por contradictorio.

No me siento desmerecida. He dejado la Obra, y me he encontrado más con la Iglesia. Con una Iglesia llena de problemas, de necesidades, necesidades reales y serias, objetivas, distintas a las de la Obra (tan rebuscadas) que tanto preocupan y ocupan a los suyos. Con una Iglesia compuesta de personas llenas de egoísmo, de bajezas humanas. Pero con una Iglesia que trasciende en la realidad de Cristo. Que tiene una cabeza visible, humana, y por humana con limitaciones y debilidades constatables a lo largo de la historia. De una historia que a su vez es toda una garantía de la solidez de un Magisterio que trasciende a la persona.

En la Obra, la fidelidad a la Iglesia tiene que ser una consecuencia de la fidelidad al Padre; a mi entender, y quizá una de las causas por la que estoy fuera, la Iglesia va antes que la Obra. La palabra del Papa antes que la del Padre; y muchos escritos de nuestro siglo muy por encima de los de Monseñor, sin el menor deseo de desmerecer a nadie. Y eso en la Obra no es admisible.

Dicen que la Iglesia para Monseñor es su pasión dominante. En las tertulias a que él asiste debe evitarse hablar de temas referentes a las cosas que pasan en la Iglesia, para no hacerle sufrir. Está -se cuenta del Padre- enormemente afectado por todo lo que pasa en la Iglesia. De donde lógicamente hay que intuir una desgraciada y negativa situación de toda ella frente a la cual sólo queda la ortodoxia de la Obra.

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