Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Los hijos del Padre
Los hijos del Padre
Autor: Alberto Moncada
Índice del libro
1. Playa de Gandía
2. Los insomnios de Antonio
(1948-1953)
3. El diario de Mariano
(1953-1958)
4. Los insomnios de Antonio (1958-1967)
5. El diario de Mariano
(1967-1969)
6. La huída
7. Playa de Gandía
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LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada

CAPÍTULO 3. EL DIARIO DE MARIANO (1953-1958) PARTE II

Con Víctor, el supernumerario pamplonés amigo de la música, descubrió las riquezas monumentales y los lugares típicos de la ciudad y conoció, también de su mano, a algunos intelectuales locales, como a un profesor de instituto, antiguo seminarista, que le colocaba grandes discursos sobre sus aficiones a la lógica matemática, y a don Joaquín, el prócer carlista, que reunía los jueves en su vieja casona de la calle Estafeta a lo que él llamaba la intelectualidad del Reino y que consistía en dos canónigos de la catedral, licenciados por Roma, y un grupo variable de políticos y propietarios agrícolas. Allí descubrió Mariano muchas cosas, que, años más tarde, englobaría bajo el título de sociología del carlismo.

-Ustedes -le decía don Joaquín - han venido a tiempo para continuar la gran tradición cultural de Balmes, Donoso y Vázquez de Mella, esa tradición que está en la raíz del alma noble de España y que el modernismo, los ecos de una Europa materialista, han intentado tantas veces destruir. Una y mil veces usaré mi influencia en la diputación, en el ayuntamiento, donde sea, para hacer posible ese propósito de monseñor Escrivá, que yo mismo le escuché exponer en Madrid hace unos años. Lo que más me gustó de lo que dijo fue aquello de dar liebre por gato, es decir, vestir la ortodoxia y la tradición con un ropaje moderno, accesible a la juventud, y así, aceptando lo accesorio de los cambios en el progreso científico y técnico, mantener intacta e incontaminada esa filosofía de la vida que hemos heredado y por la que tantos hemos dado vidas y haciendas en esta guerra y en las pasadas.

La práctica imbricación de ideales espirituales y políticos que aquellas convicciones reflejaban impresionó a Mariano, que, por primera vez, se topaba con tipos humanos muy alejados de su arquetipo mediterráneo. Para él, platónico instintivo, heredero de un talante soñador, propiciado por soles de siglos, que siente una cierta desazón cuando de estar muy seguro se trata y alberga por ello, en sus profundidades emocionales, un cierto escepticismo acerca de toda aventura humana excesivamente segura de sí misma, todo aquello resultaba una novedad. Desde su vertiente mística ilustrada, no se tomaba demasiado en serio otras actividades externas que aquel sueño pedagógico que tantas veces le rondaba la cabeza y que él veía como un gran resurgimiento cultural y una civilización de las masas por vía de la persuasión y un cierto despotismo ilustrado. Pero ni siquiera en los momentos más duros de su adoctrinamiento romano había aceptado la necesidad de la alianza entre el altar, la espada y la inteligencia, en un remedo de aquellas aventuras bélicas de la pasada cristiandad, que, para él, eran simplemente deficiencias, exabruptos de la historia. Sin duda Dios debía de reírse, con una buena risa mediterránea, de todas aquellas magnificaciones inútiles de su mensaje, aunque permitiese, desde el fondo de ese misterio nuclear de la libertad humana, tragedias y malos pasos de sus propios incondicionales.

Se iba acomodando paulatinamente a los fríos, a las lluvias y a las nieves de Pamplona. Algún domingo, en plan de apostolado, acompañaba a los chicos de la residencia a cortas excursiones por los montes que rodeaban la ciudad y, poco a poco, empezó a sentir y valorar la belleza de los mil matices de verde, de las arboledas de robles y castaños, de los riachuelos roqueros y de los caseríos, a veces escondidos en un repecho de montaña. Aquello parecía sentarle bien físicamente, y su endeble contextura empezó a endurecerse con el clima, los paseos y aquella dieta navarra que incluía buenos platos de huevos y chorizo, regados con vino rojo, aun a la hora del desayuno. Como le decía en broma don Teodoro, que de Granada había sido trasladado a Pamplona casi al mismo tiempo que él, "las chicas de la Obra han entendido literalmente el mensaje del Padre de que ellas son responsables, a través de la cocina, del fervor espiritual y la madurez intelectual de nuestros estudiantes. ¡Y hay que ver cómo se esmeran!".

Algún tiempo más tarde, después de muchas presiones del nuncio Antoniutti, el gobierno español acordó dar validez civil a los títulos académicos de la universidad de Navarra, siempre que entre los profesores hubiera un determinado porcentaje de catedráticos.

Con ese motivo, se procedió desde Madrid a enrolar a cuantos, pertenecientes a la Obra o no, aceptaran trasladarse de sus universidades civiles a Pamplona. El proceso comprendía un examen detallado de las tendencias ideológicas de los candidatos. Para los alumnos suponía una gran ventaja no tener que examinarse en Zaragoza. De ahí que al rector Sánchez Bella se le diera carta blanca y una cierta capacidad de negociación económica para atraer a quienes hicieran posible tal libertad. Los dos fichajes más notorios fueron los del médico Ortiz de Landázuri y el romanista Alvaro d'Ors, ambos supernumerarios de confianza. A su vez, Mariano fue comisionado por el rector para buscar filósofos importables a Pamplona. Con tal motivo, y aprovechando las vacaciones de Semana Santa, viajó a Madrid y le fue permitido el acceso a los ficheros de la Obra, donde figuraban las listas y las circunstancias de los socios numerarios, de los supernumerarios y de los amigos cooperadores. El joven sacerdote encargado del registro le ayudó en la tarea y le presentó a don Jesús Arellano, catedrático de filosofía, numerario mayor, que ejercía en Sevilla y era el principal protagonista de esa operación de selección. Mariano sabía ya que la filosofía española era muy ortodoxa, puesto que el Ministerio de Educación, al adjudicar las cátedras, tenía buen cuidado en impedir el acceso a ellas a quienes no se adherían a los postulados de la filosofía perenne. La vigilancia ministerial se había hecho más dura desde el episodio de aquel año, en que, por culpa de la debilidad del ministro Ruiz Jiménez, gente de izquierda e intelectuales no franquistas habían fraguado una especie de conspiración universitaria, que había terminado a tiros por las calles de Madrid y con la destitución por el Generalísimo de Ruiz Jiménez y el ministro del Movimiento.

Un día, Mariano fue invitado a quedarse a merendar en Diego de León, la casa central de la Obra, y allí presenció una animada conversación al respecto entre numerarios importantes. Estaban presentes Rafael Calvo Serer, Florentino Pérez Embid, Antonio Fontán, Laureano López Rodó y Jesús Arellano, con el que había venido. Sin intervenir, les oía quejarse de la traición de Joaquinito -como llamaban al ministro- a los ideales del dieciocho de julio y de la necesidad de oponerse a los intentos de secularización de la tradición española. Y si bien el tono y las maneras eran modernas, a Mariano le recordaban la tertulia pamplonesa de don Joaquín, el prócer carlista. Aunque se sentía básicamente de acuerdo con el fondo de la cuestión, experimentó un cierto desasosiego ante la contundencia de la posición ideológica de sus hermanos mayores, especialmente cuando, aun en tono de broma, uno de ellos habló de la necesidad de establecer la inquisición.

Aquella noche, paseando por la madrileña calle de Serrano con otro profesor de Pamplona que había venido con la misma misión que él, aunque para la facultad de Medicina, hablaron del tema. El médico le contó que su padre, médico también, había sido amigo de don Gregorio Marañón y le relató las experiencias comunes de los intelectuales de la República. Mariano tenía escaso conocimiento de aquellos episodios de una historia aún reciente, porque en el colegio le habían pintado todo lo relativo a la guerra civil con los simplificadores tonos del rojo y el azul, y él no había tenido ni el tiempo ni la inclinación para analizar intelectualmente el asunto. Según el médico, y en esto coincidía con lo que Mariano acababa de oír en Diego de León, habían sido los intelectuales quienes prendieron el odio de la lucha de clases que condujo a la guerra y quienes, en sus dudas académicas, no supieron distinguir el plano de ]a especulación científica, donde cabía una moderada modernización a la europea, del plano de la doctrina popular, que, debido a la ignorancia masiva de los españoles, no debió manipularse.

-España -le decía muy seguro su interlocutor- es un país apasionado y radical, que necesita autoridad, líderes y un fiel seguimiento del catolicismo, única garantía de orden y concierto social. La Institución Libre de Enseñanza quiso desconocerlo, y por eso pasó lo que pasó. Y ahora el Padre nos pide que seamos de nuevo levadura en la masa, a fin de que no vuelva a producirse una tragedia semejante.

Al volver a Pamplona, Mariano llevaba consigo un nuevo propósito: redactar su tesis doctoral. En Madrid le habían insistido en ello, como una estrategia paralela a la contratación de catedráticos para Pamplona. Porque así como, inmediatamente después de la guerra, las cátedras sirvieron como cauce a la expansión apostólica de la Obra por provincias al ingresar un numerario en la universidad respectiva, y las becas del Consejo Superior de investigaciones científicas consiguieron un efecto similar respecto al extranjero, había ahora un motivo suplementario: la autonomía docente de Pamplona. Don Laureano, desde su doble posición como jefe de estudios para la región española de la Obra y como alto cargo en el Consejo de investigaciones, planeaba todo el movimiento de acceso a las oposiciones, especialmente la posibilidad de nombrar tribunales amigos para que los de casa no tropezaran con dificultades.

Mariano aceptó complacido la idea y, a medida que avanzaba el curso, comenzó a darle vueltas al asunto.

También le llegó la noticia de que pasaría aquel verano en la universidad de La Rábida, como subdirector del centro móvil que se organizaba allí cada verano para atender a los numerarios asistentes y a los chicos de San Rafael, a los que se pretendía "tratar" con esa ocasión. La perspectiva le ilusionó verdaderamente, pues, aunque se había casi acostumbrado a los rigores navarros y aunque la primavera norteña era francamente bonita, con la floración de los bosques y los prados, a medida que se acercaba el verano sentía la llamada del mar.

Un tema que había quedado como entre paréntesis era el de su proyectada ordenación sacerdotal. No le habían vuelto a hablar de ello, y él, con ese instintivo acatamiento de la voluntad de Dios que había desarrollado, logró dejar de considerarlo, ilusionado como estaba con las perspectivas intelectuales.

Después de acompañar a Zaragoza a sus alumnos, que no salieron demasiado malparados del trance de los exámenes y de una fugaz visita a Málaga, llegó por fin a La Rábida. Mucho había oído hablar de aquel feudo de don Vicente Rodríguez Casado, flamante rector del cotarro, cuya habilidad para conseguir permisos y dineros para sostenerlo era notoria.

-Hola, chaval -le dijo don Vicente, a quien encontró bañando su inmenso cuerpo en la playa-. Aquí los andaluces estamos en mayoría y tenemos que enseñar a vivir a los demás.

La gran humanidad y la simpatía de don Vicente eran contagiosas. Había organizado una especie de relajación en el modelo de curso anual de la Obra. Treinta o cuarenta estudiantes, españoles y sudamericanos, seguían cursos de historia, literatura, arte, disfrutaban de las delicias del lugar, comían todo lo que querían y, de noche, por grupos o en común, organizaban veladas de cine, montaban tertulias o cantaban. El tiempo pasaba allí muy deprisa. Mientras tanto, los de la Obra se afanaban por reclutar adictos entre las mejores cabezas presentes.

Durante aquella grata temporada, Mariano se debatía entre posturas contradictorias. Como subdirector del centro, se pasaba el día persiguiendo a los numerarios, generalmente jóvenes, para que cumplieran las normas, estudiaran algo y no olvidaran su labor de apostolado. Por otro lado, sentía las mismas tentaciones que ellos de hacer el lagarto bajo el agradable sol y disfrutar de esas vacaciones. Había gente interesante entre los sudamericanos, especialmente dos peruanos muy ceremoniosos, que se sabían mil y una anécdotas de la conquista española y deleitaban a todos con sus historias de Cuzco, Arequipa y Lima, que, como ellos explicaban, fue capital del Virreinato por pura equivocación de Pizarro.

Don Vicente incorporó a Mariano a las tertulias con los invitados, profesores que venían a La Rábida a pronunciar sus conferencias y luego se enredaban en discusiones políticas y académicas. Allí se familiarizó con esa confianza, característica de la gente mayor de la Obra, en la vigencia del modelo tradicional español. Por no llevarle la contraria a don Vicente o a Jesús Arellano, que les visitaba con frecuencia desde Sevilla, los conferenciantes ajenos asentían a todas aquellas magnificaciones del verdadero espíritu español. Una noche tras otra, entre copa y copa de buen vino jerezano y tapas de jamón y queso, se trazaban esquemas imperiales del destino español, que concluían en una mal disimulada propaganda de la Obra. Todos se hacían lenguas de la colección Rialp, en que, bajo la dirección de Rafael Calvo, iban apareciendo, uno tras otro, los autores más preclaros del pensamiento español tradicional.

Sin embargo, la dureza de aquella ortodoxia quedaba dulcificada por el contexto mediterráneo de las reuniones. Allí, a diferencia de los recientes episodios de Madrid y Pamplona, Mariano veía más humanizadas las estrategias y menos arriscadas las posiciones ideológicas.

Conversando sobre sus lecturas en relación a la tesis doctoral, quedó más o menos definido el tema. Mariano estaba empeñado en hacer una tesis erudita, sobre las relaciones entre la naturaleza y la gracia en la patrística. Todos le alabaron el gusto, pero le recomendaron que incorporase al esquema un capítulo donde pudiera introducir la idea de la infancia espiritual, que el Padre desarrollaba en Camino y que, según Arellano, tenía profundas implicaciones filosóficas.

De regreso a Pamplona, vio incrementados sus deberes lectivos con dos cursos de filosofía en vez de uno, aunque le trasladaron a una casa de mayores donde todos los habitantes pertenecían a la Obra y no había aquel trajín de Aralar, con tanto estudiante díscolo y tanta pérdida de tiempo. En la casa nueva, otro piso del ensanche de Pamplona, vivían ocho profesores, presididos por José Javier, un navarro de edad algo superior a la media y que a su condición de profesor de civil unía la de notario. José Javier era muy espiritual, y Mariano simpatizó con él, aunque sus opiniones presentaban esa sencillez y rotundidad que tanto incomodaba a su ánimo mediterráneo. José Javier había sido uno de los primeros de la Obra en Madrid después de la guerra y sentía por el Padre una fidelidad perruna. Conocía bien a la gente de las clases pudientes, como él decía, y sus buenos oficios en la diputación o entre los caciques locales resultaban muy valiosos para la universidad. En diversas ocasiones, Mariano le oyó contar anécdotas sobre cómo se consiguieron las subvenciones de la diputación y los terrenos del ayuntamiento para el futuro campus. Le impresionaba la seguridad con que José Javier veía la marcha de la institución.

Empezó también a familiarizarse con lo que se llamaba la labor de San Gabriel, es decir, el apostolado entre los matrimonios, en el cual representaban un gran papel las mujeres. Siempre le había parecido acertado el criterio del Padre en cuya virtud existía una absoluta separación de sexos a la hora del apostolado, no sólo por razones de precaución sentimental y sexual, sino porque compartía los prejuicios tradicionales del intelectual católico respecto a las funciones y habilidades de la mujer, actitud que sólo había depuesto momentáneamente con ocasión del caso de Begoña Urruzola. Sin embargo, oyendo hablar a don Teodoro y otros sacerdotes de la complicidad de las mujeres en relación al apostolado entre sus maridos, comprendió el porqué de aquella dedicación tan grande de los curas a la Sección femenina. Era una actividad doblemente productiva. Porque si, por una parte, "pitaban" chicas y sirvientas para velar por la buena administración de las casas, por otra, las casadas que se incorporaban recibían consejo y estímulo para atraerse a sus maridos, que terminaban por encontrarse un cura del Opus invitado a comer cada cierto tiempo. En ese ambiente casero, entraban también los numerarios, y muy pronto no hubo familia pamplonesa de alguna importancia económica y social que no recibiese a los de la Obra. Mariano empezó a cobrar fama de listo entre aquellas personas, cuyos problemas teológicos, como con sorna decía José Javier, no pasaban de la cintura para arriba. Las meriendas a base de chocolate y los copiosos almuerzos de caza y buen vino eran ocasión propicia para la tertulia espiritual y Mariano no tardó en descubrir que, como decía el Padre, para el hombre casado la vocación empieza en la cocina de una esposa fiel.

Sólo una vez, por ausencia temporal de otro numerario, había bajado Mariano al incipiente barrio industrial de la ciudad, donde, en casa de un obrero de la Obra, se iniciaba la labor de oblatos. Tal y como había oído Mariano en Roma, el Padre había ordenado que, tan pronto como estuviese asentada la labor entre las clases pudientes, se procediese con tiento a buscar vocaciones entre los obreros ejemplares en su oficio, que fueran semillero de buen comportamiento social. En la "Instrucción de San Gabriel", uno de los documentos básicos que, con el catecismo, se estudiaban en la Obra, se hablaba del apostolado entre los obreros, "que habían de tener la ilusión de dar gloria a Dios desde su sitio, sin apetecer cambiar la situación donde la providencia los había puesto". José Javier le había explicado que el obrero navarro, casi recién llegado del campo, sólo tenía vicios animales y que, con la tradición de la influencia eclesiástica en la región, no habían sido contaminados por las ideas perniciosas de los cinturones industriales de Madrid, Barcelona o Bilbao.

Sin embargo, Anselmo, que así se llamaba el oblato obrero, le explicó aquella tarde que algunos sacerdotes y seminaristas navarros estaban difundiendo ideas comunistas desde el confesionario, e incluso un cierto clérigo, don Lucio, pronunciaba sermones muy confusos, de los que ya se había dado parte al gobierno civil.

Mariano, después de presidir el círculo para los obreros amigos de Anselmo, aceptó su invitación de tomar unos vasos en un bar de al lado y quedó impresionado por un ambiente y unos modos de hablar que hasta entonces le habían sido desconocidos, perdidos ya en las profundidades de su memoria los recuerdos de su primera infancia malagueña. Los conflictos de la modernización industrial y los problemas obreros consiguientes le cogían completamente desprevenido. De regreso a la residencia, iba pensando si aquel mundo intelectual en que él centraba sus ilusiones no sería una quimera del espíritu, ajena a la verdadera vida de los hombres.

José Javier, el director, estaba leyendo en su cuarto y aceptó de buen grado entrar en las disquisiciones de Mariano.

-Desde luego -le dijo-, los hombres de letras siempre corremos el riesgo de quedarnos en la luna. Por eso yo me paso mucho tiempo escuchando a la gente sencilla, en mis excursiones por los pueblos de Navarra. Pero la dificultad está en la ciudad y la industria. Si pudiésemos encontrar la fórmula para espiritualizar el capitalismo y para que los patronos se comportasen con los obreros como en esas grandes familias agrícolas, quizá se podrían evitar la deshumanización y los conflictos.

-De acuerdo, José Javier. Pero mi impresión es que la cosa va muy despacio y, mientras, por inercia o por abulia, los responsables se atraen las iras de los trabajadores.

-¡Vaya, ya hemos topado con el problema de la debilidad humana...! Como los ricos no se muestren a la altura de su responsabilidad, volverán los conflictos del 36. Por eso nuestra labor resulta más urgente y por eso quiere el Padre que lleguemos a todos los centros del poder social. Pero no con teologías largas y filosofías metafísicas, como llegáis algunos -añadió con sorna-, sino con la clara y sencilla doctrina del libre albedrío y los Novísimos.

-¡Hombre, eso tampoco! - se mosqueó Mariano-. Por mucho que quieras simplificar, en una visión completa de la vida no puedes renunciar a hacerte cargo de la complejidad del ser humano y de la facilidad de caer en una mecanización del comportamiento. Precisamente la gran novedad del Renacimiento, que los cristianos no hemos sabido todavía asumir por completo, consiste en quitarle a la existencia humana ese carácter de mero símbolo de la realidad ultraterrena, donde no hay lugar más que para la repetición de un comportamiento consuetudinario y lanzarla al optimismo de una creación en que el hombre es protagonista, con Dios, del progreso material e intelectual, en una aventura lineal y no en el círculo cerrado anterior.

-¿Ves cómo no se os puede dar confianza? -repuso José Javier-. En cuanto se os deja, montáis unas argumentaciones que sólo sirven para complicarle la vida a la gente común. Tú dame doctrina moral clara y terminante y guárdate tus elucubraciones para los círculos intelectuales. No es que me parezca mal ese nivel de especulación. Es que con frecuencia se convierte en caldo de cultivo para el disentimiento moral. Porque esas cosas son disputables en el plano filosófico, pero al precio de que no influyan en la seguridad que hemos de poner en las normas de comportamiento.

-O sea, que volvemos a Platón.

Y dejando a José Javier con la boca abierta, Mariano salió del cuarto con un gesto de precipitada contrariedad.

Durante los días siguientes se sintió incómodo consigo mismo. Una turbulencia de ideas luchaba en su mente y, por primera vez, empezó a analizar su vocación. Hasta entonces, en el ambiente universitario granadino, en el clima intenso de Roma, había conseguido mantener su atención dentro de un contexto intelectual donde, a lo más, se le planteaban conflictos de enfoque, como los suscitados por los numerarios mayores de Madrid y La Rábida. Incluso en Pamplona, su medio ambiente favorecía la tranquilidad para la meditación y, si algo a su alrededor resultaba chocante, lo evitaba o se lo evitaban, con esa particular sensibilidad con que la Obra, a través de las normas y costumbres, aislaba a sus miembros de zonas y episodios conflictivos. Pero ahora, no sabía si por el clima norteño, por el tipo humano predominante entre sus amigos y conocidos navarros o por esas primeras experiencias en la sociedad pamplonesa, incluyendo aquella visita al mundo obrero, se sentía desasosegado. Una tarde en que su desasosiego se hizo mayor, fue a hablar con don Teodoro, su gran amigo desde Granada, con el que tantas veces se había confesado y sincerado. Don Teodoro, de quien todos decían que era un gran conocedor de la naturaleza humana y que, por su larga experiencia de la vida antes de entrar en la Obra, gozaba de la confianza de los superiores, oyó en silencio sus lamentaciones. Al cabo de un rato le interrumpió:

-Escucha, Mariano, nada de lo que me estás diciendo tiene importancia. Por mucho que tú y yo y todos los nuestros, incluso el Padre, abracemos una ideal tan ambicioso de transformación del mundo, hemos de conservar esa seguridad de nuestros místicos, que tanto te gustan, de que el reino de Dios no es de este mundo. La historia de la predicación del Evangelio es, en cierto sentido, la historia de un fracaso constante, porque parece como si el misterio de la libertad y también, ¿por qué no?, el "misterium iniquitatis", no fuera compatible con esa ansia de perfectibilidad humana que significa el cristianismo. Y más aún si nos ponemos a discutir el tema, más controvertido, de la estrategia de la evangelización, en el que no sólo dentro de la Iglesia, sino dentro de cada uno de nosotros, los criterios son con frecuencia contradictorios. La Obra, por boca del Padre, ha adoptado un camino de presencia activa en la sociedad, mucho más complicado, por ejemplo, que la fórmula carmelitana de nuestros santa Teresa y san Juan de la Cruz. Y probablemente la única fórmula para que lo nuestro funcione consista en una gran fidelidad al carisma del Padre. Pero seguridades, certezas, no las tiene nadie, ni siquiera el mismo Padre. Creo que ahora que empiezas a participar en un mundo más amplio que el universitario, te son aún más necesarias las precauciones de nuestras constituciones, que tienden a preservar la calidad de tu vida contemplativa y, querámoslo o no, la condición sacerdotal de nuestra vocación, que en los numerarios significa una radical indiferencia hacia las cosas terrenales, por muy metidos que en ellas estemos.

-¡Pero, don Teodoro -arguyó Mariano-, ahí está precisamente el conflicto! A medida que nos convirtamos en protagonistas de cualquier actividad, no podremos dejar de ilusionarnos con nuestras opciones y de convertirlas casi en recetas infalibles. Y cuando, como quiere el Padre, influyamos para que la legislación sobre educación sea cristiana, no podemos evitar traducir a fórmulas concretas una interpretación peculiar de la educación, que puede ser distinta y aun contraria a la que sostengan otros cristianos. Pero, sobre todo, lo que más me incomoda es que, a nivel especulativo, podremos disentir de otros grupos y que, mientras disentimos, el mundo va por su cuenta y no espera a que intelectuales y políticos nos pongamos de acuerdo. Con lo cual, lo más propio de la vocación de la Obra, que es esa transformación social, lleva en sí misma la contradicción de una renuncia esencial a mezclamos de corazón en los conflictos humanos..., por lo menos mientras la vocación de numerario no imponga ese despegue y esa indiferencia de la que usted me habla.

-Te estás convirtiendo en un racionalista -le dijo con una amplia sonrisa don Teodoro-. ¿A dónde ha ido a parar aquel místico de las soledades mediterráneas que yo conocí y que aceptaba sin racionalizarlo el misterio de la acción divina? Mira, Mariano, mi único consejo, si es que has venido a pedírmelo, o mi consuelo, que es lo que en realidad buscamos cuando nos hallamos intranquilos, es que no te dejes impresionar por los primeros conflictos que encuentres en tus vivencias adultas en la Obra. Según parece, estás a punto de que te concedan la fidelidad, ese punto final el capítulo transitorio de tu entrega con el que sellas una decisión firme de darte por completo. Aférrate a esa fidelidad y acepta con ella la sumisión de la inteligencia, que es la principal de las sumisiones para gente como tú, y procura encontrar en la vida de piedad ese sosiego diario a nuestros conflictos, internos y externos. Con ello no vas a dejar de tenerlos, pero sí te sentirás anclado en la seguridad de la fe y de la filiación divina, lo único que verdaderamente importa para que tú y yo recorramos el corto camino que Dios nos tiene destinado. Sin certezas, sin garantías racionales. Sólo con esa desnuda seguridad de la abnegación propia.

Mariano procuró poner en práctica los consejos de don Teodoro. La principal estrategia, la más aconsejada en la Obra, consistió en abrumarse de trabajo. En aquellos tiempos fundacionales de la universidad de Navarra, había mucho que hacer y, si uno estaba cerca de Ismael, le caían encima un encargo tras otro. Mariano pasaba toda la mañana en el Museo de Navarra, donde se daban las enseñanzas de Filosofía y Letras, y empezó a actuar prácticamente como secretario de la facultad. Había que ocuparse de mil y un detalles de la administración de ésta, que, aunque pequeña, presentaba en embrión todos los problemas de una grande. Cada vez le quedaba menos tiempo para estudiar, pues la tarde, reservada para ello, iba siendo progresivamente invadida por los encargos académicos. Y de vez en cuando por encargos apostólicos. No obstante, mantenía lo que él llamaba las dos horas sagradas, desde el final de la tertulia del mediodía hasta aproximadamente las cuatro y media o las cinco, en que sacaba sus libros y sus ficheros y se consagraba bien a preparar las clases, bien a componer el armazón de su tesis.

En esas dos horas, con el cilicio apretado al muslo y un paquete de bisontes a su lado, abandonaba las circunstancias de su jornada diaria y retornaba a ese mundo de la especulación intelectual que le parecía su gran esperanza. Con el tiempo, y después de conseguir los oportunos permisos internos, se había empezado a familiarizar con los grandes filósofos occidentales no incluidos en la tradición eclesiástica. Tenía obras de Kant, de Hegel, de Husserl, y luchaba con ellos cada día desde sus certezas metafísicas. Era un ejercicio de imaginación que le dejaba extenuado, pero que le compensaba de la rutina de su tarea cotidiana. Por un instinto de ortodoxia y una elemental aversión al escándalo, sus clases de la mañana constituían un modelo de claridad y procuraba, como una vez le dijo un ex seminarista petulante, "escamotear los problemas ante su juvenil audiencia". En verdad, a él no le hubiera importado exponer en público todas sus incertidumbres lógicas, todas las lagunas de interpretaci6n que a solas encontraba, y, desde luego, le hubiera gustado mucho provocar una confrontación con cualquier Kant o Hegel redivivo, pero guardaba muy presentes las instrucciones recibidas de dar doctrina segura y, sobre todo, tenía la amarga impresi6n de que ninguno de los alumnos deseaba ir más allá de una cierta memorización de los autores y los problemas fundamentales de la filosofía occidental. A veces pensaba si no sería antipedagógico incluir la filosofía en los primeros años de carrera, cuando la gente apenas posee capacidad de abstracción ni experiencia personal de donde partir. Pero se consolaba con la apelación a la ortodoxia, ya que, según tantas veces le recordaba Ismael, "de lo que se trata es de que los chicos respiren el buen realismo cristiano que lleva diez siglos fundamentando la fe católica, y no de sembrar en ellos dudas o vacilaciones metódicas".

Casi sin darse cuenta, iba abriendo una fosa entre su metodología personal durante aquellas dos horas de estudio y el modo más seguro y clásico en que daba sus clases. Pero ese conflicto, que alguna vez le inquietaba, dejaba de hacerlo en cuanto invocaba su ascética y renunciaba ante el Sagrario a la tentación de la inteligencia. Allí sí que se encontraba seguro.

Por encima de sus especulaciones y sus aficiones, incluso al margen de las tareas y encargos apostólicos, la vida contemplativa, aquellas dos medias horas de oración al día, le serenaban y le sumergían en un acto de fe desnuda, donde todo se le antojaba pura gratuidad divina y donde se calmaban, incluso físicamente, los pulsos de su corazón. Su fe era una especie de instinto de identidad radical frente a cualquier otra circunstancia. Se había convertido en una segunda naturaleza y descansaba en vivencias muy sencillas que venían de muy lejos, de los silencios frente al Mediterráneo, de las soledades en el carmen granadino. Ni siquiera la vocación a la Obra la había modificado sustancial mente. Todavía se emocionaba con la desnudez de los versos de Juan de la Cruz y se le hacía corta la acción de gracias después de comulgar. Aquella querencia por el misterio era una adhesión suprema de su espíritu, que además siempre le dejaba insatisfecho. Doblemente insatisfecho, porque sabía que sólo la muerte colmaría aquel deseo y porque sabía también que nada de lo que hiciese en la tierra tendría verdaderamente ninguna. relación con su real naturaleza de criatura inmortal.

En las vacaciones de Semana Santa de aquel curso del 57-58, Mariano marchó con otros diez numerarios a hacer ejercicios espirituales en el colegio Gazte1ueta de Bilbao, aquel primer éxito de la Obra entre la burguesía vasca. El viaje en coche le proporcionó una nueva oportunidad de recrearse en la geografía norteña, más civilizada y humana que las arideces mediterráneas. Siempre que había vascos se cantaba y en aquella tertulia de comienzo de los ejercicios se formó casi un orfeón. La mezcla de llaneza y timidez que Mariano había ido detectando en el pueblo vasco llegaba a una curiosa sublimación en los vascos de la Obra. Eran gente segura de sí misma, como si la Obra fuera una cosa descubierta por ellos y que les perteneciera más que a los demás. Les gustaban sin embargo las bromas pueriles, como cuando Jesús Urteaga, ante el regocijo general, amenazaba con el puño al colegio de los jesuitas que se adivinaba a lo lejos y decía: "¡Rendíos!" Todo ello compatible con los largos silencios y las caras serias. Aunque Mariano tomaba las naturales precauciones para no generalizar, aquellos vascos hermanos suyos no le caían del todo bien. Uno de los curas ilustrados de la tertulia carlista de don Victor le dijo una vez que aquella espontaneidad era una manera de luchar contra una innata timidez, y que la vasca es una raza radicalmente insegura de sí misma, incrustada como se halla entre dos civilizaciones, la francesa y la castellana, que nunca había logrado asimilar por entero. Los de la Obra eran en su gran mayoría hijos de la clase media burguesa, y en aquellos días andaban muy ilusionados con la Escuela de Ingenieros, que, como un apéndice tecnológico de la universidad de Navarra, funcionaba, naturalmente, en San Sebastián. Allí se había repetido aquel continuo ir y venir de los numerarios y numerarias por las casas de los pudientes de la zona, hasta lograr un buen montón de apoyos oficiales y privados.

Mariano no llevaba especiales cargas de conciencia a aquellos ejercicios. Había zanjado momentáneamente sus conflictos interiores y, quizá como compensación inconsciente, deseaba abrirse a nuevas experiencias ajenas a su mundo. Por ello charló mucho con uno de los encargados de la Escuela de Ingenieros, un chiflado del progreso técnico que se pasaba la vida denostando a los humanistas y criticando a los capitalistas.

-Fíjate, Mariano -le dijo una tarde paseando por la ría de Bilbao-, todo este desarrollo industrial es puro colonialismo tecnológico. Aquí sólo hay patentes extranjeras, capital extranjero, y el que hay nacional está en manos de una minoría de paletos que sólo aspira a cortar el cupón para mantener una especie de mimetismo anglo-francés en sus casas de Las Arenas. La primera generación industrial, aquellos hombres duros del mineral, ennoblecidos por la monarquía, no han encontrado todavía sucesores que den un nuevo paso adelante. Nosotros en la escuela estamos tratando de convencerles para que gasten dinero en investigación, iniciando así una nueva etapa de la industria vasca. Pero que si quieres... Me temo que en España, como no haya imposición del estado, va a ser difícil el desarrollo. Fíjate en la noticia del año, el Sputnik ruso, el primer ingenio espacial. ¿ Te figuras a la Rusia anterior al capitalismo de Estado metida en una tal aventura?

Lo del Sputnik, según estaba averiguando Mariano, traía muy entusiasmados a los ingenieros, hasta el punto de que en cierto momento de la tertulia, durante el último día de ejercicios, habían hecho reaccionar al director, que hubo de recordar a los presentes el carácter materialista del comunismo ruso. El otro tema que rondaba por los pasillos de Gaztelueta, sobre todo en labios de los mayores, era el nombramiento de Laureano López Rodó como alto cargo del gobierno, al lado del almirante Carrero Blanco, para llevar a cabo la reforma de la administración del estado.

-Laureano es muy capaz de poner todo boca abajo -decía con sorna uno de ellos.

-Quizá sea éste el punto de partida de la modernización de España -comentó con Mariano el ingeniero anticapitalista-. Con un hombre disciplinado, bien intencionado, deseoso de hacer cosas de acuerdo con el espíritu de la Obra, la maquinaria estatal puede empezar a funcionar y a zarandear a estos capitalistas de chicha y nabo.

Aquellos días en Bilbao le sentaron bien. Al volver a Pamplona, dio un buen empujón a su tesis y, de acuerdo con las instrucciones, mandó los dos primeros capítulos a la censura de la Obra en Madrid. Un mes después, José Javier, el director de la casa, le llamó a su despacho.

-Tengo buenas noticias de Madrid. Te han concedido la fidelidad, de modo que hemos de ir preparando la ceremonia. Como tantas veces se nos ha dicho, la fidelidad es el punto final de un proceso de prueba, la consumación de ese deseo nuestro de no mirar más hacia atrás y, cuando se nos concede, es porque los superiores se han convencido de nuestra sinceridad. ¿ Estás contento?

Mariano, que todas las semanas celebraba su confidencia con José Javier y le había abierto honestamente su corazón en cada una de ellas, no sentía sin embargo esa afinidad natural que le unía a otros, a don Teodoro, por ejemplo. Sin emrbargo, se había tomado muy en serio la sencilla idea del catecismo de que la apertura del corazón al superior era de naturaleza sobrenatural, no un movimiento de simpatía o camaradería humana, y con José Javier, como con cualquier otro de los directores que había tenido, obraba en consecuencia. Incluso, para no dar demasiada lata, no pormenorizaba aquellos combates intelectuales que libraba consigo mismo y a los que, en una especie de lenguaje convencional, José Javier y él llamaban sencilla y jocosamente su "lucha cultural". La confidencia semanal no sólo no le costaba ningún esfuerzo, sino que se había convertido en una especie de catarsis periódica, como la confesión, donde siempre encontraba consuelo. A los que recibían la confidencia les resultaba muy fácil tomársela en serio, porque se encontraban en presencia de un auténtico ejercicio de humildad y autonegación, de modo que, a pesar de todos los problemas de comunicación o de disparidad de personalidades, Mariano había llegado a la conclusión de que aquella práctica constituía una magnífica característica del espíritu de la Obra y una gran garantía de paz interior para el que la efectuase bien.

Además, se estaba dando cuenta de que, en ese reparto del ejercicio de la obediencia en la Obra, la confidencia era el menos rígido, el más solidario. Así, lo que el director decía en el círculo, comentando una orden venida de Madrid y que podía sentar mal a algunos, se dulcificaba luego en la confidencia personal. Recordaba, por ejemplo, aquella vez en Granada en que el director, durante el círculo semanal, había ponderado muy enérgicamente, como parte importante del voto de pobreza, la necesidad de que cuadrara mensualmente la cuenta de gastos. Mariano siempre se hacía un lío con dicha cuenta y, aunque gastaba poco dinero, menos habilidad tenía aún para apuntado. Al tratar el tema en la confidencia, el mismo director que, en términos generales se había mostrado tan estricto, comprendió y disculpó los fallos de Mariano y le aconsejó no darle demasiada importancia al asunto.

-Hay una pequeña cuestión que hemos de tratar -continuó José Javier-. De Madrid dicen en otra nota que los primeros capítulos de tu tesis presentan algunos problemas doctrinales y que no sigas adelante hasta que no llegue Alfredo, que vendrá pronto a pasar unos días en Pamplona, y charles con él.

Mariano sabía que Alfredo era un sacerdote que disfrutaba de la confianza del Padre y por ello desempeñaba un cargo muy peculiar en la Comisión. Era el director espiritual, lo cual implicaba la elaboración de material para la predicación y el apostolado, así como la censura de los escritos. Se encargaba, además, de las relaciones con los obispos y del control de la labor entre los sacerdotes diocesanos.

Hacía pocos años que ésta había comenzado, y Mariano recordaba que en Roma le habían contado aquella anécdota ya legendaria del Padre. Por lo visto, comentando éste con Alvaro del Portillo durante un viaje en tren la creciente desorientación del clero y los muchos abandonos de que Roma era testigo, se preguntaba cómo podría la Obra, básicamente cosa de laicos, estar presente en el mundo sacerdotal sin abandonar su naturaleza propia, inspirada por Dios. Después de sumirse ambos en la oración, el Padre dijo en voz alta: "¡Caben!" Y procedió a explicarle a Alvaro una fórmula jurídica según la cual los sacerdotes, sin abandonar la natural obediencia al obispo y la incardinación a una diócesis, podrían entrar en la Obra y participar en esa fraternidad. Aquello había puesto en marcha una política de visitas a 100 sacerdotes, principalmente rurales, en la que desempeñaban un cierto papel las sirvientas de la Obra, que presentaban el cura de la Obra al párroco de su pueblo y propiciaban los contactos. Ya había habido vocaciones entre el clero castellano, gallego y andaluz, y en las convivencias, los sacerdotes de la Obra, muy ufanos, contaban anécdotas sobre esa labor que Mariano escuchaba con simpatía. Le agradaba especialmente aquel esfuerzo por ayudar al clero rural a mantener viva su ilusión doctrinal, sugiriéndoles libros y reuniones de grupo para mitigar su a veces trágica soledad. Alfredo venía a Pamplona, terminó diciéndole José Javier, precisamente para alentar esas actividades.

A su llegada, una semana después, les presentaron. Mariano le había visto una sola vez, pero había oído hablar de su agudeza intelectual y de la claridad de su doctrina. Se mostró afable con él, aunque algo distante, y en un monólogo de unos veinte minutos le vino a decir que el tema de su tesis, las relaciones entre la naturaleza y la gracia en las obras de los Padres de la Iglesia, no era para alguien como él, aun joven y sin experiencia, sino para que lo desarrollase una persona de mayor edad. Le demostró su debilidad con argumentos tomados de los capítulos de su tesis, demostrándole así que los había leído despacio y poniendo de relieve algunas afirmaciones casi heréticas que Mariano hacía en el texto.

-Además -concluyó Alfredo-, no veo cómo podrías incluir en una tesis tan histórica la doctrina del Padre. Y ya sabes que debemos difundirla en todos nuestros escritos.

Mariano intentó argumentar contra la hipótesis de Alfredo, pero se veía que éste no estaba dispuesto a aceptar contradicciones a su papel decisorio. Cortésmente, Alfredo le sugirió dos o tres temas, haciendo hincapié en que las tesis de filosofía de los numerarios, como las de teología, eran especialmente vigiladas por los superiores, como debía comprender Mariano.

Todo su instinto de libertad intelectual se le vino a éste a las mejillas, en un arrebol de ira que su interlocutor debió de notar, porque cambió de tema, elogiando la labor pedagógica de Mariano en la universidad, donde "me han dicho que explicas muy bien".

Allí terminó el encuentro. Horas después Mariano acudió desconsolado a José Javier. Tras haberle permitido desahogarse, e incluso dejar escapar una lágrima furtiva de rabia, éste le dijo serenamente:

-Ésta es la cruz de la inteligencia de la que nos habla el Padre. Sería contradictorio que, estando a punto de pronunciar tu fidelidad a la Obra, mantuvieses al mismo tiempo una actitud de rebeldía intelectual contra tus superiores. Este verano, en esta misma habitación, nos decía el Padre a unos cuantos que la disponibilidad interior de un hijo suyo debe ser tal que, si es químico y está seguro de que con cinco minutos más de investigación va a descubrir la piedra filosofal y el superior le dice que lo deje y se dedique a otra cosa, lo deja con el corazón libre y gozoso. A todos nos parece que nuestras ideas son las mejores, pero en casa tenemos la suerte de contar con un guía seguro para saber si son o no acertadas y, sobre todo, si van a dar gloria a Dios. No te tomes tan en serio el asunto de la tesis. Dentro de unos días celebraremos tu fidelidad y, luego, buscas otro tema y santas pascuas. Quiero verte alegre y tranquilo, como tú eres. y dándole una palmada en la espalda, le despidió.

Mariano ensayó mil trucos para recuperar su equilibrio anterior. Volvió a charlar con don Teodoro, dio grandes paseos en solitario por los verdes alrededores de la ciudad y buscó el consuelo en la oración. Pero se encontraba frío, como si una tristeza interior le calase hasta los huesos. Sentía algo así como una expropiación de su pensamiento, de su raciocinio, llevada a cabo por quien debiera ser su mejor aliado en la lucha espiritual, algo de lo que no tenía experiencia anterior. Poco a poco, en medio de esa aridez interior, fueron surgiendo las frases mágicas de san Juan de la Cruz en "La noche oscura del alma", aquellas que hablaban del vacío creador, del despego absoluto de sus mejores certezas, del abismo en que el alma debe sumergirse para no guardar ni una sola atadura de amor propio. "Sufre si quieres gozar, baja si quieres subir, muere si quieres vivir". Mariano se repetía una y otra vez aquellas paradojas a lo divino del fraile carmelita y, lentamente, recuperó una fría tranquilidad, la del que no debe esperar nada para recibirlo todo.

Una noche en que el turno de vela le tuvo ante el Santísimo una larga hora al filo de la madrugada, Mariano le habló a la Eucaristía en voz alta. Estaba solo en el oratorio y, entre lágrimas, prometió la entrega de la inteligencia y no guiarse por otro patrón que la voluntad de los superiores. Con los nervios rotos, pero al fin en paz, aquella noche Mariano Anaya, numerario del Opus Dei, se durmió profundamente.

 

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