Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Recuerdos del camino
Índice
1. Introducción
2. Infancia
3. Vocación - Centro de Estudios
4. Valencia - Apostolado
5. La Administración
6. Etapa final: Murcia
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RECUERDOS DEL CAMINO
Autora: Carmen Charo Pérez de San Román
Numeraria del Opus Dei de 1972 a 1990

 

LA ADMINISTRACIÓN

Al terminar la carrera, te piden que hagas una propuesta profesional. Yo, como he dicho, no sabía si había cursado Pedagogía o Peritaje Mercantil. No tenía ilusiones profesionales. Creo que propuse dar clase en el colegio Guadalaviar, obra corporativa. También planteé preparar oposiciones… No sé.

Entre las propuestas, está bien visto, y por si no se te ocurre, te lo aconsejan…, es bueno decir que una está dispuesta a dedicarse a la administración de los centros de la obra. Yo también lo dije, y realmente con ilusión. Quería estar completamente disponible, y me apetecía. Tengo que decir que me gustaba y me gusta mucho el trabajo de la administración.

Por otra parte quería descargar económicamente a mis padres. Les había supuesto una carga costosa darnos a todos mis hermanos una carrera. Yo durante los cinco años de mi carrera, tuve que dar clases particulares para contribuir a mi sostenimiento económico. Me sentía incapaz de pedirles que siguieran manteniéndome mientras preparaba oposiciones o algo similar, por un tiempo indefinido.

El hecho de que todos en la Obra, fuéramos responsables de nuestro mantenimiento económico, es algo que he agradecido muchas veces, porque se aprende a ser responsable y a mi me produce gran satisfacción poder decir que no les debo nada. Mucha gente tiene la idea de que nos han pagado la carrera, como pasa en las congregaciones religiosas.

Aunque no creo que se nos exigiera el mantenimiento personal a cada uno como algo que favoreciese nuestro crecimiento personal, sino por puro interés pesetero. Siempre he comprobado cómo en la obra el dinero importa mucho. Todo era pedir y pedir y nunca dar. Pedir a las supernumerarias, cooperadoras, las propias familias... y todo era poco.

He conocido varias campañas de pedir dinero. Por otra parte, escatimar con los propios hijos de Dios en la obra, en su salud (conmigo sí que se gastaron un buen dinero cuando ya no tenía remedio y me aconsejaron ingresar en la clínica universitaria dos meses), en el tema laboral. Esto, además de tacañería, supone delito.

En la obra ha habido muchísimos años en los que no se hacía contrato laboral ni se pagaba el seguro social a ninguna numeraria ni auxiliar que trabajaran en la administración. A las auxiliares, no sé si actualmente también, se les asegura como empleadas de hogar, trabajadoras de una unidad familiar, de forma que el seguro salga más barato, y no tengan derecho a paro. Realmente, los centros no son unidades familiares sino empresas y tendrían que estar aseguradas en el régimen general, que es más caro y sí da derecho a cobrar el paro en caso de baja laboral o rescisión de contrato, por ejemplo, cuando una decide irse.

Me salgo completamente de mi historia, pero sí quiero aprovechar para comentar, sobre este tema, el caso de una auxiliar que acudió a mí queriendo abandonar la obra y le sucedió lo siguiente: ella estaba contratada como empleada de hogar en un centro. Tuvieron que operarla, y, antes de la operación la despidieron de ese trabajo y le dieron de alta en el régimen general, con el fin de que mientras estuviera de baja pudieran cobrar por ella la baja. Hay que añadirle el agravante de que estando de baja, a los diez días de la operación, le obligaron a levantarse a las seis de la mañana, como a todas, para hacer todas las limpiezas, como si estuviera bien. Más adelante quisieron que fueran sus padres los que corrieran con los gastos de su rehabilitación.

¡Si esto es una familia que baje Dios y lo vea! Una vez más se vuelve a repetir mi teoría de que la obra ve lo que quiere, y siempre actúa en beneficio propio y perjudicando a los que son sus hijos. Una vez más me resulta patente la malicia.

En cuanto al tema del dinero, a mí también me dijeron el año 79 que fuera al UNIV, y quisieron que les pidiera el costo del viaje, a mis padres. Me sentí incapaz de hacer semejante cosa, con el sacrificio que ya les costaba mantenerme. Esta, por cierto, fue una experiencia espantosa, en gran medida por lo que tiene de agresividad proselitista esta convivencia, cosa que yo no me sentía capaz de ejercer. Entonces, esta incapacidad la interpretaba como inutilidad y no como inmoralidad o incapacidad moral.

Las visitas a Villa Tevere y Villa delle Rose, me dejaron una profunda sensación de miedo y desazón interior, siempre con la sensación de tener que estar a la altura, comportándote de una forma rígida, y yo, con la certeza de que antes o después metería la pata. Todo estaba controlado, guiado…No me sentí para nada en casa, no ví ningún calor humano, descomplicación, acogida sincera…Yo me sentía permanentemente como amenazada y vigilada.

No pitó ninguna de las que iba conmigo, y me vieron tan descolgada que me mandaron a dar paseos por Roma con las descolgadas como yo, en vez de ir a más tertulias con el Padre. Yo, interiormente, sentía que algo iba mal en mí, no que no era mi sitio. Recuerdo que me asignaron una numeraria para que recibiera mi charla en la convivencia. Ni que decir tiene que me tuvo que perseguir porque yo no quería tener que comentar semejante tapón interior a una persona a la que no iba a volver a ver, y era absurdo decir que todo iba bien, cuando era evidente que no era así. No tuve más escapatoria y me agarró por las bravas en el autobús ya de vuelta para España. Ahí no había posibilidad de escapatoria.

Por otra parte, podría decir que he recibido una formación humana, doctrinal… Francamente, lo humano, creo que cada uno lo llevamos dentro y en la obra se puede dar el ambiente adecuado para practicar ciertas virtudes, como por ejemplo, la austeridad, la responsabilidad, el espíritu de trabajo… Yo crecí humanamente, pero porque la exigencia era mía, surgía de mi interior. Sólo cuando se asume este crecimiento de forma libre y personal, se crece humanamente. La imposición supone una atrofia en la persona y antes o después ésta salta.

En cuanto a lo doctrinal, puedo decir que no me caló realmente en mi interior nada. No eran conocimientos que dieran otra visión a mi fe, a mi vida espiritual. Era más bien, como una peluca, un postizo que te colocas, pero que no forma parte de ti. La formación doctrinal y espiritual que recibí no contribuyó para nada a tener una experiencia profunda de Dios. Eso lo he conocido después, a mi salida del Opus Dei.

Lo que sí creo que he aprendido en la Obra es a trabajar bien cuando viví en la administración. Me gustaba la forma ordenada y responsable de trabajar, y el hecho de que cada una escribiera la praxis del servicio por el que pasaba con el fin de facilitar el trabajo de quien continuase con el mismo.

Siguiendo con la formación doctrinal, sí que recibí de la Asesoría, cuando lo pedí, el certificado con las calificaciones de todo el bachiller teológico. Me quedé de piedra, porque figuraban unas notas estupendas, que jamás conseguí ni en la carrera ni en el bachiller. Puedo decir al día de hoy que no me queda nada, absolutamente nada de dicha formación.


Con mi estancia de tres años en Tetuán, y hasta que acabé la carrera, se terminaba otra etapa en mi vida.

Volví a sentir el alivio de cuando dejé el centro de estudios. Cambiaba de casa y de tarea. Seguro, que estaría mejor. Ahora me doy cuenta de que mi estado interior iba permanentemente a peor con el paso del tiempo, pero parecía que mejoraba algo al cambiar de ciudad, situación, centro, personas… Al poco tiempo volvían a aparecer los síntomas, cada vez más agudos, de que algo no iba bien en mi vida.

Así pase a vivir en la administración de Albalat, del centro de estudios de los chicos.

Ese año fue fantástico. Lo recuerdo como un vivir para dentro, con un trato con el Señor más íntimo o más dulce, más sereno. Me entusiasmaba la rutina de las tardes enteras planchando camisas, en silencio o en conversación con las auxiliares.

Mi cuerpo agradeció un trabajo físico duro, movimiento, cansancio… porque luego descansaba mejor.

Desapareció la tensión constante de buscar pitables debajo de las piedras. Si embargo, a lo largo de ese año tuve bastante relación con una antigua compañera de curso y salía solo el hablar de lo entusiasmada que estaba con mi vocación, con mi tarea: encontrar a Dios en las tareas sencillas, humildes, escondidas. Buscar sólo Su contento y aprobación… Fue una especie de experiencia mística. Creo que este fue el único verdadero apostolado que hice en todos mis años en la obra.

Por otra parte, ya había aprendido a vivir en un centro. Ya no chocaban tantas cosas que he comentado anteriormente. Las asumía con más naturalidad.

Conocer a las numerarias auxiliares fue también algo fantástico. He conocido personas de una talla humana y espiritual tremenda, y me gustaría nombrarlas para rendirles un pequeñísimo homenaje. Entre ellas, y posiblemente me olvide de muchas, están María del Moral, Charo Pascual, Marian Andrés, Rosario Lázaro, Lute, Mari Pernía, Isatxu Abin, Nati Pagés, Charo y Toñi Piñeiro, Sinda Vazquez, Deme San Andrés, Carmina Calvelo, Salomé, Conchin Moliner, Basi Díaz, Lola Fernandez, Mª Carmen Castro, Mercedes Sales, Maru Sala,…Hay muchas de las que me acuerdo y he olvidado sus nombres. En los últimos años tomé tanta droga que tengo verdaderas lagunas de memoria.

De todas estas personas recibí mucho cariño. Por ellas sí que me sentí verdaderamente acogida. Con ellas sí que tuve la experiencia de familia.

Quizá también me hacían sentir importante. Era la primera vez que me sentía presente y valiosa.

Cualquier numeraria era un poco la referencia para ellas. Aunque no tuvieras ni idea de nada, la delicadeza era exquisita para enseñarte sin que te sintieras humillada o ignorante. Te consultaban cualquier modo de hacer, aún a sabiendas de que no tenías ni idea. Hace falta auténtica categoría humana para vivir así. A mí, esa sencillez, y ese cariño me facilitaron mucho la vida. No me costó quererlas mucho y creo que puedo decir que las quise mucho a todas las que conocí.

Sí que había numerarias auxiliares con espíritu infantil, por otra parte, necesario muchas veces, para ser grata a algunas directoras.

Yo, el primer año, sólo me dediqué a disfrutar, disfrutar de la rutina del horario, del cansancio del trabajo físico, de la sencillez de las auxiliares, de la tranquilidad en la vida de piedad…

Ese año hice la fidelidad en el colmo del fervor por mi entrega al Señor.

La fidelidad iba precedida del testamento manuscrito, en el que se dejaba a disposición, no de la Obra, no, sino de una serie de personas o entidades, todos tus bienes. Te daban un modelo que se debía copiar sin ninguna equivocación, con letra meridianamente clara. Yo lo tuve que repetir como 6 ó 7 veces. Estaba ya aburrida. A pesar de eso, como nadie me explicó, (reconozco que yo tampoco lo pedí. Simplemente me fié) no me acuerdo de nada, ni de las personas a las que yo dejaba mis bienes, ni qué significaban muchas expresiones que para una persona de a pié no son habituales. Yo entonces tenía 24 años. Ni que decir tiene que no me quedé con ninguna copia del mismo. A mi salida de la Obra, lo pedí varias veces y ni siquiera me respondieron, simplemente no me lo dieron. Tuve que volver a un notario para hacer uno nuevo e invalidar el anterior.

Este es otro detalle en el que se puede valorar la confianza que yo y muchos pusimos en la Obra como verdadera familia. Nos saltamos todas las medidas de prudencia que se deben tomar a la hora de una decisión importante, como conocer perfectamente a qué nos comprometemos y leer de forma exhaustiva el documento que vamos a firmar.

Yo actué como lo hice porque me fié absolutamente, como lo hubiese hecho si mi padre me hubiese pedido que firmara aquel testamento. Porque sé que me quiere, a su modo, pero me quiere. De las personas que representaban al Opus Dei en ese momento, pensé lo mismo. Años más tarde comprobé que no había cariño, ni familia, ni nada.

De ese año 1980, recuerdo bien el curso de retiro. En general tengo gratísimo recuerdo de los cursos de retiro. Muchos los hice en Torreciudad, en los meses de invierno, cuando no había un alma por allí, corría un aire helador que te cortaba la cara, y se disfrutaba de una vista fantástica de los Pirineos nevados al fondo del pantano. Cinco días de absoluto silencio, para mí eran una delicia.
Poder disfrutar de una casa tan bonita, decorada con un gusto exquisito, aquel olor a madera y a cera, los detalles de la administración cuidados al máximo, todo en orden, perfecto, la comida caliente y en su punto, cosa no habitual en los centros de la sección femenina. Yo puedo decir que sólo he comido bien en los centros en los que había numerarias auxiliares.

Ese año, 1980, el curso de retiro fue especialmente fuerte para mí, y creo que el momento supremo de mi holocausto. Nunca más volví a tener tentaciones de abandonar la obra, mi vocación. Aquello sí que fue una entrega total, anulando mi persona de forma radical, exigiéndome una entrega absoluta. Allí enterré mi ser personal para disolverme en la masa del Opus Dei.

Aun conservo algunas notas que tomé y en las que decía cosas como: "He descubierto que mi vida no es mía, mi vida no es para mi. Le debo una lealtad absoluta a la Obra". "El Señor me ha pedido la vida, el corazón entero. Tengo que renunciar a todo lo mío, que no sirve. Tengo que tener menos compasión conmigo, poner todo lo que soy, tengo y hago, al servicio del Señor" "No tengo derechos. Le he dado al Señor mi forma de pensar y mi forma de ser" "Tengo que salir de mi, olvidarme de mí, por los demás. Lucha decidida contra mis defectos" "Los demás siempre tienen derecho a enriquecerse de mi"…

Hago referencia al Señor, pero luego todos los propósitos se traducían en una entrega ciega y rendida a la obra a través de sus directores. Me planteé la vida como una negación de todo lo mío, una renuncia a todo, un sacrificio absoluto por la obra…

Crecer en el amor de Dios suponía pisar todo lo que fuera personal (todo era soberbia, egoísmo…), dudar del propio juicio, obedecer todas las indicaciones de las directoras. Era una negación y una imposición más que una descomplicación del alma y un crecer en libertad interior. La vida interior se reducía a cumplir las normas y costumbres conforme se indicaba por el Padre y los directores…Era más una contabilidad que un crecer en la infancia espiritual de que hablaba Santa Teresa del Niño Jesús.

Yo creo que poco a poco, a partir de este momento, me fui complicando interiormente, haciéndome rara, cuadriculada, maniática de las "cosas pequeñas".

Me debieron ver en disposición excepcional, y me nombraron subdirectora del centro, cargo en el que permanecí los dos años siguientes.

Aquí comenzó nuevamente mi calvario. Puse los pies en la tierra, y llegaron los desencuentros. Choqué con la directora, a la que no veía coherente ni entregada. Este era un tema personal suyo, por lo que no voy a abundar en él.

Las reuniones del consejo local muchas veces consistían en cotillear y hablar con poca caridad sobre las personas. Reconozco que me chocaba, pero también pensaba que si la directora llevaba tantos años en consejos locales y era muy bien considerada por la delegación, a mi me faltaría algún dato.

Recuerdo que una auxiliar, que estaba pasándolo fatal, le escribió por su cuenta al Padre, sin entregar la carta para que se mandara a través de la delegación, y la bronca que le cayó por parte de la directora fue monumental. Había gran preocupación por el qué dirían en la delegación y la asesoría, más que por la situación de la persona.

Nuevamente al contar esto, veo que los fallos con los que topé se debían en gran parte a las personas más que a la Obra como institución, sin embargo, no eximo a la Obra de su responsabilidad, porque nunca vi que se actuara con claridad, transparencia y verdadera fraternidad cristiana. Todo eran dimes y diretes por aquí, consultas a la delegación… Ellas actuaban por su cuenta sin que tú te enteraras… ¡Un lío!

Lo que sí puedo decir es que no se vive como en una familia, en la que se puede hablar abiertamente y a la cara, con cariño, en la que se pueda dar una reconciliación clara y sincera.

Yo, hice saber en delegación lo que me pasaba con la directora. Siempre se me recomendaba que rezara, tuviera paciencia…El sacerdote del centro, un recién ordenado con exceso de celo, me molía tachándome de soberbia. Ahora veo que se debiera haber actuado con más transparencia. Como yo no llevaba su charla personal, no tenía libertad para decirle abiertamente lo que pensaba de ella, lo que creía que estaba mal…

En la Obra no se vive un cariño abierto y transparente. Siempre tiene que haber alguien haciendo de árbitro, quizá para controlar y estar al tanto de lo que pasa en cada casa. Eso hace que la convivencia sea retorcida y difícil.

Dos recuerdos que uno a este tema son, por una parte la complicación del correo interno que los centros tienen con la delegación. Ya no recuerdo cosas concretas, pero sí que me chocó que hubiera claves para hacer distintas cosas, creo que con el fin de que si aquello caía en manos de una persona ajena, no se enterara de lo que ponía. Por ejemplo, si se nos hablaba de un tema de una persona, el nombre de la misma iba en otra hoja separada. Quizá todo esto se pueda ver como medida de prudencia. Yo más bien pensé en retorcimiento y complicación, excesivo misterio, manía persecutoria. Por otra parte, el correo siempre se lleva en mano ya sea al centro o a la delegación, incluso cuando los centros están en una ciudad distinta a la delegación.

Aquel año tuvimos una comisión de servicio, o una visita de una directora de la Asesoría Central, para comprobar cómo se vivía el espíritu. No conocí ninguna antes, ni después. Tengo un recuerdo penoso. Aquello no fue una visita de familia. Se creó un ambiente tensísimo en la casa. Todo debía estar perfecto, la casa, los uniformes de las auxiliares, las sonrisas bien colocadas. Había que tratarla de usted…A mí, con semejante ambiente ni se me ocurrió plantearle mis problemas con la directora. Más valía malo conocido, que bueno por conocer.

Entre los recuerdos personales, me vienen a la memoria dos que hacen referencia, al cariño por la propia familia y el desapego.

Mi hermana vivió en Valencia, con una beca de investigación, los dos últimos años que estuve en este centro. Reconozco que yo, en mi éxtasis, no le hice ni caso. Entonces no compartíamos nada. Ella se alejó completamente de la iglesia y de la fe, tras su experiencia como numeraria. Yo, las pocas veces que estuve con ella, me dediqué bien a examinarla y recriminarla por su vida descarriada. Es cierto que nadie me dio el encargo expreso, pero todo, los medios de formación, los estudios doctrinales… nos hacían ver que la verdad era una, y nosotros estábamos en posesión de ella. Reconozco, y pido perdón por ello, que fui despiadada y dura. Pero, creo que lo peor fue el dejarla absolutamente sola, e ir yo a lo mío.

Ella se sentía muy sola y mi madre vino algunas temporadas a pasarlas con ella. Una de estas veces, coincidió que era el cumpleaños de mi madre. Quise comer con ella, ya que mi hermana no iba a poder por su trabajo, y no me lo permitieron. Me dolió infinitamente. Sólo pude estar con ella un ratito por la tarde. No había razones reales, así que tuve que mentir, fingir mi grandísima ocupación, y además estar animosa y alegre para que mi madre no se preocupara por mí. Me pareció cruel y absurdo.

Aquel año, mis padres cumplían sus bodas de plata. Volví a pedir permiso, prueba patente de la madurez y libertad con la que las personas actúan en la Obra. Estaba mal visto decir esto: "que se pedía permiso", porque en realidad, según decían, no se pide permiso, "se consulta, se comenta lo que se piensa sobre un asunto"…, pero luego, debes hacer lo que se te dice, y no en virtud de la obediencia, sino porque eres libre de elegir, y eliges lo que Dios quiere, que es lo que se te dice. Total una complicación, que esconde un retorcimiento absoluto de conciencia.

Bueno, pues tras mi consulta, me dijeron que se debía consultar, a su vez, a la delegación. Después de varios días, la directora me comentó que lo normal en estos casos era no ir a esta celebración, pero que como yo no tenía problemas de apego a la familia, sí podría pasar el día con mis padres. Así que, en virtud de la pobreza, me pusieron en un avión la víspera de la celebración por la noche, con el cometido de volver al día siguiente del aniversario por la mañana.

Ni que decir tiene que lo pasé fatal y hubiese sido mejor ni aparecer. Nadie en mi familia entendió mi forma de actuar. Les parecí absurda y provocadora. Me comentaron si era ministra y no disponía de más tiempo…Mis hermanos no me dirigieron la palabra, ni para saludarme, ni al estar, ni para despedirme. Yo había hecho méritos para ganarme la fama de fanática impertinente, y acabé de colocar la guinda.

En cuanto a la vida de las auxiliares, creo que el trato que se les daba, dependía en gran parte del modo de ser y ver la vida de la directora.

Chocaban cosas, como el tener que tratarnos de usted, pero como era algo establecido por el Padre, pasaba a formar parte de lo que en algún momento tendría su explicación. Comían en distinto comedor, con vajilla distinta…pero estos detalles tampoco los viví como algo humillante, ya que las vajillas eran de la misma calidad, y lo del comedor podía resultar algo puramente organizativo. En ese centro las que no teníamos comedor propio éramos las numerarias.

Una cosa que no entendí nunca era el hecho de que las auxiliares normalmente no hacían nada solas. En las compras, paseos, encargos apostólicos… siempre estaba la escopeta de turno, que era una numeraria.

Yo tuve que acompañar a una auxiliar a ver a sus padres, unos días a Cataluña. Ella acababa de salir del centro de estudios, pero era de más edad que yo. Lo pasé fatal porque realmente no pintaba nada allí. Tuve que mentir y decir que estaba allí por otros asuntos. Se trataba de controlar que la auxiliar no se descaminara. Una vez más la constatación de la falta de convencimiento personal. Esto se hacía con todas las auxiliares.

Si uno está en la Obra porque quiere ¿a qué viene ese control? Esta auxiliar tenía 28 años, creo que edad suficiente para saber lo que quería. Sin embargo, eran las "hijas pequeñas del Padre". Se les fomentaba ese infantilismo, llevando hasta el extremo la desconfianza por el propio criterio, haciendo que se consultase absolutamente todo y cultivando la reverencia excesiva hacia las numerarias.

La administración es verdaderamente la antítesis de la vida normal de una persona de la calle. Si una numeraria, como me había pasado a mí, no tiene vida propia, ni aficiones personales, ni tiempo libre…, esto se lleva al extremo cuando hablamos de las numerarias auxiliares.

Para mí el primer año en la administración fue terapéutico por mi situación anterior, pero cuando uno es consciente de que ésta es la vida, año tras año, de todas las auxiliares… resulta verdaderamente heroico, (eso, si aporta algo a la persona como tal), y creo que también inhumano.

Para ellas jamás había descanso. Toda la casa llevaba un ritmo. Había un horario para todas y no había forma de escaparse de él. Las numerarias, sobretodo si formábamos parte del consejo local, podíamos tener algún escape, algún tiempo en el que desaparecer, una excusa para romper la rutina.

El horario consistía en: levantarse, pasar a la limpieza de las zonas comunes de la residencia, oración, Santa Misa, desayuno, cambiarse a todo correr para pasar nuevamente a la limpieza del oratorio de la residencia o preparar los desayunos, seguir con la limpieza de habitaciones, a la vuelta, cada quien a su servicio (office, cocina, planchero,,,), o lectura espiritual, comer, de nuevo cada quien a su servicio, cambiarse para la tertulia, normas de piedad (oración, rosario, charla personal, confesión…), de nuevo al servicio de cada una, cena, turno de office o cocina, o servicio propio, tertulia, examen y a dormir (por suerte, ellas sí en colchón). Así se sucedían los días.

Los sábados y domingos eran más descansados, y por la tarde atendían la cocina dos auxiliares y una numeraria, que se quedaban de turno. El resto atendían una labor apostólica. Para nada cada una descansaba su aire. Verdaderamente, para las auxiliares no había vida personal. No se concebía que nadie se diera un paseo, sola. Todo era guiado y acompañado.

En otro centro en el que viví, recuerdo que el médico aconsejó a una auxiliar que hiciera deporte por un problema de columna. A la auxiliar se le puso una cesta de baloncesto en la azotea de la casa para que practicase un rato los domingos por la tarde ella sola. Entre semana era inconcebible ningún descanso, ninguna práctica deportiva. No había tiempo ni para leer el periódico, como no fuera que se llegara un minuto antes a la tertulia y se aprovechara para ello.

Al llegar la directora a la tertulia, todo el mundo se pone de pié y no se sienta hasta que ella lo hace (verdaderamente, detalle de familia normal).

Dependían del centro nuestro, las administraciones de las dos delegaciones y de un centro de supernumerarios. En estas administraciones no había ningún cuarto de estar propiamente dicho, con un sofá cómodo, luz agradable (en todos los que yo conocí, sólo disponían de luces fluorescentes). El lugar donde se hacían habitualmente las tertulias, donde se hacía la vida de familia, era el planchero, que no era precisamente un cuarto de estar agradable y cómodo. Las auxiliares cuando eran más mayores, tenían que seguir el mismo ritmo. Por las tardes, fuera del tiempo de tertulia, no había lugar para el descanso, algo habitual para cualquier mujer de su edad.

No soy consciente, por ejemplo, que a nadie se le planteara leer un libro o practicar cualquier afición, como pintar, oír música…

Ahora lo pienso, y veo que era inhumano, pero entonces, yo tampoco caí en la cuenta.

Viene a mi recuerdo una corrección fraterna que me hicieron en una ocasión en la que no estaba la directora y yo "hacía cabeza".

Iba a venir la directora de la delegación a una tertulia a nuestro centro. Llovía bastante y no había nadie en la casa que condujera. Nuestra casa estaba como a cinco minutos de la delegación. A mi, ni se me ocurrió que había que ir a buscarla en coche, por la distancia ridícula que nos separaba, a pesar de que lloviese. Me dijeron que debíamos haber ido a buscar a la directora en coche, porque se la debía de haber tratado como si fuera el Padre.

Me ponía bastante nerviosa ese trato tenso, lleno de una cortesía impropia de una familia, sobretodo porque yo no acertaba nunca. No sabía cómo compaginar el trato distendido y normal con los detalles corteses y estirados, con tanta diplomacia y protocolo. Sí que me parecía que la directora de la delegación se merecía un respeto, pero no me parecía tan grave que viniera andando y se mojara un poco los zapatos, como todo hijo de vecino. De hecho, fui yo personalmente a buscarla y me mojé igualmente.

Quizá estoy equivocada, pero traigo a colación este detalle porque creo que eran más las ocasiones en las que el trato era tenso, de excesiva cortesía y servilismo, que un trato lleno de normalidad, de dar ejemplo de entrega, de ir por delante en el servicio…

En cuanto a mi situación personal, ya comencé a pasarlo mal. Mi cuerpo empezó a gritar, pero yo no le entendía. Empecé a tener pesadillas por la noche y en dos ocasiones, me levanté sonámbula. Una de ellas, me caí de bruces de la cama, despertándome angustiada sin saber dónde estaba. Lo conté pero nadie le dio importancia, y yo tampoco. Era incapaz de analizar lo que pasaba en mi interior.

Así pasaron los dos años de subdirectora, y me propusieron ser directora de la administración del centro de estudios de chicas. Allí no había numerarias auxiliares, sino niñas, auténticas niñas de 13 y 14 años, estudiantes de la escuela hogar. A mi me dio pavor la idea y así lo hice saber, pero no me tomaron en serio. Debieron pensar que se trataba de falsa humildad, y nada más lejos de la realidad.

Realmente no recuerdo nada de su condición laboral. No sé si cobraban algo o con su trabajo en la administración, se pagaban sus estudios y su manutención. Creo que estaba verdaderamente aturdida y me sobraba con mi tarea de contribuir a que se viviera el espíritu de la Obra en el centro y que pitaran las chicas. Por cierto, pitaron dos y despitaron a los pocos meses. Yo era un desastre para presionar y engatusar.

Yo no sabía mandar, me sentía incomodísima sintiéndome el centro de nada, siendo quien diera criterio, marcando la norma… Por otra parte, creo que tampoco tenía claro cómo se debían hacer las cosas, ya que en muchas ocasiones nada tenía que ver lo que yo pensaba con el criterio de la Obra. ¿Cuándo llegaría a entender en virtud de qué criterio, unas veces se decía una cosa y se hacía otra?

Yo, seguía teniéndome en muy baja estima y consideración. Pensaba que cualquiera era mejor que yo y no me sentía cómoda teniendo que decir a nadie qué debía hacer...

Con verdadera angustia me incorporé a mi nueva casa, después de atender un curso anual de auxiliares adscritas. Era el verano de 1982. Vivíamos cinco numerarias y las estudiantes de la escuela hogar.

Recibimos en noviembre la noticia de la aprobación de la Obra como Prelatura Personal, y la multitud de escritos explicándonos en qué consistía, a los que yo era ajena completamente. Realmente, estaba fuera de mi sitio. Sentía que no estaba a la altura del momento, que parecía crucial para la Obra. Sí tenía claro que aquello suponía el fin de los votos, el dejar de depender de la Sagrada Congregación para los Religiosos… pero bueno…

Mi cuerpo seguía gritando. En Navidad tuve un acceso brusco de fiebre sin ninguna explicación, que remitió enseguida. En enero fui a mi curso anual y allí se rompió definitivamente la cuerda.

Aquí hago un inciso para hablar de los cursos anuales. Yo, por mi talante era de las numerarias de tropa, es decir que nunca me tocó hacer un curso anual en casas paradisíacas, lejos del lugar donde se vivía o en el extranjero y en los cálidos meses de verano. Esto se comentaba alguna vez entre las numerarias y en tono de broma. Parecía que a estos cursos anuales acudían las numerarias ilustres, las que se merecían un premio o las que había que conquistar de nuevo tras algún tortazo de la vida. Normalmente, era del dominio público esta interpretación.

Recuerdo que una amiga ex numeraria, me contó cómo le ofrecieron ir de curso anual a Perú cuando estaba en plena crisis.

Yo tengo que agradecer que nunca me mandaran a estos cursos. Casi siempre me tocó hacerlos en casas sencillas, y en los fríos meses de invierno. La gente que asistía solía ser más normalita y para mí más fácil de tratar. Nunca coincidí con estrellas de la cultura, de los primeros tiempos en la Obra, de la alta sociedad…

Esto me da pié para hacer ver cómo en la Obra se trata distinto a según quien. Esto, en realidad pasa en todas las familias, pero en la Obra, el motivo para tratar de forma distinta a unas u otras, no era precisamente el cariño o el facilitar el camino de santidad, sino los intereses de reconducir al camino con paños calientes, aún favoreciendo manías y rarezas, premiar a las numerarias inmaduras y raras pero de familias ilustres o importantes para la Obra….

Hay muchos criterios para todo y también, todas las excepciones que haga falta, para justificar su incumplimiento cuando conviene. Conmigo no convino nunca nada. Tengo la sensación de haber sido un verdadero burro de carga. Yo me dejaba poner encima peso y peso… y como nunca protesté, pues me cargaron hasta que me rompí.

Lo cierto es que soy una persona muy activa y con gran capacidad de trabajo. Me gusta la actividad. Pero, también pensé que tenía unas hermanas que me querían, que se adelantarían a mi cansancio, que velarían por mi salud, que no dejarían que me rompiera… y no fue así. A veces, fallaron las personas por incapacidad, sin malicia. Pero, siempre, año tras año, falló el Opus Dei, que jamás vio en mí a una persona, menos a un alma, a una hija de Dios. Abusó de mí y me tiró como a un desperdicio. Ese es para mí el gran escándalo del Opus Dei.

Dentro de estas excepciones, de las que hablaba, están también las numerarias a las que se les permite llevar una vida sin ningún control, inmersas por completo en banalidades, ocupaciones absurdas y frívolas, con el pretexto de influir en un tipo concreto de personas, que también son hijos de Dios, y, yo añadiría que tienen buenos talonarios en los bolsillos y un dedo que todo lo que toca lo convierte en poder.

He conocido numerarias a las que se les "invitó" a dejar su carrera de cantante lírica, o azafata de vuelo, porque no era compatible con su vocación. Sin embargo, hay otras, por todos conocidas, para las que todo vale. Eso sí, una de ellas, es heroica. Hace poco comentaba en una revista que "desayuna el pan duro del día anterior". ¡Es todo un mérito!.

Jamás he conocido que se hayan dado estas excepciones para trabajar por los pobres y los desheredados de la tierra.

Sigo con el curso anual…

La casa donde nos alojábamos creo que pertenecía a la diócesis. El pueblo era Calamocha, un helador, pero agradable pueblo de Teruel. Administraba una señora. Lo hacía muy bien pero, lógicamente aquello no tenía nada que ver con Torreciudad, Castelldaura, Pozoalbero... La casa era muy sencilla y la cocina casera. A mí me encantaba. Me encontraba muy a gusto.

Una mañana, me desperté angustiada por una pesadilla, pero la sorpresa fue mayúscula cuando, en la vida real me seguía persiguiendo el terror de la pesadilla. Era algo que no podía quitarme de encima por más que razonara. Enseguida lo comenté con la directora del curso, que en principio, no le dio importancia.

Viendo que seguía verdaderamente angustiada, me comenzó a preguntar si realmente era sincera, si abría mi alma con total sinceridad o me reservaba algo, si había algo en lo referente a la pureza….

Ahora mismo, a este detalle no le veo malicia, pero esta fue la tónica siempre en la Obra. Ante cualquier problema, siempre es uno quien tiene la culpa. Eres tú quien fallas en algo y además escondes perversiones ocultas.

En todos mis años posteriores hasta mi salida de la Obra, me quedó claro que yo era la responsable de todo lo que me pasaba. Siempre se trataba de falta de entrega personal, de soberbia… Nunca falla el sistema.

Por otra parte, nadie analizó mi vida, mi situación. En ese momento, me echaron encima la carga de vicios o perversiones ocultas, que me atormentaron aún más. Luego, más adelante se trató de pensar que lo que me pasaba era una enfermedad que me había tocado por la gracia de Dios, algo ajeno a todo. Era más o menos como si me hubiese caído, sin que nadie lo provocase, un rayo del cielo y me hubiese cortado un brazo. A partir de aquel momento, tendría que vivir con aquello porque era designio de Dios.

Esto, ahora me parece una aberración, y hoy, culpo a la Obra y sobretodo, a los profesionales médicos que me trataron, por su ceguera, creo que maliciosa y perversa.

El resto del curso anual fue de terror. No dormía nada por el miedo. Comencé a temblar sin poderlo controlar, se me tensaban todos los músculos del cuerpo, me seguía persiguiendo la sensación de miedo atroz. Creí que me iba a volver loca, que iba a perder el control de un momento a otro.

La vida de familia, en el curso, era un puro fingir, lo que aumentaba mi tensión. Me ayudó mucho la numeraria que llevaba mi charla fraterna, que era especialmente maternal y descomplicada. Acudía en su busca cada cuarto de hora para que me ayudara a serenarme. Le estoy muy agradecida. A pesar de todo, la directora del curso, había infundido en mí escrúpulos, de falta de sinceridad, de vicios ocultos contra la pureza… y yo me rompía la cabeza buscando una explicación.

En esta situación volví a mi casa y aguanté cuatro meses, interpretando el papel de directora normal.

También tengo que agradecer a la que entonces fue la subdirectora, por las noches que durmió en el suelo de mi habitación, debido al terror que yo sentía sola por las noches. Creía que me iba a morir al cerrar los ojos para dormir.¡Fue terrible!.

Me llevaron al médico habitual, que me diagnosticó, cansancio, y me recetó reconstituyentes y vitaminas. También me dieron algunas pastillas para dormir.

En abril, ya no se sostenía la situación y me mandaron a descansar a la Lloma, casa de retiros, cerca de Valencia. La directora de la casa era la misma numeraria que había atendido mi charla en el curso anual. Allí permanecí dos años.

Al principio, dormí y dormí, paseé, me dediqué a no hacer nada más que estar y me fue bien. Poco a poco me fui incorporando a la vida ordinaria de la casa. Me fueron encomendando tareas y trabajos.

Colaboré con la numeraria auxiliar que hacía la repostería y disfruté. Era una mujer muy creativa, una artista, de gran delicadeza conmigo, a la que tengo que agradecer muchos buenos momentos. Ella también pasó por las manos de psiquiatras y sufría momentos duros de depresión. Ahora les doy la misma explicación que doy a mis desequilibrios. No sé qué será de ella en estos momentos.

En este centro el modo de ser de la directora daba un tono diferente a la casa. Era una persona de mente más abierta, nada controladora, ni cuadriculada. El trato con las auxiliares era mucho más normal.

La rutina del horario la cortaba bastante el cambio de actividades en la residencia. Cuando la residencia estaba llena, el trabajo era constante. Pero, cuando había cambio de tandas se relajaba el horario y la vida era muy agradable. Se hacía una limpieza especial en la que participaba casi toda la casa. A media mañana, la repostera sacaba todas las sobras y se organizaba una buena tertulia de descanso mientras se reponían fuerzas.

La directora procuraba que la limpieza se terminase pronto y se aprovechaba para salir al campo, comer en el jardín o la piscina si hacía buen tiempo, ir a Valencia a dar una vuelta… Estos cortes en la vida diaria se agradecían mucho. Por otra parte, esta persona daba bastante paso a iniciativas personales.

En la zona de la administración había piscina y, recuerdo que en verano, se disponía de un tiempo por la tarde para poder bañarse y tomar el sol. La vida era más humana. Durante los meses de junio y julio había cursos anuales de numerarios y se agradecían las meditaciones de sacerdotes ilustres o mayores en la Obra. Estos, sí que eran los cursos anuales de los que hablé anteriormente.

En el curso anual una se relaja, se ve la vida de un color alegre y esperanzado, y los temas de las meditaciones eran gratificantes, llenos de anécdotas entrañables o divertidas. Son momentos que vienen a mi memoria con mucho cariño.

Otro buen recuerdo que tengo de esa casa es de un sacerdote muy mayor que pasaba grandes temporadas solo en la zona de invitados. Había vivido los primeros tiempos de México. No sé si vivirá aún. Se llamaba D. Teodoro. Era una persona santa, de esas que una agradece haber conocido. Estaba lleno de normalidad, buen humor, y descomplicación. Era de esas excepciones, que como tal, no volví a encontrar. No sé si porque ya era mayor, pero era de los que saludaba con una amplia sonrisa y con normalidad, mirándote a la cara, cosa nada común en los sacerdotes, por aquello de la separación entre las secciones. Salía en bicicleta por la zona y tenía mucha relación con unas familias de gitanos que se habían instalado en las inmediaciones. Esta era otra "rareza" muy de agradecer.

Confesarse con él era un descanso, y en las meditaciones que predicaba siempre hablaba del amor de Dios y de los ángeles. Todo se reducía a eso. ¡Gracias D. Teodoro, donde esté!.

A lo largo de los dos años que pasé en La Lloma, tuve temporadas de altos y bajos. En general, la vida de la casa fue agradable. Conservo un cariñoso recuerdo de su directora, pero creo que nunca comprendió mi problema. Por lo que ahora recuerdo, creo que pensaba que yo estaba enferma, con una enfermedad totalmente independiente de mi persona, que mi situación no correspondía a una crisis interna, a un problema vital de incoherencia entre lo que pensaba, sentía, vivía….

Yo también estuve convencida de ello, y recuerdo mi oración delante del sagrario, en un llanto constante, aceptando la voluntad de Dios, entregándole mi malestar, mi angustia vital… todo.

Sí que me permitió, implícitamente ya que no pedí ningún permiso, escribir a mi hermano, médico, y comentarle mi situación, aunque mi primera carta la debió de leer hasta la portera de la delegación ya que tardó mucho en llegarle a mi hermano, tanto que se llegó a preocupar.

Yo estaba angustiada y a pesar de que él había cortado la relación conmigo al irme de casa, nos carteamos una temporada contándonos nuestras vidas. Aun conservo sus cartas llenas de cariño y en las que me daba pistas, que entonces no fui capaz de entender y ahora voy comprendiendo.

Yo le escribía contándole que todos ellos (mis hermanos) eran mejores y más valiosos que yo, pero que Dios me había elegido a mi. Yo me veía tímida, cobarde, poca cosa, pero estaba dispuesta a aprender a sufrir, a entregar mi nada.

Mi hermano se asustó ante semejante afirmación, y me reprochó mi falta de ilusión por ser feliz. Me animó a reconocer mis deseos y necesidades, que no existían entonces. Lo único que tenía claro es que quería ser fiel a Dios, y por lo tanto, debía dar mi vida en la Obra.

El me recordaba, lo que nunca hizo nadie en la obra, mis cualidades positivas, mi ternura, mi preocupación por los demás, mi sensibilidad…

Yo no hacía más que reflejarle cosas negativas mías, mi miseria, mi egoísmo, mi carácter raro, mi cuadriculamiento, mi complejo de inferioridad. A la par sólo le hablaba de exigencia, de necesidad de superar cosas, de cambiar, de machacarme porque yo, y sólo yo, era la causa de vida desgraciada.

El se enfadó, reprochándome mi crueldad conmigo misma, reprochándome que me apropiara de Dios por decir que me había elegido a mí, por pensar que Dios me exigía de forma inhumana.

Me decía: "Es necesario que te sientas humana, que te sepas aceptar. Si te bamboleas de un extremo al otro, (o eres una egoísta o eres una miseria) tu capacidad de resistencia se agota, tus nervios se rompen, y aparece la depresión. ….No pongas a prueba tu capacidad de resistencia: ACEPTATE. No digas que eres una miseria: no es cierto. No digas que eres egoísta: no es cierto. No digas que padeces una enfermedad como si fuera algo ajeno a tu persona: no es cierto. No creas en los extremos separadamente. Júntalos y te harás un favor. Me gustaría saber qué te han dicho en Pamplona. No puede ser cierto que sólo te hayan dicho que tienes que cambiar de carácter" (posteriormente, en septiembre de 1984, fui a la consulta psiquiátrica a la Clínica Universtaria)

Yo no sé qué me decían en Pamplona (Clínica Universitaria) pero no me calaba nada. Tampoco sé si me llegaba lo que me decía mi hermano, pero, en él percibía preocupación, cariño, cosa que no sentí jamás en los centros, ni por parte de los médicos. Desde luego que no me hablaban de aceptación de mi misma, sino de lucha incesante contra mis defectos y miserias, contra mis rebeldías…

En una carta, le debí contar que sólo mi vida tenía sentido por la entrega a Dios y a los demás en la obra. Y, él me preguntó en la carta siguiente, y "¿tu quién eres? Parece que sólo sabes decir que crees en Dios y que vives para ayudar a los demás. No podemos decir que estamos sólo para ayudar a los demás. Puede ser peligroso: podemos sentirnos superiores a las demás personas, y si nos descuidamos, sublimar nuestros problemas personales…. Tu sigues sin saber quien eres"

Transcribo todos estos retazos de cartas porque me parece un escándalo que nadie en la obra, ni los propios psiquiatras fueran capaces de ver que mis fundamentos humanos se estuvieran hundiendo, que me estaba destrozando como persona, y sin embargo mi hermano tuviera un poco de luz, y sobretodo, se me hiciera tan cercano. Fue un verdadero apoyo, era mi única referencia.

Sigo con la vida en el centro.

En la casa había numerarias auxiliares, también con problemas psicológicos y el tratamiento era el mismo. Al día de hoy, estoy convencida de que les pasaba como a mí, pero a fuerza de mantener una situación, la patología se hace crónica y llega a no tener remedio.

Otro buen recuerdo de la vida en esta casa, era la música. Yo, por lo menos tengo conciencia de que oí mucha música, se cantaba también bastante. Igual no fue tanta, pero teniendo en cuenta que en los centros anteriores la música brillaba por su ausencia, esto parecía todo un lujo.

Era el año en que Mocedades, no sé si entonces ya se llamaban el Consorcio, sacaron un nuevo disco, con canciones como "La llamaban loca" (dice la letra: en el hospital, en un banco al sol se la puede ver…. Y los muchachos del barrio la llamaban loca….No señor, yo no estoy loca. Estuve loca ayer, pero fue por amor.) "Dónde estás corazón" (donde estás corazón, no oigo tu palpitar. Es tan grande el dolor, que no puedo llorar…). Podría nombrar muchas canciones. Yo ponía el casete, porque casi siempre cuando más escuchábamos música, era cuando íbamos a la piscina, y lloraba a lágrima viva. Aquello me ayudó mucho, porque el llanto descongestiona y relaja muchísimo. Por lo menos, daba salida de alguna manera al gran nudo emocional que me ahogaba.

Años más tarde, en vísperas de dejar la Obra, creo que también fue la música la que me ayudó a despertar interiormente. Recuerdo unas lloreras de diluvio con el, adagio de Albinoni. En serio, la música me ayudó a ser consciente de mi misma, de mi mundo interior, de mi sensibilidad herida, y me hizo despertar y ver la vida de otra manera. Me ayudó a reaccionar.

En septiembre de 1984, como he comentado anteriormente, viendo que parecía que había algo más que el cansancio inicial, me llevaron a Pamplona, a la consulta de psiquiatría de la Clínica Universitaria. Iban habitualmente algunas personas del centro. En la primera consulta hablé con el médico sobre lo que me pasaba y me hicieron un montón de tests. Me dijeron que tenía síntomas depresivos. Creo que hablaron a solas con la directora que me acompañó porque siempre tuve la sensación de que yo no tenía todos los datos de lo que me pasaba.

A esa primera consulta fui nerviosísima, porque estaba segura de que me iban a decir que estaba loca de atar o me iban a descubrir algo grave. Me pusieron un tratamiento farmacológico a base de ansiolíticos, antidepresivos y somníferos. Volvía a la consulta periódicamente, cada tres meses más o menos.

De todo esto, ni una palabra a mis padres, claro. La primera vez que fui a la clínica, sí que pasé por casa, ya que hacía tiempo que no los veía, pero les dije que iba a acompañar a otra al médico. Yo fingía estar feliz y como una rosa. Nadie me dijo si debía o no decirles nada. Pero, ¿qué les podía decir, si ni yo misma sabía qué me pasaba? ¿Compensaba preocuparles? Total, no se enteraban para nada de mi vida, ¡no iba a contarles esto precisamente! Fue algo más tarde cuando le comenté a mi hermano de mi estado de salud.

La verdad es que aquella casa humanamente fue bastante alivio, sin embargo, también tenía muy malos momentos, aunque no identifico las causas. Si recuerdo que cada vez me era más difícil controlar mis respuestas negativas ante lo que no entendía o me parecía mal. Empecé a tener reacciones desproporcionadas. Todo lo que me hacía daño lo sentía con mucha fuerza, y cuando quería hablarlo, salía mal, a borbotones, con rabia, de malas maneras. Era facilísimo sacarme de mis casillas. Me faltaba paciencia para razonar las cosas. La secretaria del centro era una jovencita de muy "buen espíritu" y más de una vez "la mandé a la porra" de malas maneras. De esta forma, sólo conseguía que pensaran que realmente estaba loca de atar.

Durante un tiempo llevé la charla de una numeraria auxiliar, también problemática y crítica. Hicimos causa común y no paraba de meterme en líos. Ella también acabó fuera a los pocos años. Se fue escapándose del centro, en Murcia, después de ir ahorrando poco a poco dinero para pagarse el tren hasta su ciudad de origen.

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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?