Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Los hijos del Padre
Los hijos del Padre
Autor: Alberto Moncada
Índice del libro
1. Playa de Gandía
2. Los insomnios de Antonio
(1948-1953)
3. El diario de Mariano
(1953-1958)
4. Los insomnios de Antonio (1958-1967)
5. El diario de Mariano
(1967-1969)
6. La huída
7. Playa de Gandía
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LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada

CAPÍTULO 2. LOS INSOMNIOS DE ANTONIO (1948-1953)

-¡Mamá! ¡Mamá!

Un grito despertó a la pareja. Antonio se sobresaltó, mientras Irene acudía rápida a la habitación de Antoñito. Volvió en seguida.

-Este niño, con tanta película y tantos tebeos, tiene unos sueños delirantes.
¿Sabes lo que soñaba? Pues que salía de la tele un monstruo marino y le devoraba.

Antonio sonrió en medio del sopor de las primeras horas de la noche e intentó dormirse otra vez. Pero en su memoria se mantenía el recuerdo de su encuentro con Marlano. Volvió a pasarse mentalmente su película, esa película que empezaba en 1948, el año en que inició sus estudios de Derecho.

Los Cuadrado vivían desde que acabó la guerra en el piso principal de la calle Martínez Campos 17, en el madrileño barrio de Chamberí.

Diariamente, Antonio subía y bajaba cuatro veces la calle, camino del colegio de los hermanos de La Salle, al otro lado de la Castellana. Don Leoncio Cuadrado había prosperado con su negocio de repuestos para automóviles, que había abierto en Madrid valiéndose de las amistades y contactos que, como antiguo empleado de la Ford, había ido acumulando desde los años treinta. Muchos coches habían resultado descompuestos en la contienda, los parques oficiales necesitaban aprovisionarse y, desde su oficina de los bulevares, el señor Cuadrado regía un variado mundillo de representantes, vendedores y empleados de mostrador, viendo aumentar sus cifras de venta y ganándose el respeto, entre otros, de don Manuel, el director del Banco Hispano, quien, como una y otra vez escuchaba Elena de labios de su marido, "se fió de mí desde el primer momento".

Antonio crecía en ese ambiente de la clase media madrileña que había suspirado aliviada al acabarse el infierno en la capital y, que año tras año, entre privaciones y sacrificios, veía consolidarse los valores, las tradiciones, las costumbres de antes de la guerra. Don Leoncio había votado por la CEDA y, cuando volvió a Madrid como alférez con las primeras filas victoriosas, envió a decir a su mujer - que esperaba con los niños en un pueblo de Ávila - que la casa de Argüelles estaba destruida, pero que pronto tendrían otra mejor. La fe en la reconstrucción de una España trabajadora, sólidamente basada en la fe cristiana y en el respeto y admiración por el Caudillo, bastaron a don Leoncio como filosofía de la vida para resolver sus primeros conflictos y sus primeras dudas sobre el nuevo orden de cosas. Su amistad con el coronel Contreras, hecha de confraternidades de trinchera, le había resuelto más de un problema con los cupos de neumáticos, las primeras licencias de importación y la sindicación de sus empleados. Don Leoncio supo asociar al coronel a sus negocios de forma discreta. Su instinto de comerciante le decía que la protección militar garantizaría a empresarios como él un fecundo capítulo de prosperidad y, por consiguiente, de progreso para el país.

En octubre de 1948, Antonio pisaba por vez primera el viejo caserón de San Bernardo. Con su notable en la reválida del bachillerato y ante la admiración de sus padres, de sus hermanos y, sobre todo, de la tía Carmen, se disponía a emular las glorias jurídicas del abuelo Juan, que fue notario de Lugo, donde su hija Elena enamoró al joven Leoncio Cuadrado en el verano de 1925.

Pronto descubrió Antonio que la facultad era una prolongación de los años patrióticos de su estancia forzosa en Ávila y, sobre todo, de su bachillerato en La Salle. El profesor Conde les adoctrinaba con su teoría del caudillaje y su explicación del curso de la historia occidental como una sucesión de liderazgos, que en España encontraba con Franco un indiscutible hito de superación de patéticas divisiones y regímenes individualistas. Y aunque el derecho romano les mostraba el funcionamiento de una sociedad basada en lo tuyo y lo mío, los profesores, y en especial aquel joven ayudante, Miguel García, jerarca del SEU, se esforzaban por inmunizarles contra el derecho burgués mediante amplias dosis de corporativismo.

Pero la calle de San Bernardo y sus alrededores empezaron a ejercer sobre los diecisiete años de Antonio otras importantes influencias. Descubrió que el duro que don Leoncio le daba cada lunes, bien administrado, podía abrirle la puerta de placeres hasta entonces desconocidos y de novedades inasequibles a sus anteriores años de colegial. Si, además, hacía a pie el recorrido desde su casa, podía también ahorrar la dotación de transporte. Con dos compañeros de colegio que estudiaban como él primero de Derecho, comenzó a descubrir el mundo de los billares y tabernas de la zona. Nunca había bebido vino más que los domingos en su casa, y una vez en el colegio, cuando los hermanos de La Salle ofrecieran una comida a los componentes del equipo de fútbol, vencedor en el torneo intercolegial. Por veinte céntimos cada uno, Antonio y sus amigos podían permanecer dos o tres horas en el bar Quico tomando chatos y calamares y disfrutando del privilegio de contarse sus cosas y comentar las impresiones de la facultad, sin control de los mayores, en lo que entonces les parecía un festival de libertades. Miguel, el gracioso del trío, se había hecho amigo del cerillero del bar, el cual les proveía de tres Ideales por tarde, que ellos consumían con un largo rito de desliar y volver a liar la ración.

Una tarde, Miguel descubrió que, en la mesa de enfrente, una mujer de mediana edad le sonreía cuando encontraba su mirada. En voz baja transmitió la novedad a sus amigos, que comenzaron furtivamente a mirarla a su vez, con desasosiego en el cuerpo. Sólo dos semanas antes Antonio había vuelto al colegio a confesarse con el padre Genaro, que le conocía desde chico y a quien confiaba sus temblores de adolescente y sus masturbaciones. El padre había insistido mucho en la importancia de mantener la pureza como garantía de aprovechamiento en el estudio y le había despedido con un abrazo de amigo y un: "Confío en tu devoción a la Virgen." Aquella noche, de regreso del bar, Antonio se sentía intranquilo. Los gestos de aquella mujer, su rojo colorete, le habían enardecido el pulso. En medio del rosario que rezaba antes de dormirse se le colaba el recuerdo del abultado pecho de la hembra y del entrecruce de piernas que se traía la tía; Al día siguiente, Miguel les contó la novedad. El cerillero le había explicado que la Patro - así se llamaba - era experta en desvirgar estudiantes a diez duros e iba a citarse con ella aquella tarde.

Antonio pasó dos semanas horribles. El cuerpo de la Patro reaparecía en cada página de los libros y a cada momento de soledad. Miguel no había sido muy explícito sobre su experiencia, y ello añadía más intriga al asunto. Antonio se enfadó con él cuando descubrió en la tapa de su flamante cuaderno de apuntes, un chafarrinón a pluma que decía: Soy virgo y te digo: detente, enemigo. En casa, rehuía la mirada de sus padres, por miedo a que descubrieran su estado de ánimo. Ya había tenido que soportar un chaparrón de gritos y bofetadas de don Leoncio un día, no lejano, en que le sorprendió masturbándose en la cama con un París Hollywood arrugado debajo de la almohada.

Una tarde no pudo más y le pidió al cerillero las señas de la Patro. Al subir los crujientes escalones de madera carcomida de la vieja casa en la calle del Pez, el corazón le latía con fuerza. La Patro en persona le abrió la puerta. Al verla de cerca, con arrugas en la cara y un diente medio ennegrecido, estuvo a punto de volverse. Pero la Patro le cogió por un brazo, le tentó el sexo a través de los pantalones y le metió hacia dentro. "Anda, guapo, que te voy a calentar ese cuerpo sandunguero." Todo ocurrió muy deprisa. Al terminar, y mientras jadeaba en la cama y la Patro ocultaba de nuevo sus formas fláccidas, le entraron ganas de llorar. Se despidió con un beso torpe en la mejilla de la hembra. "Vuelve cuando quieras, chaval." Echó a andar deprisa calle San Bernardo arriba. Le dieron ganas de meterse en el convento de las Esclavas, frente a su casa, para confesarse, pero sintió vergüenza. A duras penas logró mantener la compostura durante la cena. En seguida, corrió a su cuarto y se derrumbó sobre la cama. Quería dormirse pronto, sin pensar, sin hacerse cuestión de su experiencia. Y desgranando el rosario, con los ojos llenos de lágrimas, Antonio Cuadrado, congregante de la Virgen, logró calmar su ahogo y entró en un sueño profundo.

A partir de ese día, trató de concentrarse en sus estudios. Dejó de frecuentar los garitos de la zona, abandonó la amistad de Miguel y logró ser admitido en el grupo de fútbol de la facultad, dedicando sábados y domingos al deporte que le había hecho famoso entre sus compañeros de colegio.

Don Leoncio acostumbraba a citarle un par de veces por semana en la oficina de los bulevares, para hablarle "como a un hombre" del desarrollo de sus negocios.

-Si no sacas la oposición al terminar la carrera -le dijo una tarde -, creo que no estaría mal que te vinieras conmigo. Tus hermanos son aún muy pequeños, y yo tengo planes en la cabeza que no puedo confiar a los empleados. España tiene que desarrollar un parque automovilístico importante; así lo han hecho las naciones que nos preceden en el progreso. Sin carreteras y transporte, no hay desarrollo. El general Franco, como buen estratega, así lo ha dicho a sus íntimos, según me he enterado. Van a preparar un plan de reparación y ampliación de la red que construyó Primo de Rivera, y se habla de montar una gran fábrica de camiones. Yo quisiera transformar nuestro. comercio en una central de abastecimiento de repuestos, con sucursales en todas las provincias y relación directa con las compañías americanas que fabrican en serie millones de piezas. Un abogado como tú, mirando por tus propios intereses, sería capaz de organizar esa red, viajar al extranjero, tratar con el Estado. España tiene que dejar de ser un país agrícola, y ahora que disfrutamos de paz y autoridad, vuestra generación debe olvidar el pasado de verbena y señoritismo para construir de verdad una nación moderna.

Antonio admiraba ese tesón de su padre, y aunque en principio no sentía atracción por el comercio, comenzó a valorar esa laboriosidad diaria, ese afán de superación tan escaso entre sus compañeros de facultad, la mayoría de los cuales se conformarían con entrar al servicio del Estado con un sueldo seguro. Profundizó en el estudio de la economía política y, bajo la protección benevolente de don Leoncio, se dedicó a leer algunas traducciones españolas de economistas clásicos. Don Manuel, el director del Banco, tomó la costumbre de llamarle "nuestro asesor jurídico" y le regaló la colección completa de una revista de economía y finanzas. Pero Antonio continuaba indeciso. No podía olvidar las historias que la tía Carmen contaba de las tertulias del abuelo Juan, de cómo se le respetaba en toda la provincia, de cómo venían de los pueblos a pedirle consejo sobre mil vicisitudes familiares y patrimoniales. La tía Carmen se expresaba con un especial orgullo al relatar las veces en que los políticos de Madrid, que venían a preparar las elecciones y conseguir votos, paraban en casa del abuelo y se enzarzaban con él en largas conversaciones sobre el futuro de Galicia y el porvenir de España.

Terminó el curso, y Antonio logró dos sobresalientes, una matrícula de honor en economía y un notable. La tarde en que trajo la matrícula, don Leoncio le introdujo en su despacho y, entregándole un cheque, le dijo: -Estoy muy satisfecho de ti. Ahora que tienes tres meses de descanso quiero que vayas con tu madre y tus hermanos a Avila. Pero tienes mi autorización para venirte a Madrid los viernes y los sábados y volver conmigo los domingos. Pasaremos juntos esos dos días en la capital, y espero que eso contribuya a hacerte más hombre.

Antonio se sentía efectivamente más hombre, sentado en la terraza de un bar de Argüelles, bebiendo cerveza con los dos empleados más jóvenes de su padre, que le respetaban y se dejaban invitar por él en compensación. En Avila, salía de excursión al campo con sus antiguos compañeros de juego. Una tarde, al regresar a casa, oyó voces en el comedor y, al entrar, vio a Pili, su hermana, con una amiga nueva.

-¿Quién eres tú, preciosa? -le dijo desde sus dieciocho años llenos de aplomo.

La chica enrojeció. Pili se adelantó:

-Es Amparo, una compañera de colegio que ha venido también a veranear a Avila. Su padre es militar.

Bromeó Antonio con las chicas un rato, pero, aquella noche, las trenzas rubias de Amparo y sus profundos ojos negros no se le iban de la memoria.

Aquel domingo hubo una excursión de chicas y chicos a un santuario cercano, y Antonio se encontró emparejado con Amparo. Casi sin darse cuenta, empezó a contarle sus éxitos deportivos, sus exámenes y sus dudas acerca del futuro. Amparo le miraba con sus grandes ojos abiertos, y su dulzura alentaba el discurso de Antonio. Al volver, la acompañó hasta su casa y le acarició el talle hasta hacerla enrojecer de nuevo. Desde aquel día, se hacía el encontradizo con Amparo, y Pili se extrañó de que su hermano, que siempre la llamaba mocosa y nunca le hacía caso, le preguntara una y otra vez sobre los sucesos del colegio.

-¡No me digas que te gusta mi amiga! i Pero si es la más cursi de la clase!
-iTú sí que eres cursi, so tonta! - se enfadó Antonio.

A finales de verano, Antonio y Amparo eran novios formales a los ojos de toda la pandilla. Todas las tardes, en su compañía, desgranaba sus ideas y sus planes de futuro, sintiéndose seguro ante la mirada de admiración y aprobación de la chiquilla. El amor de Amparo le parecía el asidero más firme para su madurez. Sin que ella le dijera nada, se iba decidiendo paulatinamente por el comercio, y pronto construyó un sueño de hogar confortable, de mujer solícita, en perfecta reproducción de lo que había visto en sus padres.

"Por tu amor, Amparo, me siento capaz de todo", le decía muy convencido.

Con los primeros besos y las primeras caricias, descubrió también la dureza y morbidez de su cuerpo de mujer y se impuso como un deber de caballero cristiano el no mancillar ese cuerpo, para recibido intacto después del matrimonio.

Don Leoncio notó el cambio y, sin hacer comentario alguno, se dijo para sus adentros que aquella niña sería el mejor aliado de sus planes.

Comenzó el nuevo curso, y Antonio inició su vida ordenada de estudio, deporte y noviazgo. Todas las tardes recogía a Amparo a la salida del colegio y la acompañaba a su casa, con la tácita aprobación de los padres de la muchacha. Los domingos iban al cine y, a veces, organizaban guateques caseros con parejas similares. Pero pronto ocurrirían los sucesos que doña Elena daría en llamar la tragedia de los Cuadrado.

Desde finales de octubre, Antonio notaba que Ortega, un compañero de curso, se hacía el encontradizo con él. Ortega era un muchacho serio, con fama de empollón, que siempre ponía cara adusta cuando alguien soltaba una verdura y que había logrado obtener tres matrículas en primero.

Una mañana en que la ausencia imprevista de un catedrático había cortado las actividades de la clase a las once, Ortega le dijo que quería hablar con él Salieron a la calle y, San Bernardo abajo, llegaron a la Gran Vía y continuaron por Princesa.

-Supongo -le dijo Ortega - que te habrás dado ya cuenta de que la mayoría de la clase sólo piensa en sacar el título para colocarse y prosperar. No hay muchos con vocación de líder, con ilusión de servicio, de sacrificarse por los demás. En la residencia vemos el prestigio profesional como instrumento de apostolado, no como algo personal. La inteligencia es un don de Dios que hay que poner a su servicio, y el Señor quiere que España vuelva a la grandeza de sus santos y de sus héroes, no a través de luchas y conquistas, sino mediante la ordenación cristiana de la sociedad. ¿Tú has leído Camino?

Antonio confesó que no. Animado por la sinceridad de Ortega, le contó sus problemas de fe, circunscritos básicamente a la cuestión de las chicas, y la solución que había encontrado en el noviazgo.

-Estoy de acuerdo en que hace falta gente como la que tú dices, pero yo creo que me debo a la continuación de losnegocios de mi padre, aunque, eso sí, haciendo las cosas honradamente y colaborando a ese plan cristiano de la sociedad de que me hablas.

-Te voy a prestar Camino. - Y Ortega puso en sus manos un librito forrado de azul-. Cuando quieras, charlaremos de él. Yo tomo el metro aquí. Ya nos veremos mañana.

Antonio se quedó solo en la confluencia de Urquijo con Princesa y, metiéndose el libro en el bolsillo, caminó hacia la parada del 62, que le dejaba frente a su casa. Las palabras, y sobre todo el tono de la voz de Ortega, le habían impresionado. Abrió el libro y leyó el primer punto: Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra con tu vida de apóstol la señal viscosa y sucia que deiaron los sembradores impuros del odio y enciende los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en tu corazón. La dureza de la frase le impresionó. A su memoria acudieron las palabras del jesuita con el que había hecho los ejercicios espirituales durante el último año del colegio: "Alistarse bajo las banderas de Cristo y renunciar por él a la afirmación propia es signo de felicidad en esta tierra y de predestinación para la vida eterna."

Juan Céspedes, un compañero de clase, profesó como jesuita diez días después. "¿Qué habrá sido de él? ¿Estará más contento que yo, con mis planes y mi Amparo?"

Tres días después, él mismo buscó a Ortega.

-He leído Camino por completo y me ha gustado mucho.

Es fuerte, ¿no? No he comprendido algunas cosas y me gustaría que me las explicaras. Por ejemplo, eso que dice de que el matrimonio es para la clase de tropa. ¿No te parece un poco despectivo hablando de un sacramento?

-No tienes que verlo así, Antonio, sino comparándolo a la castidad, el Amor con mayúscula. Si quieres, vente esta tarde por la residencia y te presentaré a un cura que te lo explicará mejor.

Aquella tarde, envió a decir a Amparo que no iría a recogerla y encaminó sus pasos a las señas que le habían dado: Padilla, 1, primero, izquierda. Le abrió un chico de poco más o menos su misma edad, que le sonrió y le invitó a pasar.

-¿Está Ortega? - preguntó.
-Dirás Carlos. Aquí nos tuteamos todos. Sí está. Espera un momento.

Segundos después, aparecía Carlos Ortega.

-Hola, Antonio. Te voy a enseñar la residencia. Ésta es la sala de estudios -le explicó en voz muy baja, señalándole un cuarto en que se apiñaban diez o doce chicos, en riguroso silencio, sentados a lo largo de varias mesas -. Y éste es el oratorio. Está el Señor, ¿sabes?

Antonio entró en una habitación oscura. Cuando se acostumbró a la escasa luz del velón, vio un altar rodeado de sillas de enea, donde permanecían inmóviles dos o tres muchachos. Se quedó allí unos minutos de rodillas. Uno de los chicos encendió una pequeña luz y leyó de manera muy pausada y casi en un susurro algo que le recordó Camino.

Carlos le hizo salir del oratorio y lo llevó por un largo pasillo. Se pararon ante un cuarto cerrado y su compañero golpeó la puerta. "Avanti", se oyó decir desde dentro. Al entrar, vio a un sacerdote joven, vestido con una sotana esmeradamente planchada y un alto alzacuellos, sentado frente a un escritorio sencillo, rodeado de estantes con libros.

-Don Jesús, éste es Antonio Cuadrado, compañero de curso, que quiere charlar un rato con usted.

-Con que un jurista, ¿eh? Siéntate... ¿Qué es lo que más te gusta del derecho? -le preguntó al salir Carlos.

Antonio volvió a relatar sus primeras ilusiones y sus preocupaciones actuales. Don Jesús le escuchaba solícito, jugueteando con un cortaplumas negro.

-Mira, Antonio, nosotros, en la Obra, vemos con muy buenos ojos el matrimonio. Incluso el Padre está pensando en admitir casados dentro de nuestro instituto. Pero a algunos el Señor nos pide más, porque necesita hombres como Pedro, y Pablo, y Juan, en medio del mundo, para cristianizarle desde dentro, liberados de las ligaduras de la carne y de las ambiciones del triunfo personal. Yo soy ingeniero y hubiera podido entrar en la empresa de mi abuelo. Tampoco se me daban mal las chicas, y mi vida hubiera podido ser más o menos como la que tú me estás describiendo. Pero el Padre me enseñó a no ponerle peros al Señor, a no decirle que no, y hace ya diez años, cuando más me costaba el renunciamiento entré a preguntarle en el oratorio: "Si me pides todo esto, ¿qué me irás a dar?" No te hagas cuestión de estas cosas, porque, si Él lo quiere, te lo pedirá. Tienes que profundizar en tu vida cristiana, jugar limpio con tu novia... En todo eso podemos ayudarte. Ven a estudiar por casa y, si quieres, habla con el director para que te fije un plan de vida. A mí podrás verme siempre que te apetezca. Pero con cita previa, ¡eh!, porque somos muchos y hay que cuidar el orden.

Antonio salió de Padilla con un montón de ideas zumbándole en la cabeza. El camino hacia su casa era prácticamente el mismo que seguía de colegial, y los recuerdos de aquella época se fundían con las cosas que había visto y escuchado aquel día y que apelaban a ese fondo de inseguridad radical del que sólo salía confiándose a un sacerdote.

Cada vez que pensaba en temas religiosos, más allá del pecado, no podía evitar el recuerdo de aquel Cristo grande, de madera negra, que había en la capilla del colegio y en el que sus ojos se habían ido fijando, año tras año, durante las muchas horas que los hermanos los mantenían dedicados a los ejercicios de piedad.

Se durmió con esa sensación indefinible que había experimentado en algunos de sus días de colegial, después de unos ejercicios espirituales o alguna práctica similar. Le parecía pertenecer a dos mundos, uno real y manejable, compuesto de las experiencias diarias de su vida, y otro misterioso y mágico, nacido de las cosas que le decían sobre Dios y la otra vida, que en tales ocasiones se convertía en algo sobrecogedor. A la mañana siguiente, Carlos Ortega le preguntó sonriente:

-¿Te has entendido bien con don Jesús? ¿Verdad que es un cura estupendo?

Antonio le confió sus nerviosismos, cómo ese tipo de encuentros suscitaba en su mente un caudal de ideas contradictorias que amenazaba con trastornar la tranquilidad necesaria para estudiar y hacer planes sobre su futuro, del brazo de Amparo.

-No te lo tomes así, hombre. Nadie va a quitarte tu libertad. El Padre suele decir que la razón más sobrenatural para entrar en la Obra consiste en el "porque me da la gana", y que las puertas permanecen bien abiertas para el que no quiera perseverar con la voluntariedad actual.

Pasaron dos meses durante los cuales Antonio recuperó la calma y, sin planteárselo explícitamente, renunció de hecho a aquellas novedades. No le dijo nada a Amparo sobre su experiencia, porque temía que la niña trataría de interrogarle y de profundizar en asuntos de los que no quería hacerse cuestión. Pero días antes de las vacaciones de Semana Santa, Carlos, que le había dejado en paz todo ese tiempo, se le acercó una mañana.

-No sé si tienes costumbre de hacer ejercicios espirituales todos los años, pero te aviso que la residencia organiza una tanda para los cuatro primeros días de Semana Santa. Los dirigirán don Jesús y don Antonio, otro sacerdote de la Obra, y se darán en Molinoviejo, una finca de la Obra en la sierra. Todavía quedan plazas y son muy baratas.

Antonio le contestó que había pensado ir a Avila durante esos días. En realidad, como se decía a sí mismo al volver a casa, no había tal plan, pero la propuesta le había hecho sentirse incómodo de nuevo. Le daban ganas de rehuir a Carlos cada vez que se lo encontraba, porque planteaba las cosas de una manera radical, sencilla, pero tajante. Todo lo contrario de don Benito, aquel cura amigo de los padres de Amparo que una tarde de verano les hizo compañía en su casa y que, mientras merendaban, cantó las excelencias del matrimonio cristiano. Incluso escandalizó un poco a la madre cuando dijo que la Iglesia debiera revisar el asunto del celibato eclesiástico, ya que la soledad del sacerdote es el peor enemigo de su apostolado. "Yo espero - decía - que el mundo eclesiástico católico dejará de ser un mundo de varones gobernados por leyes y protocolos, jerarquías y papeleo, y se convertirá en una levadura de cariño, comprensión y ejemplo en el seno del mundo ordinario, siendo más testigos de la fe que cruzados de ella. Así lo han comprendido los protestantes, y creo que su influencia moral en la sociedad moderna es más profunda que la nuestra. Yeso supone permitir el matrimonio a los curas." Esa manera de ver las cosas le caía mejor a Antonio que la severidad de los jesuitas en los ejercicios colegiales, con sus arengas de las dos banderas, y le empezaba a dar la impresión de que los de Padilla se acercaban más a esto que a aquello. Por la tarde, Amparo le sorprendió con una novedad. Sus padres habían decidido pasar la Semana Santa en casa de unos parientes en Barcelona y ella tendría que acompañarles. Antonio se molestó.

-O sea que vas a dejarme solo durante todas las vacaciones...

-No te pongas así, chato - repuso Amparo, mientras le acariciaba zalamera el pelo -, que son muy pocos días y, mientras, te escribiré una carta cada día.

Al dejar a Amparo, y bajo los efectos del enfado, Antonio encaminó sus pasos a Padilla y solicitó ver al director. Juan Cortés, con su título recién estrenado de doctor en Medicina, le recibió en su sobrio cuarto, fumando una cachimba.

-Vengo a apuntarme para los ejercicios de Semana Santa -le dijo Antonio sin más preámbulos.

-¡Hombre! Llegas justo a tiempo para ocupar la última plaza. Supongo que CarJos te habrá explicado el plan, ¿no?

-Sólo me ha dicho que son en la sierra.

-Me refiero a si te ha hablado de nuestro estilo. Se trata de pasar cuatro días en verdadero silencio, oyendo y meditando las charlas y oraciones y hablando sólo con el cura y el director. Es una ocasión única para tratar de verdad con el Señor y trabar amistad con Él. De modo que hazte a la idea de meterte dentro de ti mismo y salir con unos cuantos propósitos concretos. Tienes que coger el tren para Ortigosa del Monte en el andén de cercanías, a las siete y media. Allí te encontrarás a unos cuantos de la residencia. Únete a ellos y te llevarán hasta Molinoviejo y efectivamente, el domingo de Ramos por la tarde, Antonio encontró alguna cara conocida de Padilla en el andén de la estación.

Subió con el grupo al tren. Le tocó sentarse al lado de un estudiante de Ingeniería, que esgrimía su flamante regla de cálculo y se pasó el viaje explicándole medidas. A él lo habían "pescado" para los ejercicios, según dijo, porque el director espiritual de su hermana era un sacerdote de la Obra y no pudo evitar prometer a su madre que dedicaría unos días a las cosas del alma.

-Yo no tengo mentalidad humanista, como decís vosotros, y pienso que las cosas de la vida o se pueden medir o no vale la pena discutidas. La religión es de estas últimas, y no creo que saque nada en limpio imaginando cómo será la otra vida. Mi padre, que estudió en el Instituto Escuela, se pone muy pesado sobre lo que él llama la ética ciudadana no sacralizada, pero a mí me parece que lo que pasa es que la gente tiene mucho cuento y no quiere trabajar en serio, y que la masa necesita líderes racionales. Hay mucha gente en la Escuela de Caminos que piensa como yo.

Antonio no tenía ganas de comentar nada, porque sólo pensaba en Amparo y en que pasaran pronto esos días. Cuando pidió dinero a su padre para los ejercicios, éste le alabó el gusto. "Me parece una buena idea. Yo también pensaba ir a las conferencias del padre Aguirre. Hay que limpiar fondos y acordarse de vez en cuando de que esta vida es sólo un tránsito." Esa actitud paterna fortaleció su decisión. No iba a permitir que una mocosa condicionase su vida. Pero, en el tren, comprendió que aquello no era más que una rabieta, y al pensar en los cuatro días de soledad que se le venían encima, se reprochó su súbita determinación. En fin, ya estaba hecho. Al bajar del tren, era de noche. Siguió con los otros un sendero que llevaba hasta la carretera de Segovia. Cruzaron ésta y entraron en la finca, un pinar frondoso. Al final de la avenida, una casa grande, precedida por un patio enlosado con una fuente en el centro. Pasaron a un salón amueblado en el mismo estilo que su casa de Avila, sillas y mesas, armarios y sofás de madera negra y una chimenea con un trofeo de caza. Eran unos treinta. Reconoció a Juan Cortés, el director de Padilla, que también lo era de la tanda. Con su pipa y repartiendo sonrisas, iba acomodando a los ejercitantes en pequeñas habitaciones. Antonio le tocó compartir con otros tres una sala más grande, al final de un largo pasillo.

Desde niño, se había acostumbrado a que se lo dieran todo hecho, y sólo aquellos dos años de universidad habían representado una cierta autonomía de comportamiento y de elección en el empleo del tiempo. Ahora regresaba al orden marcado por el colegio y sus padres, se decía mientras deshacía la pequeña maleta y ordenaba sus cosas en un armario empotrado cerca de su cama.

Pasaron todos a un comedor, con una mesa central y varias otras de cuatro comensales. Advirtió que unos cuantos muchachos se esmeraban mucho en atender a los demás y exhibían una constante sonrisa. "Éstos deben de ser de la Obra", se dijo. Cuatro o cinco chicas, esmeradamente vestidas de negro, con cofia y delantal blanco, servían en silencio. El ingeniero de Caminos, que seguía a su lado, trató de hablar a una de ellas. Inmediatamente, el chico que se hallaba a su izquierda le dijo:

-No es costumbre hablar directamente con la administración. Pídele al director lo que quieras.

Antonio y el ingeniero se quedaron de piedra, pero el otro los fulminó con una ampliación de su sonrisa y un "Son las reglas de la casa".

Después de cenar, entraron en el oratorio. Estaba construido como un coro conventual, con dos filas de asientos unos frente a otros. Al fondo, un altar de piedra con otra fila detrás, y en el altar, con el sagrario, seis candelabros.

Una vez todos acomodados, se apagaron las luces y se encendió una pequeñita sobre una mesa situada al lado del altar. Desde ella, un sacerdote empezó a hablarles. Antonio quedó impresionado por la "mise en scene" y, poco a poco, se encontró prendido en la plática.

"Nuestras vidas son como un chispazo en el misterio de la eternidad. Lucen un instante y se apagan. Para que no se apa.

guen del todo y para siempre, hemos de mantenemos conectados con ese potente caudal de energía que es Dios, encarnado en Jesucristo. Con Él, seremos permanentes. Sin Él, una leve pavesa, un poco de humo, nada. Nuestra fe católica es la única explicación que da sentido a la vida, que la hace soportable, que ilumina sus oscuridades y sus sobresaltos. En estos días, tenéis que volver a encontrar ese caudal de energía y pedirle a Jesús que, por la intercesión de su santísima Madre, os ayude a dejar la piara donde hozan tantos hombres sensuales y convertiros en mesnada, en ejército de alegría y paz, en la nueva raza de apóstoles que él quiere establecer dentro de su Iglesia."

Durante media hora siguió la plática. No se oía una tos, ni un movimiento. Los treinta ejercitantes parecían ensimismados, aunque Antonio creyó ver por el rabillo del ojo que el ingeniero bostezaba y se removía en su asiento.

Al salir del oratorio, todos en silencio, se dirigieron a sus habitaciones. Antonio se arrebujó entre las mantas. Sentía frío y desconcierto. Y miedo. Quería dormirse pronto y no pensar. Tras unos segundos de lucha, el cansancio y la tensión le rindieron y se quedó profundamente dormido. Al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, más pláticas, más sermones, algunos en la sala de estar, con Juan Cortés como protagonista. Entre acto y acto, viacrucis, rosarios, paseos por la pineda. Antonio se sentía aplastado por los argumentos de las charlas, por el ambiente. La última tarde tuvo una conversación con don Jesús. Quiso llevarle a su terreno, a sus ilusiones para el futuro, a su amor por Amparo. Don Jesús, cortés pero firme, le interrumpió.

-Mira, Antonio, todo eso está muy bien, pero tu visita a Molinoviejo es probablemente una indicación cariñosa del Señor para que profundices en el sentido de tu vida. Piensa que lo más fácil es conformarse con una vida cristiana, protegida por el apoyo de la autoridad y glorificando a Dios como uno más. ¿No has reflexionado nunca en la parábola de los talentos? Él te ha concedido un número importante de posibilidades. Tienes estudios, inteligencia, una capacidad de influencia. ¿No se te ha ocurrido que podrías darlo todo? Yo no te presiono, pero éstos son momentos en que hay que mostrarse valiente con uno mismo. Luego, en Madrid, tus circunstancias ahogarán estos planteamientos radicales, y tú, que a lo mejor has nacido para caudillo, te conformarás con ser soldado de a pie.

Antonio se sentía interiormente desgarrado. No tenía argumentos que oponer a la contundencia de los de don Jesús. Se aferraba a su felicidad, a sus planes para el futuro largamente conversados con Amparo. Entraba en el oratorio y, en la semioscuridad del recinto, la luz del sagrario parecía hacerle guiños.

Salió confuso de los ejercicios. Pasó unos días de vacaciones, los que quedaban de Semana Santa, desasosegado y de mal humor. Y para colmo, Amparo se encontraba lejos y su presencia cariñosa, sus grandes ojos no estaban allí para calmarle.

El Domingo de Resurrección, Carlos le llamó por teléfono y le invitó a una merienda que se celebraba en la residencia.

-Tráete algo para contribuir -le sugirió al colgar.
Al entrar en Padilla, oyó cánticos procedentes de la sala de estar. Entró y se unió al grupo de unos veinte que, bajo la dirección de don Jesús, cantaban una canción gallega. Al terminar, se repartieron los bocadillos en partes iguales, mientras un botijo de agua fresca corría de mano en mano. Juan, el director, dijo:

-Estamos alegres porque Cristo ha resucitado. Esta alegría tiene que llevamos a hacer la vida agradable a los demás, y a veces eso significa empujar a alguien para que se lance a la santa locura de dejar de pensar en sí mismo. iA ver, don Jesús, otra canción!

Así pasaron la tarde. De vez en cuando alguien contaba un chiste. Antonio estaba cada vez más impresionado ante sus nuevos camaradas. A intervalos regulares, uno se levantaba, dirigía una seña al director y se iba. Antonio descubrió que se turnaban en el oratorio para "hacer compañía al Señor", como le dijo después Carlos.

Al salir de Padilla, caminó despacio Serrano abajo. Eran las nueve de la noche. Las terrazas de los bares, con el buen tiempo, estaban llenas de chicos y chicas hablando y riendo. Se sentía raro. Pensaba en retazos de los ejercicios, en la residencia. ¿No tendría él derecho, como todos aquellos que llenaban las terrazas, a sonreír a la vida del brazo de Amparo? Los puntos de Camino, largamente meditados en Molinoviejo, se iban convirtiendo en respuestas automáticas a sus reflexiones. ¿Tú aburguesarte, tú del montón, si has nacido para caudillo?

En casa, su hermana le recibió juguetona. -Tienes tres cartas de Amparo. ¡Vaya suerte!

Cogió los sobres y, después de haber cenado en silencio, se metió en su cuarto. Leyó una y otra vez las cuartillas escritas con la letra picuda de monjas. Todas decían aproximadamente lo mismo. La última terminaba así: Quiero sentirme tu mujer y que nuestro hogar sea tu descanso y tu razón de vivir. Te quiere, Amparo.

Pero los sentimientos de la chavala se le aparecían como falsos, examinados desde aquella aventura excluyente y totalitaria que se abría ante su vida.

Al acostarse, rezó despacio un padrenuestro y se durmió repitiendo: "Hágase tu voluntad aquí en la tierra como en los cielos."

El miércoles siguiente regresó Amparo. Se vieron por la tarde, y la chiquilla lo recibió con las mejillas encendidas. Depositó en ellas un tímido beso, mientras Amparo le estrechaba las manos. Permanecieron un rato en silencio, paseando Martinez Campos abajo.

-¿Cómo te ha ido en los ejercicios? ¿Has pensado en mí? Mientras le relataba superficialmente la estancia, sentía en su interior una especie de desencanto. Había imaginado que la presencia de Amparo, la sola mirada de sus ojos, detendría sus nerviosismos y calmaría sus tensiones, restableciendo su equilibrio emocional. Pero se daba cuenta de que no era así. Al dejarla, y mientras volvía a casa, casi habló en voz alta: "iJesús, dime lo que quieres de mí! iY dímelo pronto!"

Durante los meses siguientes, trató de mantener una especie de dualidad en su comportamiento. Por una parte, intentó redoblar su interés por las clases ya reanudadas, por el fútbol dominguero y los paseos y conversaciones con Amparo. Por otra, conservó su fidelidad al plan de vida que entre don Jesús y Juan Cortés le habían trazado y que incluía misa diaria, diez minutos de oración con Camino y examen de conciencia nocturno. Una vez a la semana, pretextando ante Amparo una reunión de compañeros de estudio, se pasaba la tarde en Padilla, donde se confesaba y charlaba con don Jesús, aceptaba las bromas y las insinuaciones de Juan Cortés y charlaba con Carlos de las cosas de la Obra. Carlos tenía la virtud de estimular su curiosidad con ese trajín de mostrar y ocultar que se traía. Nunca le daba explicaciones definidas sobre cosas concretas, sino que le mantenía en una especie de tensión permanente respecto al camino y las aventuras reservadas a los que, como él, habían entregado sus vidas a Dios en el seno de la Obra. Una tarde, cansado ya de preguntarle sin éxito cuáles eran las obligaciones derivadas del voto de obediencia en el Opus, le espetó:

-Pero vamos a ver, Carlos, suponte que yo entro en la Obra y que en la vida civil llego a ser general del ejército, que hay una guerra y, en el otro lado, otro general es también del Opus y que nuestros superiores dan unas instrucciones contrarias a nuestros respectivos jefes militares. ¿Qué habría que hacer en ese caso?

Carlos respondió sonriente: -Eso ya lo habrá previsto el Padre y lo dejará bien claro por escrito. Mira, Antonio, yo no sé si tú vas a entrar en la Obra o no. Lo que tienes que entender de una vez por todas es que nuestro espíritu consiste en una absoluta fidelidad al Padre y a sus delegados y que, con esa fidelidad, ellos se podrán equivocar, pero tú nunca. La obediencia más importante, la que Cristo nos enseñó en el Huerto de los Olivos, es la sumisión de la inteligencia, el aceptar la voluntad de Dios sin entenderla. Y ése es el núcleo de la entrega en la Obra, especialmente aplicable a nosotros, que somos, como dice el Padre, la aristocracia de la inteligencia.

-O sea -repuso Antonio-, que, según vosotros, todo cuanto me ocurra en la vida tendrá solución si me fío de los superiores...

-Exactamente. No has podido expresarlo de manera más clara. Se ve que vas cogiendo el espíritu -concluyó Carlos -. Vamos al oratorio a despedirnos del Señor.

Poco a poco, Antonio iba cayendo en un abismo sin fondo. Por un lado, su anterior esquema de vida se volvía cada vez más problemático si analizaba su futuro profesional y familiar a la luz de aquel catolicismo sin fisuras que la Obra, como consumación del credo más sencillo del colegio, le presentaba. Por otro, aquel horizonte de entrega sin condiciones, que le garantizaba la simplicidad en esta vida y la felicidad en la otra, se estaba convirtiendo en una obsesión, fortalecida por el clima de simpatía y solidaridad de la residencia, tan distinto a los ambientes frívolos, groseros y pragmáticos de la facultad. Tomó la costumbre de permanecer callado, absorto en sus pensamientos, durante mucho tiempo, tanto que Amparo, e incluso su familia, lo notaron.

Don Leoncio tranquilizaba a la madre.
-Son cosas de la adolescencia, mujer. Los chicos de hoy piensan más que nosotros, no están tan abrumados por las necesidades y las obligaciones como estaba yo a su edad y le dan más vueltas a las cosas. Luego hay también lo de la chavala, que se lo ha tomado muy en serio. Déjalo en paz.

En las siguientes vacaciones de Semana Santa, los Cuadrado se marcharon a Avila, y Amparo consiguió de sus padres permiso para ir con ellos. Hacía un tiempo primaveral, y los novios se pasaban el día de excursión por el campo. Una tarde, a mitad del camino de regreso hacia las murallas, el cielo se encapotó y empezaron a caer gruesas gotas. Antonio y Amparo se guarecieron en una cabaña que descubrieron en la esquina de la arboleda. Pronto, las caricias del chico se hicieron más insistentes e inquisidoras.

Amparo protestaba cada vez más débilmente y se arrimaba al caliente cuerpo de Antonio. Éste logró desatar las cintas del sostén de la muchacha y, por primera vez en sus relaciones, acarició y besó sus pechos. Amparo se estremecía y, casi sin darse cuenta, torpemente, ayudada por las manos de Antonio, asió el miembro viril de éste y empezó a masturbarle. El chico se encabritó, le subió las faldas y se enzarzaron en una lucha que terminó con una eyaculación de Antonio encima de Amparo, pero sin ayuntamiento sexual. Los dos temblaban y Amparo se echó a llorar.

-¿Ves? iLa culpa es mía, por acariciarte más de la cuenta!

-No digas eso, Amparo, esto es lo más natural del mundo y sólo falta que nos casemos para hacerlo como Dios manda.

Paró de llover y completaron en silencio el recorrido hasta la casa. Antonio salió de nuevo a la calle y, casi sin darse cuenta, terminó en una iglesia. La tranquilidad del silencioso y oscuro templo, el olor a cera y a incienso de una reciente ceremonia, le trajeron recuerdos mezclados de la escena con Amparo y de los mensajes religiosos acumulados en su memoria. "Soy un cerdo - se dijo -, un cerdo completo. Casi violo a mi novia, y todo por una satisfacción momentánea." Dos lágrimas surcaban sus mejillas. Apoyó la cabeza en el banco de delante y lloró profunda, mansamente.

Unos días después, ya en Madrid, confió a don Jesús su pena, sentados ambos en los silloncitos del cuarto del cura en Padilla.

-Mira, Antonio, yo creo que lo que intentabas era ahogar en el cuerpo de Amparo un impulso superior. Dios te está haciendo señas de que quiere más, y tú intentas zafarte de esa llamada, engañándote con el atractivo de una mujer. Fíjate a qué niveles de desencanto te lleva ese comportamiento.

-Don Jesús, yo sólo sé que no hago más que comparar constantemente lo que me espera en la vida si sigo con mi plan previo con las cosas que ustedes me dicen. Y estoy hecho un lío. Además, no puedo ni concentrarme en el estudio. A veces, cuando salgo con Amparo, su belleza, sus gestos, su conversación destaca sobre un telón de fondo que yo pongo hecho de todas las sublimidades de la entrega, y eso lo estropea todo. Incluso sus caricias me saben a acíbar. Sin embargo, no creo que Dios esté insatisfecho de mí. Incluso me parece que, si la mitad de mis compañeros de clase llevaran la vida que yo llevo y tuvieran mis planes de cristianismo serio de persona mayor, ya sería gran cosa para el apostolado de la Obra.

-No tires balones fuera, Antonio. En las cosas del Amor con mayúscula, todos los planteamientos son personales. Es de ti de quien estamos hablando, de tu capacidad de generosidad. Dios no quiere utilizarte como pescador de hombres más que si eres fiel a tu llamada personal. Si él quiere que te cases y seas un soldado de a pie, ya nos lo hará saber. Pero me parece, y conste que no quiero ni puedo presionarte, que te está haciendo las suficientes señas como para que te tomes en serio la posibilidad de una vocación de entrega total. Se aproxima ya el mes de mayo. Vamos tú y yo a pedirle a la Virgen que te ayude a ver claro. Ella es nuestra Madre y sabe de amores verdaderos, sacrificados. ¿Te parece?

Durante el mes de mayo, Antonio aumentó en otro día su cupo de visitas a Padilla. Los lunes, a las siete de la tarde, él y otros cinco estudiantes asistían a un círculo de estudios, en el que Carlos Ortega les comentaba el evangelio de la misa del día y luego les hablaba de algún aspecto de la vida interior o del apostolado de la Obra, terminando con seis puntos de examen, siempre los mismos. La cosa duraba de media hora a tres cuartos, y Carlos usaba como guión un papelito lleno de referencias a Camino. Al final se rezaban tres avemarías y se celebraba una tertulia para hablar de deporte, o de apostolado.

En la segunda semana de mayo, una mañana luminosa antes del mediodía, Carlos acompañó a Antonio San Bernardo arriba, hasta mitad de la calle.

-Durante el mes de mayo, tenemos costumbre de hacer una romería a una ermita de la Virgen, rezando las tres partes del rosario, una al ir, otra allí y otra al volver, pidiéndole por todo lo nuestro y por la intención especial de cada uno. ¿Quieres que vayamos el domingo por la mañana?

Antonio aceptó complacido, porque la devoción a la Virgen era uno de los aspectos más agradables de su austera religión. El domingo siguiente, a las diez de la mañana, apareció en la estación de metro de Vallecas, donde Carlos le había citado. Carlos compareció con Gregorio, el ingeniero que había hecho con él los ejercicios en Molinoviejo y que, aunque menos, también frecuentaba Padilla.

-Hemos pensado -dijo Carlos- que podríamos matar dos pájaros de un tiro y, al mismo tiempo que la romería, haremos una visita a los pobres.

Antonio recordó que, al terminar el círculo, se pasaba una bolsa donde cada uno echaba el dinero que podía. Le habían explicado que ese dinero era para los pobres de la Virgen. Vallecas arriba había una iglesia con una advocación mariana, y hacia ella se encaminaron los tres, rezando el rosario en voz baja para que los transeúntes no lo advirtieran. Permanecieron en la iglesia alrededor de un cuarto de hora. Antonio le pidió a la Virgen que le ayudara a resolver su problema, y se sintió aliviado porque la imagen, iluminada por el sol mañanero que atravesaba una ventana, le recordaba la sonriente cara de Amparo. Carlos les indicó el camino de la sacristía, donde debían encontrar al cura que facilitaba la lista de familias pobres del barrio. Lo encontraron limpiando candelabros. Era un hombre joven, fuerte, con una sotana sucia y un jersey azul encima de ella.

-Vosotros sois los estudiantes de Madrid que llamaron por teléfono ayer, ¿no? Me da igual si sois falangistas o comunistas. A ver si les podéis echar una mano al barrio de latas de ahí arriba, porque, en cuanto viene el invierno, se inunda y adiós. No tiene pérdida el encontrarlo. Está detrás de aquella loma que se ve desde la ventana. Cualquier choza, cualquier cueva, merece ser socorrida.

Llegaron en seguida. Al sol primaveral, docenas de críos semidesnudos jugaban con palos y piedras. Las madres tendían la ropa y, en una esquina de la loma, al abrigo del viento, cuatro mesas de madera con sendos taburetes de piedra eran el asiento de cuatro vocingleras partidas de cartas para los hombres. Gregario, más decidido, empezó a interrogar a uno de los jugadores.

-¿Tiene usted empleo?
-iHombre! Lo que se dice empleo fijo, no. Aquí, el Antonio, conoce mucha gente de obras, y en el buen tiempo, nunca falta un jornal de peón. Pero como te desgracies o en cuanto llega el frío, se acabó. Pero por lo menos aquí se vive, y no como estábamos en Badajoz, que era una miseria viva. Y la parienta se saca sus pesetas lavando en una casa de Madrid. Peor están los recién llegados, que ahora viene mucho personal de Jaén y de Granada, que los tenemos que dejar dormir en nuestras cuevas y, oiga usté, ya no se cabe. Si al menos nos dejaran obrar un poco, pero los "polis" te denuncian en cuanto construyes algo fuerte, y cada mes viene un mandao del dueño de todo esto que nos cobra tres duros por cueva y cinco por choza y no deja abrir más agujeros.

-¿y qué hacía usted en Badajoz? - curioseó Gregorio.

-Pues lo que todos, joven, pasar hambre y echar jornales en la siembra y en la recolección del cereal. iUna muerte! Sin luz, sin agua, sin médico, a diez kilómetros del pueblo.

-Bueno, Gregorio -interrumpió Carlos-, nosotros a lo nuestro. Aquí tiene usted diez duros de parte de los universitarios. Dé gracias a Dios y cómprele a los chicos unos pasteles y con las mismas, empujó a Antonio y a Gregorio hacia la carretera. De regreso, rezaron de nuevo el rosario. Antonio comentó al final:

-A veces no nos damos cuenta de que a diez minutos de casa hay toda esta miseria. Mi padre dice que es necesario crear puestos de trabajo para impedir otra guerra civil.

-Mira -intervino Gregorio-, yo no me creo nada de lo que dijo este tipo. Seguro que era un vago, que prefiere gandulear en la capital a trabajar en serio en el campo. ¡Con su capataz quisiera yo hablar! Mucho cuento es lo que tiene esa gente, y no hacen más que crear problemas de saturación y desorden en Madrid. Este país no tiene más solución que disciplina y una minoría rectora firme y racional.

-Bueno, todo eso es política - dijo Carlos -. Nosotros hemos venido aquí a honrar a la Virgen practicando la caridad y las virtudes humanas. En el fondo, estas limonas nos benefician más a nosotros, que así vemos la suerte que nos ha tocado de pertenecer a una clase pudiente y las cuentas que tenemos que dar a Dios usando bien de los talentos recibidos. Cuando seamos profesionales, será hora de plantearse las cosas como tú dices, Gregorio. Hoy voy a dedicar la oración al tema de la pobreza de espíritu, porque nosotros hemos de mantenernos desprendidos de las cosas materiales en el espíritu, para mejor servir a Dios, y esta gente pobre, aun sin tener, a lo mejor son ricos y avarientos en la intención.

Se despidieron al llegar al metro. A partir de entonces, Antonio se concentró en la preparación de los exámenes. Había sido un estudiante constante, un par de horas al día de trabajo, y estaba seguro de sacar buenas notas. Acabadas las clases, se quedaba en casa todo el día, y Amparo iba a hacerle compañía por las tardes, al salir del colegio. Ella y Pilar se coaligaron para prepararle café y pasteles, estrenando sus primeras habilidades culinarias. Doña Elena le contaba por la noche a don Leoncio todo aquel juego que se traían las chicas para ayudar a Antonio, y ambos sonreían complacidos. Antonio se sentía cada vez más cómodo en aquel ambiente familiar, y una noche, sin saber por qué, tuvo un largo insomnio en el que llegó a dos sencillas conclusiones: la primera era que iba a casarse con Amparo y dejarse de sobresaltos de conciencia. Por tanto, no volvería a Padilla. La segunda, que quería casarse pronto y, para ello, haría dos cursos de Derecho el próximo año y adelantaría todos los planes. Habló con don Leoncio al día siguiente, y éste no puso peros. Con ayuda del ya general Contreras, consiguió adelantar también su incorporación a las milicias universitarias y, aquel verano, después de los exámenes, le tocó ir al campamento de La Granja.

Los domingos, los Cuadrado y Amparo visitaban desde Ávila al flamante recluta, y a la jura de bandera asistieron también los padres de Amparo, él luciendo su uniforme de coronel de infantería. Antonio, aleccionado por el general Contreras y su futuro suegro, supo acomodarse sin protestas a las minucias de la vida campamentaria y a los caprichos y veleidades del sargento u oficial de turno. "Tú, a pasar desapercibido, hijo", le insistía cada domingo don Leoncio. Ni la incomodidad de la tienda, ni el camino polvoriento del campo de tiro, ni las teóricas a pleno sol le pudieron. Tuvo la fortuna de coincidir en la tienda con tres compañeros del equipo de fútbol de la facultad, gente reidora, cuya principal afición consistía en contar chistes verdes, "para mantener alta la moral", como decían a carcajadas. Aquel verano pasó deprisa. Una tarde de domingo, ya cercano el final del período de campamento, al pasar por un corro de malditos descubrió a Juan Cortés, el director de Padilla. Se azaró un poco y quiso escurrir el bulto, pero Juan se levantó de un salto y fue hacia él.

-No sabíamos que estabas en La Granja. ¿ Cómo no dijiste nada al venir? Aquí funciona un círculo y hay gente de la Obra. Supusimos que los exámenes te impedirían venir por Padilla. ¿ Qué tal los resultados?

Antonio salió del paso con cuatro cortesías y se fue de allí con una sensación indescriptible, mezcla de miedo y vergüenza, que le tuvo nervioso el resto del día.

Al volver a Madrid con la familia, se matriculó en segundo y tercero de Derecho. Decidió asistir a todas las clases teóricas por la mañana y a dos prácticas al día por la tarde, y empezó un maratón de estudios sólo interrumpido por los breves paseos vespertinos con Amparo, la práctica del fútbol universitario los domingos por la mañana y el usufructo del abono de tribuna para ver al Real Madrid en Chamartín que le había regalado don Leoncio como premio a su éxito en junio.

Con sus idas y venidas apresuradas de clase a clase, casi no hablaba con sus compañeros de San Bernardo, y menos con Carlos Ortega, a quien evitaba las pocas veces que lo vislumbraba de lejos. Una tarde, después de las prácticas de derecho civil, se topó en la escalera con Miguel, su compañero de colegio, con quien había descubierto en primero los bares y a Patro, la prostituta.

-iPero hombre, Antonio! ¿Dónde te metes? Antonio le explicó sus planes.

-Desde luego, estás agilipoyao, chico. Mi padre dice que éste es el único momento bueno de la vida, y que lo que uno no se divierta de estudiante ya no se recupera. ¿Por qué no te vienes el domingo por la tarde con nosotros? ¿Tienes dinero, cosa de diez duros?

Antonio quiso poner inicialmente una disculpa, pero, no queriendo disminuir su hombría ante el compañero de colegio, aceptó. Miguel le esperaría a las seis en la puerta del teatro Martín. Un amigo le proporcionaba entradas de claque a bajo precio, con la sola obligación de obedecer al jefe aplaudiendo cuando él lo indicaba. Por un duro vieron la función, con otros seis estudiantes, todos conocidos. Se extasiaban con los contoneos de una francesita, Monique Thibaut, y con las más rudimentarias formas de las quince garridas españolas del coro.

-¿Te gusta la vicetiple? - le dio con el codo Miguel al encenderse las luces del descanso.

Antonio estaba nervioso y sudaba. Al final de la representación, Miguel le llevó a Las Palmeras, una sala de fiestas de Quevedo donde había quedado con dos chicas.

-Son de medio pelo, ¿sabes?, pero están buenísimas y les encanta el trajín.

Antonio quedó emparejado con Ramona, una morena, gorda y risueña, que se le pegaba al cuerpo al son de los boleros de Machín que insistentemente ejecutaba un conjunto no demasiado conjuntado.

Bailaron, rieron, se sobaron hasta las once de la noche y, al acompañar a Ramona, que vivía en la plaza de Trafalgar, ésta se dejó besar y acariciar en el portal de su casa, hasta que Antonio se corrió en los pantalones.

Al día siguiente, Miguel le contó que Ramona estaba de criada en esa casa y que la otra le había dicho que ¡ojo!, porque tenía un novio formal carpintero con quien se iba a casar, pero que de vez en cuando se aburría del novio y salía con un estudiante.

-Lo típico, Antonio. Mientras seamos estudiantes y sin compromiso, somos los dueños de la alegría de Madrid, y todo el mundo quiere participar de lo nuestro.

Antonio estaba cada vez más asustado ante sus propias reacciones. Desde aquel incidente con Amparo, había frenado sus caricias y sus efusiones, para no asustar ni poner nerviosa a su novia. La vida campamentaria en verano, y ahora el duro ritmo que se había impuesto, parecían haber sosegado sus impulsos, pero ahí estaban de nuevo, rebrotando con fuerza.

Sin pensarlo demasiado, aquel jueves fue a confesarse a Padilla. Don Jesús le recibió con una sonrisa.

-Te nos habías perdido, ¿eh?
Antonio abrió su corazón a borbotones y terminó llorando de rodillas frente al crucifijo negro que don Jesús tenía encima de la mesa. Mientras le daba los consejos finales de la confesión, don Jesús le consolaba con palmadas en los hombros:

-iÁnimo, Antonio! Somos un trozo de carne habitado por la gracia de Dios, y a veces nos empeñamos en no dejar que ésta se aposente del todo en nuestras vidas. Cuando uno recibe un anticipo de lo que es la compañía de Dios, nada puede ya llenarle. Me parece que tú estás jugando con fuego y tratando de enterrar una brasa que Cristo mismo ha encendido en tu vida.

Salió de aquel rato sosegado, pero seco interiormente. Caminó despacio por el familiar itinerario hasta su casa. Estaba triste, pero no tenía fuerzas para reaccionar con un pensamiento positivo. Por la noche, su memoria le presentaba de nuevo esa gran opción, ante la cual los planes profesionales, su vida con Amparo, palidecían. "Ya estamos otra vez igual", dijo en voz alta y con amargura antes de quedarse dormido.

Pasó dos meses horribles. Trató de enterrarse en el derecho civil, el canónico, el mercantil. Se inventó un mecanismo mental para ahuyentar de la memoria las ideas incómodas. En dos o tres ocasiones, Amparo protestó contra su mutismo y contra la dureza, la insistencia y la agresividad de sus caricias.

Tenía los nervios de punta. En Navidades volvió a Padilla. Nada más entrar, Carlos Ortega, que le abrió la puerta, le dijo:

-Iba a llamarte por teléfono. Juan me ha dicho que quería verte.

Juan Cortés le recibió en Dirección. Cargando su pipa y con su característico tono de jovial paternalismo, le dijo:

-Antonio, tenemos que hablar de hombre a hombre. No hemos charlado mucho, pero me tengo por buen psicólogo (al fin y al cabo soy médico) y entre Carlos y don Jesús me han ayudado a formular un diagnóstico. Creo que tú tienes una vocación como una casa. Y cuanto más te empeñes en no aceptarla, peor lo vas a pasar. No le pongas barreras al Señor. Más bien, como dice el Padre, pregúntale: "Si esto me pides, ¿qué me irás a dar?"

-Yo no sé si tengo vocación - contestó nerviosamente Antonio -. Lo único que sé es que me voy a volver loco si no consigo olvidarme de esta alternativa. Hasta las cosas más agradables de mi vida me resultan amargas a causa de esta especie de inseguridad que me invade. Pero, Juan, ¿ tú estás seguro?

-No es cuestión de estar seguro, Antonio. La entrega requiere siempre una actitud de riesgo. Si no, no tendría mérito. Hemos de valorar lo que dejamos para servir a Dios, y tiene que costarnos. Él no se satisface compartiendo. Lo quiere todo de sus elegidos. Pero tenemos que dárselo, no aceptar una irresistibilidad matemática. Te sugiero que te metas en el Belén esta Navidad, que te hagas uno de los pastores, o mejor el burro del pesebre, que mires al Niño recién nacido y le pidas a su Madre que te ayude a poner tu vida a sus pies.

Continuaron hablando un poco más de volver al plan de vida que habían concretado en los ejercicios, y Antonio se despidió con un "Sea lo que Dios quiera". Aquella noche, rezó casi en voz alta: "Señor, no sé qué líos te traes conmigo, pero me siento incapaz de soportar esta tensión. Creo que quieres mi vida entera y me parece que no tengo más remedio que dártela. Hazlo de forma que no sea dolorosa para Amparo, que ella no sufra."

Al día siguiente, nervioso pero resuelto, se sentó frente a una cuartilla y escribió una carta a Amparo, que se hallaba con sus padres en Ávila. Querida Amparo: Algo dentro de mí que nunca me he atrevido a contarte me lleva a dejarte. Te dejo para servir a Dios. Cuando vuelvas, es mejor que no nos veamos, para no sufrir y, ¿por qué no decirlo?, para no ponerme en la tentación. Te encomiendo. Antonio.

Con la carta en el bolsillo, se marchó a Padilla. Le recibió Carlos, con una luz nueva en sus ojos.

-¿Quieres ver a Juan? -le preguntó.

-No sé si a Juan o a don Jesús.

-Si vienes a lo que me figuro, a Juan. En la Obra el director es laico. El sacerdote no es director, sino confesor, asesor. Sólo decide dentro del sacramento de la penitencia.

Juan Cortés lo recibió en seguida.

-¿A qué vienes tan de mañana?

-Ya puedes imaginártelo, Juan. Quiero ser de la Obra.

Me parece que no tengo derecho a resistirme.

-iEstupendo! Cuando venga el Señor en Navidad, dentro de unos días, tendrá un loco más en su manicomio. Unos consejos prácticos antes de nada, Antonio. Esta decisión que has tomado, aunque tú la consideres firme, es una cosa muy delicada que llevas dentro de ti y que tienes que proteger. No la comentes con nadie fuera de la Obra. Muéstrate natural con tus padres, procura que no se den cuenta del cambio. A la chica esa con quien pensabas casarte, pídele discreción.

-Le he escrito una carta - repuso Antonio mostrándosela.

-¿A ver? Muy bien. Escueta. Puedes añadir lo de la discreción. Acabas de realizar un acto típico de la Obra. En señal de entrega, nosotros damos a leer al director nuestras cartas; las que nos llegan se las damos cerradas, y él nos las devuelve si lo cree oportuno; las que mandamos se entregan abiertas en Dirección. Otra cosa: aunque nosotros no vamos a espectáculos, tú sigue yendo con tu padre al fútbol. Es cada dos domingos, ¿no? Ya lo interrumpirás a su debido tiempo... Ahora, tienes que escribirle una carta al Padre. Empieza por "Querido Padre", y no te olvides de ponerle firma y fecha. La sustancia de la carta es pedirle tu admisión como socio numerario del Opus Dei. Puedes decirle lo que quieras. Toma esta cuartilla y avisa cuando termines. Usa mi mesa.

Antonio se sentó en ella, fijó la mirada en el crucifijo y escribió de corrido tres líneas. No quiso extenderse más. A guisa de comentario central, puso antes de la petición: "A pesar de todo le ruego me admita..." y subrayó la frase.

Al salir al pasillo, vio a Juan, don Jesús y Carlos charlando juntos con expresión de alegría.
-Pax, Antonio -le abrazó Carlos.
-Enhorabuena, jurista -le dijo sonriente don Jesús. -Esperad, esperad -interrumpió Juan -. ¿Has escrito la carta?
-Claro, tómala.
-Pues ahora sí que te felicito yo también. Pax, Antonio.
Entremos todos en Dirección.

Se sentaron.

-No se sabe quién está más contento, ¿verdad, Carlos?

Por fin te ha "pitado" tu amigo. No te puedes figurar. Antonio, cómo te he encomendado y ofrecido horas de estudio y mortificaciones para que llegaras a esto. Eres el primero en "pitar" en estas vacaciones de Navidad. Don Jesús, ya le puedes borrar de esa lista que cada mañana recitas en la misa.

Continuaron unos minutos charlando de otros chicos "pítables" a corto plazo, y Juan encargó a Carlos:

-Explícale a Antonio el plan de vida y daos una vuelta antes de comer. Tenéis permiso para tomaros unas cañas y celebrarlo.

Antonio y Carlos bajaron a la calle de Serrano. Era un día de diciembre, frío pero soleado. Entraron en el bar de la esquina y pidieron dos cañas. De pie en la barra, Carlos comenzó su charla, muy seguro de sí mismo. Antonio, que le miraba fascinado, escuchaba atento.

-Si quisiera resumir en pocas palabras nuestro plan de vida, serían sinceridad, docilidad y sencillez. Sinceridad, que es la clave de la vida en casa. Cada semana tenemos la confidencia con el director y la charla con el sacerdote, en las que hemos de abrirnos totalmente para que nos conozcan y puedan ayudarnos y apoyarse en nosotros para sacar adelante la Obra.

-¿Cuál es la diferencia entre la confidencia y la charla?
-La confidencia es más amplia. Al director le contamos todo, vida interior y exterior, y él nos dirige y aconseja también en todo. El cura tiene la exclusiva del sacramento y se concentra más en la vida interior. Con la docilidad, logramos ser instrumentos eficaces, mazas de acero envuelto en funda acolchada, como dice el Padre. Y cuando no veas clara una cosa, vive la infancia espiritual y hazte niño que se fía de su padre. Esa es la última nota, sencillez. Con la entrega, nuestra vida se simplifica, se descomplica. Si eres sencillo ante Dios y los superiores, todo te será fácil y agradable.

Antonio iba digeriendo las palabras. Se sentía calmado, abierto, como un suelo fértil donde sus nuevos hermanos sembrarían una simiente fecunda.

-Poco a poco -continuó Carlos-, irás aprendiendo las normas, las costumbres. Es de buen espíritu querer aprender siempre y desear morir aprendiendo. Hoy te explicaré las dos primeras normas diarias: el ofrecimiento de obras y la ducha. Nada más despertarte por la mañana, sin conceder un segundo a la pereza, en lo que llamamos el minuto heroico, te levantas y besas el suelo, diciendo Serviam. Es lo contrario del Non serviam, no serviré, de Luzbel el rebelde. Nosotros le decimos todos los días al Señor, como primer acto reflexivo, que queremos servirle. Después, la ducha de agua fría, en invierno y en verano, que tonifica el cuerpo y lo hace resistente a la tentación. Si tienes alguna enfermedad o algo que te impida ducharte, se lo dices al director para que te dispense.

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