Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Recuerdos del camino
Índice
1. Introducción
2. Infancia
3. Vocación - Centro de Estudios
4. Valencia - Apostolado
5. La Administración
6. Etapa final: Murcia
MENÚ DE LA WEB:
Inicio
Quiénes somos
Correspondencia
Libros silenciados

Documentos internos del Opus Dei

Tus escritos
Recursos para seguir adelante
La trampa de la vocación
Recortes de prensa
Sobre esta web (FAQs)
Contacta con nosotros si...
Homenaje
Links

RECUERDOS DEL CAMINO
Autora: Carmen Charo Pérez de San Román
Numeraria del Opus Dei de 1972 a 1990

 

2. INFANCIA

Nací en octubre de 1956. Soy melliza con un chico, Juan. Mi padre se casó con mi madre, después de enviudar y perder, a un tiempo, a su esposa (en el parto) y a uno de sus hijos por malformaciones, a los dos meses del nacimiento. La otra hija también sufría serias deficiencias físicas y psíquicas. Vivió 13 años, muriendo cuando nosotros teníamos 7 años. Mi padre también vivió la guerra civil española, en el frente, como voluntario por ser muy joven, huyendo de la persecución, que le pudo haber llevado a la muerte debido a haber pertenecido por breve tiempo a las juventudes socialistas.

A los 18 años era maestro y, por el mismo motivo (haber sido socialista), fue desterrado y castigado a trabajar como maestro en un pueblo perdido de León. Viendo que su vida se cerraba, tuvo que ir a Madrid a estudiar lo que entonces se llamaba Ciencias Naturales. Fue un estudiante muy brillante. Eran bastantes hermanos y sus padres no le facilitaron los estudios. El se los costeó trabajando y con mucho esfuerzo.

Cuento todo esto para dar a conocer con más amplitud a mi padre, porque quizá vaya a dar una impresión negativa de él. Creo que es una persona, -aún vive- que ha sufrido mucho en lo personal, que se ha hecho a sí mismo con mucho esfuerzo, que es fruto de un tiempo político, cultural y religioso que le ha marcado grandemente.

En realidad, esto, en mayor o menor medida, se nos puede aplicar a todos. Nunca podemos juzgar la actuación de nadie. Todos, a veces, podemos hacer daño sin ninguna intención de hacerlo. En la vida de cada uno se suelen agrupar un cúmulo de factores: limitaciones, circunstancias, personas…, que nos dan una visión parcial o deformada de las personas y de los momentos, y nos llevan a actuar de una determinada manera. En realidad, rara es la persona que actúa con verdadera malicia.

Esto lo pienso ahora, pero me ha costado mucho llegar a aceptarlo. El modo de actuar de mi padre me ha hecho mucho daño. Aún no he resuelto el problema con él, pero vamos dando pasos, y estoy segura de que llegaremos a un cariño y una comprensión profunda antes de que nos vayamos ambos de este mundo. Creo que es una de las tareas importantes que he venido yo a hacer a esta vida.

Tengo que decir que siento un cariño profundo por él, y él también me quiere, aunque yo a veces no entienda sus modos.

Sigo con la historia de mi familia:

Mi hermano y yo éramos los hijos mayores, nacimos sanísimos y llenos de vida. Luego llegaron otros dos más.

Tengo poquísimos recuerdos de la infancia y los que tengo son bastante desgraciados.

Recuerdo el colegio de monjas al que nos llevaron con 4 años. Ahí comienzan mis recuerdos de martirio. Había una disciplina severísima. Yo era zurda y tuve que aprender a escribir con la mano derecha a base de tortas, burlas, gritos…

Viene a mi memoria con total lucidez cómo lloraba porque no quería ir al colegio y me tiraba al suelo, en plena calle, sin importarme el número que montara. No sé por qué, pero caí en desgracia y, en 4º curso de primaria, con unos 8 ó 9 años, venía la prefecta todos los sábados por la mañana (entonces había clase) a comprobar nuestros progresos escolares. Siempre me sacaba a la pizarra y disfrutaba poniéndome en ridículo, haciendo ver a todas las niñas que era lenta, torpe…

Cada trimestre y a final de curso, se repartían bandas de distintos colores, según se tratara de premiar el comportamiento, la brillantez en los estudios, la puntualidad… Yo jamás obtuve ninguna. Tardé en aprender a leer, escribir, sumar… Quisieron que mi hermano y yo hiciéramos la Primera Comunión separados porque yo no daba la talla. De hecho repetí un año, e iba un curso atrasada con respecto a mi hermano.

Una vez conté en casa lo que me hacían. Fue mi madre a hablar al colegio -era el mismo al que asistió ella de pequeña, y conocía a las monjas más antiguas- y la represalia fue mayúscula. Así que decidí callar y aguantar lo que cayera.

En fin, así podría seguir contando detalles. De esta forma yo conseguí ser una niña encogida, temerosa, muda. No vivía, no disfrutaba, sobrevivía, estaba en una alerta continua, a la defensiva, como con la respiración contenida. El miedo era mi compañero de juegos.

No sé si mi padre se creyó realmente que era tonta, o su convencimiento fue anterior, pero como tal me empezó a tratar.

Hacía los deberes del colegio conmigo y mi bloqueo era total conforme aumentaban sus gritos porque yo no daba pié con bola.

Creo que de siempre mi hermano mellizo fue su ojo derecho. Era inteligente, muy líder, buen deportista, muy brillante en los estudios…Todo lo hacía bien.

Yo me sentía fatal, aunque no juzgaba mi situación ya que no tenía referencia de otra posible vida. Es como el niño que nunca ha tenido zapatos. No sabe si el frío o dolor por las durezas, son normales porque no tiene otra referencia. No sabe lo que supone ir con zapatos. En mi caso se trataba de sobrevivir, de pasar desapercibida para sufrir lo menos posible. Así era mi vida.

Mi autoestima, si en algún momento la tuve, iba desapareciendo totalmente a la par que crecía el convencimiento de mi falta total de valía intelectual y en general, humana.

Sentía cada vez con más fuerza que lo lógico era que yo hiciera las cosas mal. Era lógico que no fuera creativa, que fuera torpe físicamente, que tuviera poca destreza para las habilidades manuales y artísticas… Este sentimiento absolutamente negativo de mi persona me ha acompañado hasta hace bien poco, y aún no ha desaparecido totalmente.

Tengo buenos recuerdos de los juegos con mis hermanos. Nos queríamos y lo pasábamos bien juntos. Otro buen recuerdo es el de las Navidades. Resultaban entrañables y alegres. ¡Cuántas sensaciones y buenos recuerdos me traen el olor a compota por toda la casa, la tarde de Nochebuena!

A los 10 años me cambiaron de colegio. Me debí de volver hermética y creé cierta preocupación en casa. Digo esto porque nada más llegar al nuevo colegio me cogió la directora y me animó a hablar y preguntar sin temor todo lo que no entendiera.

Cuando pienso en esa época de mi vida se me pone un nudo tremendo en la garganta. No sé a qué compararlo. Ahora mismo revivo con total realismo el nudo en la garganta que me imposibilitaba hablar y la rigidez total en todo mi cuerpo.

Mis padres no supieron ver mi situación y valorar el tremendo sufrimiento que yo estaba padeciendo. No quisiera dejar una visión negativa de ellos. Es cierto que no han sido ninguno de los dos la ternura personificada, pero quizá, yo también he sido excesivamente sensible.

De cualquier manera, esta es la vida. En ellos no veo, y lo digo con la visión que me dan hoy mis 47 años, mala voluntad. Me dieron lo que tenían y no lo supieron hacer mejor. Cuento todo esto para que os hagáis idea de mi situación personal.

A los 12 años, una compañera del colegio nos habló del club de bachilleres de la obra. Comenzamos a ir los sábados a clases de cocina, manualidades… También solía haber meditaciones. Yo lo pasaba bien, y las meditaciones no me parecían mal, ni aburridas. Tenía inquietud espiritual. Admiraba a las numerarias que venían de Pamplona, del centro de estudios. Humanamente me resultaban personas muy atractivas, alegres…

La verdad es que las había bien pesadas en el seguimiento personal. Y reconozco que a mi me faltaba carácter para mandarles a la porra, como hicieron varias compañeras de mi colegio, que no aparecieron más por el club. Yo era carne de cañón fácil. De cualquier manera, el balance era más positivo que negativo y decidí seguir.

En el club no me encontraba distendida, porque no sabía lo que era eso. Pero, no estaba mal. Me hacían caso. Me sentía valorada. Parecía importarles. Creo que ellas reconocían mis valores: era responsable, formal, discreta, estudiosa, piadosa… en fin, buena persona. En mí había una gran inquietud espiritual y de servicio a los demás. En el colegio, también venían de vez en cuando, monjas que estaban en misiones y nos contaban de su labor apostólica. Me resultaba una vida muy atrayente, aunque nunca me planteé ser monja pues no me resultaban humanamente atractivas.

Arriba

Anterior - Siguiente

Volver a Libros silenciados

Ir a la página principal

 

Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?