Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

4 años como numeraria auxiliar en el opus deiImagen: Salvador Dalí. "Muchacha en la ventana"
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4 AÑOS EN EL OPUS DEI COMO NUMERARIA AUXILIAR

AMAPOLA, 17 de septiembre de 2004


1. Preámbulo
2. La ilusión de poder seguir estudiando
3. El viaje
4. Las camarillas
5. Los primeros días
6. Las asignaturas
7. Descripción del internado donde me había metido
8. El pasadizo
9. Ocupaciones
10. Marcar, con aguja e hilo, la ropa sucia
11. Las añoradas cartas
12. Las fiestas de Basape
13. El descanso de las señoritas
14. Plan de vida
15. Unos días de ilusión
16. Vuelta a mi futuro
17. La visita de mis tíos
18. Excursiones
19. Contradicciones
20. Mentiras
21. Datos de las empleadas
22. Olvidada
23. Y... PITÉ
24. La primera y última visita de mi madre
25. El consentimiento
26. Segunda convivencia
27. Viaje a Pamplona para conocer al Padre
28. El centro de estudios
29. Viaje a lo desconocido
30. Molinoviejo
31. Viajes de recreo
32. Cartas abiertas y leídas
33. Permiso para lavarse el pelo
34. Agobio
35. Una labor inútil
36. La hacedora de cilicios
37. La pulsera
38. La comunión de Margarita
39. Recibir y no dar
40. El no regalo
41. Cumpleaños
42. Las flores
43. Deterioro intelectual
44. El elefante rosa
45. Pabellón
46. Soledad
47. Me extrañó encontrar al sacerdote en las camarillas
48. Malestar físico
49. Nadie me echó de menos y no me trajeron comida
50. A pescar
51. Peor que en una cárcel
52. No me merecía ni el pan que comía
53. Como un secuestro
54. No se me permitió despedirme de nadie
FIN

 

Tras escribir "El día a día de una numeraria auxiliar", han sido muchas las personas que se han interesado en saber más cosas sobre mi historia dentro de la Obra, por lo que he decidido (cambiando mi nombre por el de Amapola; el del pueblo donde vivía por el de Basape; y el de algunos amigos y compañeras por el de sus iniciales), intentar relatar lo que viví.

LA ILUSIÓN DE PODER SEGUIR ESTUDIANDO.

Cuando cumplí 14 años (justo cuando empezaba a entender lo que se me enseñaba, cuando prestaba atención, cuando no me costaba trabajo asistir a la escuela), mis padres decidieron, por mí, que debía dejar de estudiar y me colocaron en una tienda de ropa y otros artículos.

Un día, cuando llevaba nueve meses en ese establecimiento, la cajera me envió a un banco cercano, como otras muchas veces, a conseguir cambio monetario. Fue allí donde me encontré a F. U., una vecina mía, un año menor que yo, que me contó que se iba a Barcelona, pues la directora de la escuela donde habíamos estudiado le había conseguido un lugar donde, por limpiar la residencia de unas señoritas, le darían estudios.

-¿De verdad que no tendrás que pagar nada?
-Claro que no, al contrario, ellas me pagarán a mí.
-¡¿Sí?! -exclamé asombrada. -¿Crees que me admitirán a mí también en esa residencia?
-No lo sé, habla con doña M. M. -dijo-, ella es la que me ha buscado ese trabajo.

Primero convencí a mis padres y luego subí al colegio con una desmedida ilusión latiéndome en el pecho. No fue dificil conseguir un puesto en aquel desconocido y fantaseado lugar. Todo fue fácil. Mis padres no indagaron, yo, que estaba a punto de cumplir quince años, no indagué, y doña M. M. no sé si indagó, pero desde luego no me puso al corriente de que no eran nada corrientes las personas a las que les iba a confiar mi ignorancia.

Una tarde de aquellas de la ilusión, me encontré a C. S. (otra vecina y amiga mía), y le transmití mi entusiasmo de tal forma que, automáticamente, se apuntó a venir conmigo al "país de jauja". Así que cuando, Marta Sevilla, la directora del lugar a donde íbamos a ir, vino a buscar a F. U., nos prometió que unos días más tarde nos vendría a recoger. Regresó a por nosotras el 20 de junio de 1966. Recuerdo la fecha exacta porque sólo hacía cinco días que había cumplido 15 años.

C. S., dos días antes, se echo para atrás (¡ojalá hubiese echo yo lo mismo!), por lo que Marta, que venía a por dos peces, sólo pudo llevarse uno. ¡Que Dios perdone a esa pescadora ("A mí me gusta le pesca, pero pesca SUBMARINA, que perseguir a los peces, es una cosa divina...", con el tiempo me enseñarían estas estrofas y el resto de la canción), a ella y a toda su dañina secta!

EL VIAJE

Un autobús nos llevó a Micast y allí tomamos un tren que nos conduciría a Barcelona. Yo, hasta entonces, siempre había viajado en ferrocarriles de duros asientos de madera, pero Marta, sin duda, debía de ser una mujer rica, pues pudo costearnos unos mullidos y cómodos pasajes en el Talgo y, en el año 66, eso era un verdadero lujo. Durante el trayecto me pidió que cuando fuese a llamarla o mencionarla, dijese SEÑORITA primero.

Recuerdo que ante ella me sentía cohibida, era mi superiora y yo no tenía ningún tema de conversación que compartir con alguien que no era de mi mismo nivel, ni siquiera con mis padres había mantenido una charla normal, ellos sólo me hablaban para reñirme, para criticarme o para darme órdenes.

También viene a mi mente el nudo de mi garganta y el deseo tan apremiante de llorar por lo que dejaba atrás (había dos chicos que me gustaban, Carlos y Juan, sobre todo el primero, y una amiga: Isabel, con la que había disfrutado de agradables paseos, tardes de cine y alegres confidencias de nuestra recién estrenada juventud. Adiós Isabel, adiós Juan, adiós Carlos), pero necesitaba que ella pensara que yo ya era mayor y no una mocosa llorona. Sonándome constantemente la nariz conseguí disimular mi congoja.

Ya oscurecía cuando llegamos a Barcelona.

Primera sorpresa: Antes de salir del tren se me puso al corriente de que en Barcelona sólo dormiría una noche, la residencia a la que iríamos al día siguiente, se hallaba en San Cugat del Vallés.

Segunda: Marta, nada más entrar en el piso donde yo creía que pasaríamos la noche, fue hasta una puerta, la abrió y, arrodillándose, hizo la genuflexión. Desde el lugar donde me hallaba no podía ver lo que había dentro de aquel cuarto, por otro lado, lo que ella estaba haciendo sólo lo había visto hacer ante un Sagrario y, en aquellos momentos, jamás hubiese imaginado que dentro de un domicilio particular pudiese encontrar uno.

¿Qué estaba pasando? ¿Con qué extrañas personas había ido a parar?

-Ven Amapola -me dijo-, saluda al Señor.

La habitación era un oratorio y, sí, había un Sagrario allí dentro.

Tercera: Apareció F. U. vestida con un uniforme de sirvienta y, en lugar de regocijarse saltando y riendo de alegría al verme, a mí: a su vecina, a su amiga, a su paisana, a alguien que hacía casi un mes que no veía y podía contarle cosas de su pueblo..., de su familia... En vez de eso, me saludó fríamente como si fuese la primera vez que nos veíamos.

Cuarta: Después de los saludos se me comunicó que en aquella vivienda no había cama para mí, por lo que Marta me acompañó a otra de sus casas, se llamaba Monterols, y me dejó en manos de la "señorita" que salió a abrir la puerta, que, evidentemente no sabía que yo iba a llegar pues ni siquiera me había preparado cena.

Íbamos, la extraña y yo, en el ascensor que nos conduciría al piso donde estaba mi cama (¡todo el bloque era suyo!), cuando me empezaron a hacer ruido las tripas, y entonces, gracias a Dios, cayó en la cuenta de que yo no había cenado.

LAS CAMARILLAS

Yo entonces no sabía que Monterols era un Colegio Mayor de estudiantes (sólo chicos), y que las "señoritas" se dedicaban desde la administración (se llamaba así a la parte, aislada del colegio, donde estaba la servidumbre), a dirigir a las sirvientas de aquella institución. También desconocía que el colegio y las "señoritas" pertenecían al Opus Dei, no había oído hablar nunca de esa secta (ellos niegan ser una secta, pero lo son), tampoco había oído mencionar a José María Escrivá de Balaguer, hoy san Josemaría.

En ese colegio y entre esa gente me encontraba en aquellos momentos, pero yo desconocía totalmente esas circunstancias, no sabía que aquel edificio era un Colegio Mayor y jamás hubiese creído que alguien estuviese al acecho para captar personal que les hiciesen de criados gratuitamente.

-¿No has cenado? -Me preguntó amablemente la señorita.
-No. -Contesté con timidez.

En este momento no recuerdo si aquel día, al medio día, había comido, supongo que mi madre me habría puesto algún bocadillo para tomar en el tren, pero no me viene a la memoria. Cuando paró el ascensor, la señorita volvió a presionar un botón del rectángulo de mandos y éste comenzó a descender.

-Vayamos a la cocina -comentó la extraña-, no creo que quede nada hecho pero te prepararé una tortilla.

Nunca había visto una cocina tan gigantesca, ni unos fogones tan..., grandes, ni unas ollas tan inmensas.

Me dio vergüenza de que la señorita a quién se suponía yo debía de hacerle los trabajos, se molestase en prepararme la cena. Charlamos, no sé de qué, mientras comía, y a continuación me acompañó de nuevo al ascensor. Subimos al piso más alto y, después de un tramo de escaleras, llegamos a un pasillo donde no encontró el interruptor de la luz y chocamos con unas escobas y fregonas dejadas a la vuelta de una esquina. La señorita me mostró la cama donde dormiría y, dándome las buenas noches, desapareció por donde habíamos venido. Me quedé sola en una extraña habitación con muchos tabiques que no llegaban al techo y que formaban unos diminutos cubículos donde sólo cabía un somier empotrado de pared a pared.

En lugar de puerta, cada alcoba estaba flanqueada con una floreada cortina. Aquella noche descubrí lo que era una camarilla.

Supongo que mirado desde arriba, aquel lugar (quizás sí hubiese alguien observado y estudiando por un agujero -como si fuésemos ratoncitos de laboratorio-, el comportamiento de las chicas), parecería un laberinto para roedores.

Tardé en conciliar el sueño, tenía ganas de desandar todo el trayecto y todos los pasos que me habían conducido hasta aquel lugar. Mis fantaseadas imágenes sobre aquella casa donde estudiaría para hacerme una mujer de provecho, no coincidían con lo que estaba viendo y viviendo. Se empañó mi mirada pero no quería derramar lágrimas ni chemecar. Sería valiente. Era necesario evitar que alguien pudiera oírme. ¿Habría alguien detrás de las cortinas de las otras camarillas? Dejé de tomar aire un momento para poder escuchar las respiraciones de las posibles compañeras de alcobas, pero sólo se oía un abrumador silencio.

Estaba sola.

Cerré los ojos permitiendo que dos tibios arroyos de líquido salado recorrieran mis mejilla y se introdujeran en mi boca. Pensé en Carlos, en Juan, en Isabel... Me dormí llorando.

Aún no eran las ocho de la mañana cuando un desacompasado rumor de perolas y otros enseres me sacó de los brazos de Morfeo. Salté de la cama.

¡Dios! ¿Qué se suponía que debía de hacer yo? Nadie había venido a despertarme. ¿Estarían pensando que yo era una dormilona que no se presentaba a su hora en su lugar de trabajo? Pero..., ni Marta ni la otra señorita me habían dicho mis cometidos en aquel lugar. Me aseé y esperé sentada en la cama. Nadie me venía a avisar, ni para desayunar, ni para nada.

Me atreví a salir al pasillo que daba a la escalera. Desde allí se escuchaba más nítidamente el ruido de platos. ¿Qué hago?, ¿bajo aunque no me hayan llamado?, ¿estarán esperando a que me presente sin ser llamada? Bajé un tramo de escaleras, luego otro y, donde vi una puerta abierta, entré.

Me encontré a una chica de lánguida mirada y marchita sonrisa, que estaba cortando lonchas de jamón de yorck en una máquina. Calculé que tendría un año o dos más que yo. Me extrañó su seriedad.

-Buenos días -dije acercándome a ella.

Me devolvió el saludo pero no me preguntó "¿Quién eres?, ¿qué haces aquí?", o cosas por el estilo, se suponía que ella no debía de saber que yo estaba en aquella casa, pero no se inmutó. Le pregunté si la podía ayudar e, inmediatamente, me encomendó la tarea de llenar con mermelada unos pequeños boles. Después hicimos unas bolas de mantequilla que íbamos poniendo en unos platos, preparamos tostadas y otros manjares, lo trasladamos todo en un carrito hasta un gran comedor vacío de personas y lo fuimos distribuyendo por las enmanteladas mesas ya preparadas con sus tazas, platos, servilletas y cubiertos.

Después de dejar listo el comedor para el desayuno de quienes quiera que fuesen las personas que lo iban a tomar (hoy sé que eran chicos universitarios residentes de aquella casa: Colegio Mayor Monterols, pero en aquellos momentos desconocía para quién era el esmerado trabajo de la "triste muchacha" a la que había ayudado), pasamos a otro comedor que había junto al office y comenzamos a prepararnos el nuestro, de repente, sin saber de donde, empezaron a aparecer en él unas muchacha con impecables uniformes a los que no les faltaba su delantal de sirvienta.

Me extrañó que nadie me preguntará que de dónde era, o qué hacía yo entre ellas, o si estaba de paso, o...

Ahora conozco que, en esa institución, aparecen y desaparecen las asociadas, por órdenes de sus superioras, sin dar ningún tipo de explicación a las demás compañeras, por lo que debía de ser muy normal ver caras nuevas a las que, por discreción, no les hacían ningún tipo de preguntas.

Estaba desayunando cuando llegó Marta y me llevó con ella. Nos montamos en un tren de cercanías que abandonamos en un apeadero (ahora es una estación, y creo que se llama San Juan), que, con sus influencias, habían conseguido para el colegio Viaró sito en las afueras de San Cugat del Vallés. Los profesores de dicho colegio eran miembros del Opus Dei y moraban en una bonita residencia a cuya administración estaba siendo conducida.

-La casa es totalmente nueva -me comentaba Marta-, todavía tenemos a los pintores pululando por algunas dependencias. Queda mucha tarea que hacer para poner la administración a punto, así que le aseguro que no se aburrirá.

Me percaté de que me estaba llamando de usted.

-Prefiero que me tutee -le dije-, nadie hasta ahora me había tratado de usted.

No dijo nada y continuó con el usted diferenciador de clases. No lo hacía sólo conmigo, sino con todas las demás chicas que habitábamos aquella casa. Era una norma: a las que hacían de señoritas y vestían con bata blanca, teníamos que ponerle el señorita antes de su nombre y tratarlas de usted. Y ellas, a las que llevábamos uniforme y delantal de criada, no nos llamaban señoritas pero tampoco podían tutearnos. Ellas entre si, sí se tuteaban, y nosotras entre nosotras, naturalmente que también. Entendí enseguida que aquello era una especie de parapeto para que no se mezclaran "las churras con las merinas".


LOS PRIMEROS DÍAS

Los primeros días fueron sólo de trabajo, trabajo y más trabajo. Éramos muy pocas chicas (luego fue llegando alguna más), y la tarea era infinita. Me hacían madrugar como nunca lo había hecho en mi vida, y acostarme muy tarde.

No tenía día libre y, para lavar mis cosas, o escribir una carta, o lo que fuese, me concedían tan solo lo que llamaban "media hora de personales". Ah, y no tenía SEGURIDAD SOCIAL.

Mis primeras compañeras eran de un pueblo de Gerona, aunque solo me acuerdo del nombre de una de ellas, se llamaba Pilar Masmiquel. Recuerdo que a una paisana suya, le sentaba mal beber leche, o no le gustaba, pero, las "señoritas" la obligaron a que la bebiera cada día.

De Basape sólo estábamos F. U. (que se portaba como si no fuese amiga mía), y yo, pero unos días más tarde llegaron algunas más pero no todas se quedaban, ya que cuando las tanteaban y veían que no tenían vocación, o que no estaban sanas..., no se qué les decían pero se largaban a sus casas. Así que, unas se iban y venían otras. También acudían a trabajar unas cuantas chicas externas, a las que envidiaba porque cada tarde podían volver a sus hogares y los domingos no tenían que venir.

LOS DOMINGOS, ¡Dios mío, qué tristeza me entraba, los domingos y días de fiesta, recordando a mis amigos! Para variar un poco del resto de la semana, cuando llegaba un día festivo, nos sacaban en grupo (acompañadas de una señorita), a pasear por una solitaria carretera. ¡Qué aburrido era dialogar sólo con chicas!, no veíamos a un muchacho ni por equivocación.

¡Qué locura había cometido abandonando mi ciudad precisamente en los momentos en que empezaba a sonreírme la vida!

Mi alma languidecía pero, ni por un momento me planteé regresar a mi casa, ¿qué hubieran dicho de mi comportamiento mis padres?, sin duda me hubiesen llamado "culo de mal asiento", de ninguna manera podía volverme atrás. Necesitaba madurar, hacerme fuerte, no podía comportarme como una mocosa a la que la primera contrariedad le hace abandonar la empresa comenzada y regresa llorando a los brazos de su madre. No, no me rendiría, ahora ya era mayor, ya tenía quince años, ya no era una niña.


LAS ASIGNATURAS

Cuando comenzaron las esperadas clases, comprendí que no eran lo que yo andaba buscando. El nivel de las asignaturas que nos impartían era más bajo que el de los conocimientos que adquirí en la escuela. Además, la mayor parte del tiempo dedicado a nuestra formación, se cubría con clases de religión, de cocina, de limpieza y mantenimiento de los muebles, de maneras de colocar apropiadamente los platos y cubiertos en una mesa, de la forma correcta de presentarle al comensal la bandeja con la comida, de como retirarle a dicho comensal los platos usados, etc...

DESCRIPCIÓN DEL INTERNADO DONDE ME HABÍA METIDO

En el internado de Viaró (que, como he contado, era de reciente construcción y habíamos inaugurado nosotras), no dormíamos en camarillas (pero dos años más tarde me mandarían a Molinoviejo, donde sí las había). En lugar de éstas, se habían dispuesto unas mini habitaciones ¡con ventana!, aunque por supuesto, éstas, no daba a la calle, sino, unas al jardín, y otras a una luna del edificio. Dicho edificio se encontraba ubicado en medio de una gran parcela, y ésta a su vez estaba rodeada por una tapia lo suficientemente alta como para no poder ver el exterior (campo y carretera), que lo circundaba.

Además de la ventana, lo que diferenciaba a estas habitaciones de las camarillas, era su puerta de madera y su luz individual. Por lo demás, también tenían como cama un somier, empotrado de pared a pared, con un colchón encima. No había en ellas más muebles que un pequeño armario, y, como mesa, un mármol redondeado, adherido a la pared, debajo de la ventana. Los waters, lavabos, bidés y duchas estaban en una gran sala al final del pasillo.

Las señoritas, cuyas habitaciones estaban en la planta baja, no carecían de baño completo, ni de mesa escritorio, ni de cama, aunque he de decir que (para mortificarse), ésta no tenía colchón sino una simple tabla de madera. Ya hablaré de las mortificaciones, rezos y otras excentridades de aquellas personas que, aunque presumían de ser gente corriente, LO ÚNICO CORRIENTE QUE TENÍAN ERA EL AGUA QUE SALÍA POR LOS GRIFOS, "dime de qué te alabas y te diré de que careces".

Aquella casa (administración) era descomunal, recuerdo que en la segunda planta había un pasillo embaldosado con gressite en tonos blancos, tan inmenso, que cuando lo fregábamos -de rodillas, con cepillo y jabón-, nos colocábamos tres chicas en hilera horizontal, para abarcar su anchura.

Me llamaba la atención que en la puerta del despacho de la directora hubiese un semáforo para indicar cuando estaba ocupada charlando con otras señoritas, o con alguna chica. También me admiró el almacén de suministros de aquella casa, había allí más alimentos que en algunas tiendas de mi barrio. Y lo que más me sorprendió fue descubrir que, aunque la vivienda era de reciente construcción, tuviese un pasadizo secreto.

EL PASADIZO

Durante mucho tiempo, me intrigó saber qué habría tras la bien cerrada puerta de aquel sótano, hasta que un día, sin que se lo hubiésemos pedido, la señorita Marta nos condujo (a las que ya habíamos pitado), hasta aquel lugar y abrió el acceso a un pasillo, de tierra, largo, largo, largo..., tan largo que nos dimos la vuelta sin llegar al final del mismo. Se trataba de un pasadizo secreto.

Yo me pregunté que para qué necesitarían unas "personas normales" un pasadizo como aquel. ¿Tantos enemigos tenían?


OCUPACIONES

No recuerdo la hora, pero me imagino que nos levantaban a las 7 de la mañana, ya que a las 8 teníamos la santa misa diaria y, antes de asistir a ella, ya nos habíamos hecho la cama, nos habíamos duchado y aseado, y, mientras unas preparaban los desayunos de los numerarios, otras, pasábamos a limpiarles las dependencias de la parte inferior (durante este tiempo, ellos tenían prohibido bajar a esta planta).

Luego acudíamos "voluntariamente" a misa, comulgábamos y, por fin (qué hambre tenía a esas horas), íbamos a nuestro comedor a desayunar. A continuación comenzábamos los trabajos que se nos habían encomendado.

Yo, por ejemplo, debía asear las habitaciones de las señoritas y, luego, con una enceradora, sacarle brillo al vestíbulo (no sabía el lujo que era disponer de aquella máquina, me enteré de ello -dos años más tarde-, en Molinoviejo cuando, para sacarle brillo a las baldosas, tenía que utilizar dos bayetas de lana y la fuerza de mis pies). Naturalmente, antes de pulirlo, previamente lo había encerado de rodillas (la enceradora, que también podía realizar esa tarea, no les gustaba a las señoritas, pues, debido a que sus cepillos eran circulares, no llegaba bien a los rincones). Suerte que la cera no tenía que extenderla diariamente, me bastaba pasar la enceradora para mantener el suelo brillante durante..., por lo menos una semana. Menos mal, porque el vestíbulo era más grande que todo el piso de mis padres.

Después ayudaba en la cocina, comíamos, y, como la tarea de servirles la mesa a los numerarios se me había encargado a mí, iba a mi habitación a cambiar mi uniforme por otro de color negro, al que le añadía un delantal blanco con puntillas, y una cofia.

Por la tarde se nos daba alguna clase, y luego acudíamos al planchero, o al lavadero.

A la hora de la cena volvía a servirle la mesa a los señores. Y, después de recoger, teníamos que asistir a una tertulia con las señoritas, donde, en alguna ocasión, encendían la televisión.

Entre unas cosas y otras, creo que nos acostábamos alrededor de las 12 de la noche. Así que por las mañanas, cuando sonaba el artilugio-timbre que habían colocado en todas nuestras habitaciones, me levantaba más zumbada que un zombi.

Las tareas encomendadas eran rotatorias. De vez en cuando se nos reunía y se nos leían los cambios de ocupación. Recuerdo que una de las mías fue, durante mucho tiempo, el mantener limpios los sótanos, asear y reponer de productos los cuartitos de la limpieza, y fregar los cubos de basura, los cuales, por cierto, debía de forrar con papeles de periódico.

Pasaba mucho tiempo en solitario fregando las alargadas baldosas rojas de los pasillos de aquel sótano, pero me entretenía cantando a grito pelado. Me gustaba cantar, en mi periodo escolar gané un troféo con un Villancico, por eso en alguna ocasión pensaba: "Quizás entre los señores del otro lado haya alguno que se dedique a buscar artistas y, si me escucha, igual me propone hacer una película del estilo de las de Rocío Durcal o Marisol". Qué ignorante era.

Cierto es que todavía no me había dado cuenta de donde me había metido. Ana, la subdirectora, se hartaba de decirme que no cantara, pero yo, obedecía su petición hasta que ésta se me olvidaba por completo. Había tantas cosas que no quería recordar..., y cantando, simplemente no pensaba en ellas.

En uno de aquellos cambios de tarea, se me trasladó al planchero. Había allí un tocadiscos y alguien trajo un disco con el Tema de Lara de Doctor Zibago ¡Cómo me hubiese gustado poder escuchar aquel tema en compañía de Carlos o de Juan! ¡Qué romántica era aquella melodía! ¡Qué bonita!


MARCAR, CON AGUJA E HILO, LA ROPA SUCIA

En el lavadero, había una tarea que todas odiábamos, pero que hacíamos sin protestar: Cuando llegaban tandas de numerarios (solía ser en verano), para hacer ejercicios espirituales o convivencias, su ropa sucia que acompañaban con un papel con las iniciales, teníamos que semibordarlas, para reconocer las prendas de cada cual una vez limpias. No podéis imaginar lo duro que era introducir, varias veces, la aguja y el hilo en aquellos calcetines, o slip sudados.

LAS AÑORADAS CARTAS

El único contacto que tenía con mi familia y mi amiga Isabel era la correspondencia (jamás me llamaron por teléfono). Pero ello, debido a que no había cambiado su modo de vivir, su día a día. Desconocían la urgencia, la ansiedad con que esperaba sus cartas y se demoraban demasiado en contestar las mías, no sabían que sus letras eran mi mayor ilusión de aquellos momentos.

Recuerdo que cuando el cartero entregaba el correo, hubiese deseado dejar la tarea que estuviese realizando para ir corriendo a ver si, entre el montón recibido, había una carta para mí. Pero eso lo teníamos rigurosamente prohibido. Las cartas se nos daban durante la tertulia de la tarde o (lo que era peor), la de la noche.

¡Cuántas desilusiones! Me pasaba la mañana pensando: "hoy me escribirá Isabel, seguro que recibo noticias suyas", o "ya hace más de un mes que escribí a mis padres, así que hoy tengo que tener una carta suya, seguro, seguro que hoy dirán mi nombre a la hora de repartir el correo". Sin embargo, casi siempre obviaban mi nombre en la distribución de aquellos tesoros.

Pero un día me llevé una grata sorpresa. La señorita Marta estaba leyendo los nombres de las destinatarias: Conchita..., Pilar..., Mari Carmen..., Amapola... "¡Dios, alguien me ha escrito!", pensé dando un bote y alargando la mano hasta alcanzar el premio. Miré automáticamente el remite: Juana. Mi madre se llama Juana, pero nunca ponía su nombre en el remite sino el de mi padre, el cabeza de familia, por otro lado, aquella no era su letra.

Rasgué nerviosa el sobre y me deleité con la bonita caligrafía de la remitente, mejor dicho, del remitente, ya me había dado cuenta de quién era el tal "Juana". Mi corazón rebosaba alegría. Estaba allí aislada, encerrada, forzada a trabajar duramente, pero, en esos momentos, aquel pedazo de papel en el que Juan me había transmitido sus pensamientos, me hacía la mujer más feliz del mundo. Me contaba que me echaba de menos, que se acordaba mucho de mí, y..., las suficientes cosas como para llenar cuatro carillas.

Fueron muchos los días en que leí aquella misiva, quizás hasta que recibí su segunda y última carta (que también releí infinitamente), tras ésta, no hubieron otras de "Juana". El mundo en el exterior no se detenía y Juan era un apuesto joven, y había cantidad de chicas a su alcance. Lo dicho: ¡Cuántas desilusiones! Isabel me mandó una foto acompañada de sus nuevas amigas.

LAS FIESTAS DE BASAPE

En Basape se celebran las fiestas patronales del 4 al 8 de septiembre. Mi añoranza, a esas alturas, ocupaba toda la cavidad de mi pecho. No se podía sentir más dolor. Era como si se me hubiese introducido un roedor en el estómago. Por aquellos días me puse a recordar las fiestas del año en que había conocido a Juan. En esa época aún no sabía su nombre y entre mis amistades me refería a él por su apellido, que una compañera me había comunicado: Gil.

Bien, pues una tarde, me encontraba en la carpa de los coches de choque, viendo como se divertían los muchachos que disponían de dinero para montarse en un coche de aquellos, cuando de pronto vi venir a Gil hacia aquella feria. Subió el escalón metálico de la atracción donde me encontraba y me miró sin decir nada. Me percaté de que llevaba un descomunal helado de los que se les llamaba 'corte' porque los cortaban de una barra de nata, de chocolate, de vainilla, etc., y te los daban emparedados en dos galletas cuadradas. Podía ser éste del tamaño de un corte, de dos o de diversos cortes, según el dinero que quisieras o pudieras gastar. El de Gil, de ser más grande, no lo hubiese podido abarcar con su gran mano.

Vi que aquello era una buena excusa para iniciar un diálogo con el muchacho, así que me acerqué a él -¡No había visto un helado así, tan inmenso!, -dije señalando su manjar.

-¿Quieres un poco? -Dijo él.
-Oh, no, no gracias.

Creo que ya no hablamos más. Después, no sé si se fue él o si me fui yo, aunque sospecho que ninguno de los dos quería hacerlo. Pero así eran las cosas en aquella época: "los chicos con los chicos, y las chicas con las chicas".

Aquel día había sido muy feliz: ¡Lo había visto!, ¡Él se había percatado de mi presencia!, ¡Nos habíamos dirigido la palabra! ¿Estaría pensando él en mí como yo estaba pensando en él? ¿Habría dibujado algún corazón con nuestras iniciales?: G x A. ¿Conocía mi nombre para poder hacerlo?

Ahora, mientras recordaba aquellas fiestas y aquellas sensaciones, me entraban ganas de llorar. Este año todo iba a ser distinto, no vería a Juan, ni a su prima y amiga mía Isabel, ni a mi añorado Carlos. Cuatro, cinco, seis, siete y ocho de septiembre, cuatro días de morriña. No, no sólo cuatro, la pena se extendió, todos los días rojos del calendario se habían vuelto negros. Daba igual un día que otro, ninguno era festivo, había que trabajar diariamente. Alguien había manipulado los mandatos de Dios: "Y el domingo se hizo para descansar".

Es verdad que un poco se variaba en los días de fiesta. En éstos paseábamos por una aburrida carretera, vigiladas y acompañadas por una señorita. Tampoco se nos daba clases. Pero igual había que limpiar, hacer la comida, fregar los platos, asistir a misa y comulgar como todos los días.


EL DESCANSO DE LAS SEÑORITAS

No recuero cuantas señoritas había en la casa. Sé que estaban: el triunvirato compuesto por la directora, la subdirectora y la secretaria, pero, a parte de éstas y una que se llamaba Marisol, no consigo recordar quienes eran las otras, ni su número. Claro que teniendo en cuenta que algunas venían solo a descansar y después de unos días regresaban a su residencia..., es dificil, después de tantos años, precisar ese dato.

Había una cosa que me chocaba extraordinariamente: ¿Cómo podía ser que siendo, la mayoría de las señoritas, unas chicas tan jóvenes (y, teniendo en cuenta que la faena dura la realizábamos nosotras, sus criadas), pudieran cansarse tanto como para necesitar venir a reposar por unos días?

También me llamaba la atención observar que en su comedor hubiese un casillero para sus medicinas; cada cual tenía su dosis de pastillas ¿Es que estaban todas enfermas?


EL PLAN DE VIDA

Una tarde estábamos en el lavadero, unas cuantas chicas, marcando iniciales en la ropa sucia, cuando llegó Marta y le dijo a P. que se fuese con ella. La muchacha estuvo ausente al rededor de medía hora. Otro día vi que otra señorita se llevaba a M. C. Yo estaba intrigada, pero si les preguntaba solo me decían que habían estado charlando con las señoritas. ¿Por qué se las llevaban si durante ese tiempo no podían realizar sus tareas que, por cierto, recaían en el resto de nosotras? ¿De qué podrían hablar? Estaba deseando que me llamaran a mí para esas extrañas charlas. "Cuidado con lo que deseas que puede hacerse realidad".

-Amapola, deje lo que está haciendo -me ordenó Marta-, y véngase conmigo.

Todo cambió para mí desde ese instante.

-"Yo no quiero ser monja".
-"Nosotras no somos monjas, somos gente corriente que nos santificamos con el trabajo bien hecho".

Recuerdo que nunca encontraba las palabras adecuadas para replicar las suyas. Además las señoritas me pagaban (sí, ganaba 1.300 pesetas, trescientas más que en el comercio de Basape, pero aquí no tenía seguridad social, ni me daban el sueldo, ellas me lo guardaban, descontando de él las cosas de uso personal que les compraba) y , como eran mis patronas, creía que debía obedecerlas en todo, me intimidaban.

Marta me preparó un "plan de vida", así le llamaban a una lista de normas espirituales que había que cumplir puntualmente: Hasta la hora de la misa, rezar el mayor número posible de jaculatorias. A las 8, la misa y la comunión. Luego más jaculatorias. A las 12, el ángelus. A la 1 menos cuarto, un cuarto de hora de lectura piadosa. Más jaculatorias. Por la tarde el rezo del santo rosario. Más jaculatorias. Mortificaciones, como la de no comerse la pieza de fruta que te gusta, eligiendo la que menos te apetece, ducharse con agua fría... Cuidar los detalles pequeños, por ejemplo, agacharse a recoger un papelito del suelo. Ofrecer a Dios el trabajo de cada día. Y ofrecerle también cada dolor o sufrimiento, evitando quejarse de las molestias.

Una vez a la semana nos daban una charla, en el oratorio o en una salita, de cualquier modo cerraban todas las ventanas y apagaban todas las luces, dejando encendida únicamente la del flexo que había en la mesa de la oradora. Cada mes nos preparaban un retiro espiritual.

Debía de confesarme todas las semanas con el sacerdote de la casa y, a la vez, volverme a "confesar", igualmente cada semana (en el día y hora que me habían asignado), con mi directora espiritual.

Una de mis directoras, durante un tiempo, fue la señorita Marisol, hasta que enfermó. Permanecía en la cama durante todo el día. Me dijeron que tenía hepatitis. Quizás sí tuviese esa enfermedad, pero también tenía alguna relacionada con los nervios, porque... Un día, cuando fui a limpiar el despacho de la directora, encontré un boquete en el armario donde guardaba con llave los papeles importantes. Me llamó la atención, pero, por discreción, jamás hubiese preguntado nada al respecto, sin embargo, fue la propia señorita Marta la que me explicó que "Anoche la señorita Marisol se puso nerviosa y me tiró un zapato a la cabeza, me aparté y fue a impactar contra el armario".

Mi dormitorio estaba justo encima de dicho despacho y, ahora que mencionaba aquello, caí en la cuenta de que había oído mucha bulla la noche anterior, pero nunca me hubiese imaginado que aquellas personas que pretendían ser santas, llegaran a perder la cabeza de aquella manera. Por otro lado, ¿como podía un zapato hacer un agujero en un armario? Pienso que a lo sumo, hubiese dejado la marca del impacto antes de rebotar hacia otro lugar. Pero..., ¿por qué iba a mentirme Marta?

Con el tiempo, la señorita Marisol empeoró y la cambiaron de residencia. No obstante, le permitían que viniese a confesarse con el cura de Viaró. Me llamaba mucho la atención aquella venia. Decían que eran pobres y sin embargo, a pesar de que en todas las residencias tienen a un sacerdote, le permitían gastar en los viajes de ida y vuelta, tan solo para confesarse en nuestra casa.

No fue la única cosa que me chocó.


UNOS DÍAS DE ILUSIÓN

Antes de la Navidad se me concedieron unos días para viajar a casa de mis padres y la alegría volvió a mi corazón. Planeé el viaje con mucho entusiasmo. Compré un cuento para mi hermanita Margarita, recuerdo que era una historia sobre un conejo que vivía en un hoyo subterráneo y que, de repente, le cayó dentro de su hogar el huevo de una gallina descuidada que había permitido que éste rodara hasta su agujero y..., en fin, una bonita historieta, sabía que le gustaría tanto como el regalo que le mandé, por su sexto cumpleaños, el cuatro septiembre. Si no recuerdo mal creo que fue una balanza con sus pesas y todo.

Como todavía no había pitado, las señoritas me dieron el dinero que había ganado con mi trabajo, que resultaron ser siete mil y pico pesetas. Ese fue todo el capital que me pagaron durante los 4 años que permanecí con ellos, ya que (como contaré), consiguieron que me hiciese del Opus y, a partir de entonces, no me dieron ni un céntimo más. Tampoco pude hacer ningún regalo más, ya que éramos pobres.

En el tren estaba segura de ser la mujer más feliz de todos los vagones, por fin podría ver a mis padres y a mis tres amores: Isabel, Juan y Carlos. ¡Qué ganas tenía de llegar! Cuando me apeé en Micast, desde donde un autobús me llevaría a mi pueblo, el corazón no me cabía en el pecho.

Mis padres se alegraron de verme, sobre todo cuando les entregué todo mi dinero. Pero luego..., hubieron momentos en que pensé que ya se habían acostumbrado a estar sin mí y que casi les molestaba mi presencia. Era un piso muy pequeño para tantas personas. Sesenta metros cuadrados para: mi padre, mi madre, mi abuela, mi hermanita y yo. A mí (después de vivir en la gigantesca casa de Viaró), se me antojaba diminuto.

Durante mi ausencia de allí, había olvidado sus continuas disputas, pero éstas existían, eran el acíbar que amargaba todos los otros dulzores.

Fui a casa de Isabel y le di la sorpresa de mi llegada. Cuando salió de su asombro, nos abrazamos ilusionadas. Luego le conté algunas cosas de mi nueva vida y, por último, quedamos para vernos y salir el domingo. Recuerdo que ese día, paseábamos por el coso en compañía de su cuñada Rufina y de Juan, cuando acertó a pasar por allí Carlos. El corazón me dio un vuelco. Recordaba que Juan había trabajado con él en un taller, así que le sugerí que lo invitara a ir con nosotros a casa de Rufina, ya que, estábamos planeando ir a bailar allí. Pienso ahora que a Juan no le gustó mucho mi petición, pero, de todas formas, se acercó al muchacho y le pidió que nos acompañara.

Hacía demasiado tiempo que yo no hablaba con él, creo que desde el día en que le reclamé un anillo de plata que le había prestado, con la romántica intención de que me lo devolviese después de haber estado una temporada en su poder, y, cuando se lo pedí me dijo que ya no lo tenía, por lo que me enfadé bastante. Ni siquiera me despedí de él cuando me fui a "estudiar". Cierto que no tuve oportunidad de hacerlo, el chico ya no trabajaba en mi calle y, nuestra falta de comunicación, impedía que fuera a buscarlo para comunicarle lo del viaje. Ya en casa de la cuñada de mi amiga, comprendí que había cometido un error al invitarlo. No le vi ningún interés por sacarme a bailar, creo que ni siquiera hablamos. Lo achaqué a su timidez. Y Juan..., si no hubiese estado Carlos tal vez se hubiera atrevido a bailar conmigo alguna pieza, pero..., ¿había herido sus sentimientos? Quizás fuera por mi forma de vestir, por mi recatamiento, por mi ñoñería... Suerte que en aquel guateque había otro chico. Fue él el que me acompañó a casa cuando decidí marcharme.

¡Todos aquellos meses pensando en mis amores...! ¿Tanto había cambiado? ¿En qué se habían convertido aquellos sueños míos tan románticos?


LA VUELTA A MI FUTURO

Antes de regresar a Viaró, aproveché para ir a la peluquería y arreglarme el pelo. Sin embargo, la peluquera no logró, con aquel moderno y bonito peinado, iluminarme el rostro. Mis ojos estaban tristes, algo dentro de mí minaba mi alegría.

Al día siguiente, el tren me devolvió a mi futuro.

Llegué la víspera de año Nuevo y pude celebrar con mis compañeras el cambio de año. Recuerdo que aquella noche, durante la cena, bebimos champán y, no sé por qué, Rosa vertió su copa en mi cabello arruinándome el peinado. "Hay que poner la otra mejilla", pensé, y no derramé la mía en el suyo. "Tienes sangre de horchata", hubiese dicho mi padre.

Debía pasar a servirles la cena a los numerarios, por lo que no me daba tiempo de lavarme la cabeza, aún así hice lo que pude para salir airosa de aquel trance.

Pero, aquella noche, me compadecí muchísimo de mi misma. No sería la primera vez. Hasta hoy, recordándome, me compadezco de aquella niña que fui.

A las 12 comenzó el año 1967. Nada que celebrar. ¿Habría alguien en ese instante que estuviese pensando en mí? ¿Me quería alguna persona? ¿Dios sí lo estaba haciendo? "Dios sí me quiere, así que qué más da si los demás me olvidan".

Me dormí llorando.

Sin saberlo, aquellos acontecimientos estaban siendo el arado y la semilla de mi vocación.


LA VISITA DE MIS TÍOS

Una hermana de mi madre, vivía en Granollers, población cercana a San Cugat del Vallés, así que una tarde, ella, su esposo y mis primos: Rosa Mari y Jesús, vinieron a verme.

Por la expresión de la cara de Ana, la subdirectora, cuando me comunicó que mis tíos habían llegado sorpresíbamente a verme, interpreté que éstos no eran bien recibidos. No era habitual que alguien de nosotras recibiese visitas de sus familiares.

Se me permitió verlos en la salita que hay junto a la puerta de entrada, y, desde luego, ellos no pudieron pasar de allí. Yo, por mi parte, al creer que mis tíos eran un incordio para las señoritas, mis jefas, me porté con ellos algo distante. De todas formas, no tenía muchos temas de conversación con los que entretenerlos, así que no les quedaron ganas de volver a visitarme.

EXCURSIONES

Aquel encierro de internado sólo se interrumpía con los paseos dominicales por la carretera y con, eso sí que era divertido, alguna excursión como la que hicimos a la montaña de Montserrat. Recuerdo que, gran parte del camino de ascenso, lo realizamos a pie por una escalera que no tenía fin. Suerte que, una vez arriba, repusimos nuestras extenuadas fuerzas con un queso tierno empapado en miel, que nos vendió una mujer que había allí.

También nos llevaron, en alguna ocasión (creo que no pasaron de dos), a Llar, una casa de..., como la llamaría, de caza y captura de chicas estudiantes; donde disponían de un salón de proyección de películas. A mí me parecía abusivo el precio que nos cobraban por ver una peli, sobre todo porque no nos daban opción a asistir a otros cines, tampoco podíamos elegir el día: "Hoy como es domingo me voy a Llar a ver una película", no, eran ellas las que nos decían: "Esta tarde iremos a Llar a ver tal película".

Acostumbrada como estaba a no pagar más de un duro por ver una sesión doble en un cine de Basape, me parecía un robo el pase para aquella sala. En estos momentos no recuerdo cuanto era el importe, pero sí que me parecía carísimo, por lo que creo que costaría mucho. Además, en una ocasión... Nos habían llevado a ver una película sobre la muerte de Jesucristo, no recuerdo el título, sólo sé que era en blanco y negro; no por que fuese antigua, sino porque el director había tomado esa opción para darle más..., he olvidado lo que argumentaron, más realismo o algo así. Se habían rodado las escenas en lugares resecos y pedregosos, y el argumento me parecía poco atractivo, por lo que, como tenía a la señorita Marta sentada junto a mí, le comenté, varias veces, que no valía la pena haberse gastado el dinero de la entrada para ver semejante rollo. Ella se molestó, se molestó tanto que me pidió que abandonase el cine; cogiese el tren de cercanías con el dinero que me puso en la mano; me presentara en Viaró; y comenzase a preparar la cena.

Totalmente injusto. Yo había pagado mi entrada, así que nadie tenía derecho a (aunque protestara), impedirme permanecer en el salón, como mucho, se me podía haber pedido que no hiciese comentarios. Además, si el resto de las chicas disfrutaban de aquellas horas libres ¿por qué se me mandaba a mí a trabajar?

Sencillamente se me estaba dando una lección de hipocresía, tendría que haber dicho que la película era maravillosa.

En la charlas, confesiones, homilías, retiros, tertulias, etc., se exponían unos ideales que a veces veía como contradecían ellas mismas.

CONTRADICCIONES

Recuerdo que en una ocasión, llegaron a nuestra parte de la casa, un grupo de chicas (desconozco si eran numerarias, criadas, o posibles pitantes), para hacer un día de retiro. Cuando llegó la hora de la comida, ésta se les sirvió en el aula donde se nos daba las clases. Bien, pues a la hora de saldar el gasto alimenticio, hubo un rifirrafe entre la directora de Viaró y la encargada de aquel retiro espiritual, increíble de encajar en el espíritu de la Obra. ¿No se suponía que eran "hermanas"? ¿No estaba ya estipulado en cada casa el gasto del cubierto? ¿Por qué se quejaban las visitantes de precio excesivo?

Para colmo, cuando ya se habían marchado, la señorita Marta comentó conmigo aquel desacuerdo con las del retiro. ¿Dónde estaba su discreción? ¿Dónde su caridad? ¿Por qué una persona como ella criticaba a sus correligionarias? Si yo, una persona que todavía no pertenecía a la Obra, cuidaba con especial esmero todas sus enseñanzas piadosas ¿por qué ella, una directora del Opus Dei, no ponía en practica sus propias lecciones?


MENTIRAS

Había otra cosa que me intrigaba: la chica de la centralita tenía permitido mentir.

En muchas ocasiones, aún sabiendo que la persona (por la que venían a preguntar, o requerían por teléfono), estaba en casa, debía de coraborar la mentira de dicha persona, diciendo que se encontraba ausente. ¿Dónde estaba la "sinceridad salvaje" de la que hacían gala?, ¿dónde la honradez?

Otra cosa chocante, para mí, era la hoguera que me hacían hacer, en la parcela destinada a un futuro jardín. En dicha hoguera, además de quemar el contenido de los contenedores de los cuartos de aseo de las señoritas, se incineraban también unos papeles que, previamente, había hecho añicos la directora.

¿Qué habría escrito en aquellos documentos? ¿Por qué se deshacían de ellos de aquella manera?

DATOS DE LAS EMPLEADAS

Un día, cuando fui a hacer la limpieza de la habitación de la subdirectora, me llamó la atención ver la foto de una de las cocinera del pabellón del comedor autoservicio del colegio. Dicho comedor, destinado a los alumnos, no era de nuestra incumbencia, lo atendían personas externas, pero, en alguna ocasión me habían mandado a llevar o traer alguna cosa, y conocía a las cocineras. La foto que menciono estaba sujeta con un clip a unos folios en los que se detallaba la vida y milagros de la persona del retrato. ¿Para qué necesitaban tantos datos de una empleada?


OLVIDADA

A medida que pasaban los días me iba sintiendo más y más sola, las cartas de mis padres se espaciaban más de lo deseado, y mi amiga Isabel..., bueno, ella seguro que se acordaba de mí pero seguramente tendría muchas cosas que hacer.

Ahora era mi directora espiritual mi única confidente, no en vano se le llamaba "confidencias" a ese rato de diálogo semanal que se me había "impuesto", con mi consentimiento, naturalmente.

Necesitaba sentirme apreciada, así que pensé que si me hacía de la Obra, todas ellas me considerarían su hermana y me darían ese afecto que estaba necesitando. Era muy triste sentirse olvidada por todos tus seres queridos.

Sin saberlo, desde la primera "confidencia", habían estado sembrando en mí la vocación. Con el tiempo descubrí que aquella casa, como todas las suyas, estaba destinada para hacer proselitismo. Pero entonces desconocía muchas cosas, demasiadas.

Y..., PITÉ

Una mañana (después de uno de aquellos retiros espirituales mensual, en el que se nos había insistido que, ya que Jesucristo había dado la vida por nosotros, nuestro deber era hacer otro tanto por Él), decidí que ya era hora de pedir mi admisión en la Obra.

Además del sacerdote, mi directora de "confidencias" me había estado presionando lo indecible para conseguir aquel resultado y, por fin podrían conglaturarse por su pesca.

Yo soy una persona de palabra, me puede costar dar el sí, pero una vez que sale de mi boca, cumplo con lo prometido aunque me deje la vida el ello.

Creo que aquello fue pera mí como una especie de suicidio, sabía que a partir de aquel día no tendría que pensar jamás en los chicos, ni en formar una familia, ni ser libre para decidir, bueno, esto último todavía no había tenido oportunidad de experimentarlo. Nunca había sido libre, primero debía hacer lo que mis padres querían y ahora debería hacer lo que los del Opus quisieran. En cuanto a los chicos..., nadie me había dado un beso de amor, si he de decir la verdad, como en el cine cortaban esas escenas y en la vida real nadie se besaba por la calle, los besos en la boca eran totalmente desconocidos para mí, no me había percatado de que existieran.

Era un suicidio porque sabía que aquello no tenía vuelta atrás, había dado mi palabra y ya no me podría arrepentir.

F. U., C. B. y Pilar Masmiquel, vinieron a abrazarme llenas de alegría. Fue entonces cuando me enteré de que (aunque lo llevaban en secreto, cosa que a mí también se me había pedido), ellas eran igualmente de la Obra.

"Ahora llevas el farolillo rojo", me dijo la señorita Marta. "¿Qué es eso?", pregunté. "Es el recordatorio de que tenemos que vigilarte constantemente porque tu vocación es recién nacida y necesita de nuestros cuidados. Pero también es una carga que debes pasar cuanto antes a la vocación nueva que tú consigas para la Obra. El Padre pide que cada una de sus hijas le consiga, por lo menos, tres vocaciones anuales".

Una vez escrita la carta al Padre, pidiéndole que me admitiera en su Obra, mi "plan de vida" fue aumentado considerablemente. Ahora tenía que rezar diariamente unas preces en latín que leía en una octavilla doblada, de color amarillo, que me dieron; rezar más jaculatorias; asistir a una reunión a la que llamaban "Circulo"; hacer la "corrección fraternal" a mis hermanas, etc., y lo más doloroso: llevar dos horas al día el cilicio. "La disciplina" te las darán en tu centro de estudios², me dijo mi directora.

CILICIO: Cadenillas de hierro con puntas, ceñida al cuerpo junto a la carne, que para mortificación usan algunas personas.

DISCIPLINA: Instrumento, hecho ordinariamente de cáñamo, con varios ramales, cuyos extremos o canelones son más gruesos, y sirve para azotar.


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