Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Ligero de equipaje
Ligero de equipaje
Autor: Carlos G. Vallés
Índice
Lonaula
Bombas
Cambiar o no cambiar
Amar o no amar
La flor de loto y el lago
El cerebro programado
Sufrir para acabar de sufrir
Inocente e intachable
¿Buena suerte? ¿Mala suerte?
El Dios de la negación
El yo y el no-yo
Garabatos
El espíritu de "Sádhana"
El terapeuta
El director espiritual
El escritor
El lector
La puesta en escena
Ligeros de equipaje...
 
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LIGERO DE EQUIPAJE
Tony de Mello, un profeta para nuestro tiempo

Carlos G. Vallés S.J.

AMAR O NO AMAR

Otro eje esencial de Sádhana eran las relaciones personales. El lado afectivo de nuestra personalidad no había recibido mucha atención en nuestra primera formación religiosa; más bien había quedado reprimido bajo sospechas y peligros, reales sin duda, pero que, al evitarlos, nos llevaban con frecuencia al otro extremo de frialdad e indiferencia. Lo que importaba entre nosotros era la inteligencia, las ideas, la razón, mientras los sentimientos quedaban relegados a muy segundo plano. Con eso perdíamos una buena parte de la personalidad humana, del calor, la emoción, la intimidad, que son parte esencial del ser humano y objeto también de la gracia y la redención para dar gloria a Dios con el afecto como se la damos con la inteligencia. Tony sabía que había que despertar en nosotros los sentimientos dormidos, animarlos y encauzarlos para formar a la persona completa, y a eso se dedicaba con toda su fuerza desde el principio de Sádhana. Esa fue una de las razones que le llevaron a admitir en su cursos a religiosos de ambos sexos, a pesar de la oposición que ese gesto levantó en un principio. Era una innovación y era un peligro, pero era también una invitación a cultivar ese aspecto latente de la afectividad en nuestras vidas bajo el control cuidadoso de un grupo responsable y una dirección vigilante. En esa atmósfera protegida aprendíamos a enfrentarnos con nuestros sentimientos, expresarlos, dominarlos, hacerla s salir a flote sin dejarnos arrastrar por ellos, y aprender en todo ese proceso cómo se crece y se vive al aceptar todo lo que llevamos dentro con dominio y con cariño. El sentir no sólo se refería a personas, sino a cosas y a sucesos; es decir que se revalorizaban los sentimientos frente a la razón, el sentir frente al pensar. Decir "yo pienso que..." era palabra proscrita en aquel ambiente, mientras que decir "yo siento que..." era la manera legal de comenzar una frase..., aunque a veces eso era sólo una sustitución verbal, y la actividad cerebral continuaba intacta bajo la cubierta de los sentimientos.

Tony establecía así la necesidad de los sentimientos, el cariño y el amor: lo que todos necesitamos y deseamos, en último término, es libertad en nuestra conducta y en nuestra vida; no nos podemos aventurar por los caminos de la libertad si no poseemos un buen grado de seguridad dentro de nosotros mismos; para alcanzar seguridad tenemos que llegar a sentir nuestra propia valía; y la única manera de sentir honda y eficazmente nuestra propia valía es vernos y sentirnos aceptados y amados como personas. Argumento largo de premisas encadenadas que merece la pena repasar y pensar, y que se desarrollaba en Sádhana, día a día y sesión a sesión, en las mil peripecias de un grupo alegre y consagrado al desarrollo total para bien de todos. Como resultado de ese argumento se buscaba el sentirse aceptado y querido por los demás. La contraseña era: "Déjate querer." Y la práctica, entre la timidez y el ridículo, aliviaba los rigores del intenso curso.

Seguía Tony: la esencia del cristianismo es poder decir de todo corazón: "Dios me ama." Pablo resumió así su vida: "(Jesús) me amó"; y Juan se definió a sí mismo como "el discípulo a quien amaba Jesús". Un cristiano es quien puede decir en verdad: "Jesús me ama". Y luego, acomodando ligeramente y no sin verdad profunda las palabras de Juan: "Si no siento el amor de mi hermano a quien veo, ¿cómo podré sentir el amor de Dios a quien no veo?"

Los éxitos y logros en la vida no dan seguridad interior; al contrario, la debilitan y engendran ansiedad. Cuanto más éxito tengo, más necesidad siento de seguir teniendo éxito para responder a la expectación que los anteriores éxitos han despertado; así es como la ansiedad se fragua, se endurece y llega a hacerse insoportable. Exito en el trabajo sin base afectiva que lo equilibre es peligro inminente de depresión para el trabajador incansable. ¡Cuánto sufrió Beethoven, porque apreciaban su música, pero no su persona! El éxito me dice que mi trabajo es valioso, mientras que el amor me dice que yo soy valioso, y eso es lo que me da satisfacción y sosiego. Quiero que me quieran por mí mismo, no por mi música ni por mis libros ni por mis obras ni por mis organizaciones. Quiero recibir cariño, sentir afecto, merecer amor. El verdadero amor es sin condiciones; y cuando me veo amado así por un amigo verdadero, siento la seguridad, la garantía, la satisfacción de ser amado por mí mismo, y entonces no dependo ya de mis éxitos ni de mis trabajos para ser feliz. De ahí venía el consejo: ama de todo corazón, recibe en respuesta el amor de los demás y... "¡déjate querer! ". Esa experiencia traerá alegría, equilibrio y paz a tu vida.

Todo eso era doctrina profunda y bella, sin duda. Sin embargo, aun allí introducía Tony ahora modificaciones importantes. Ante todo, rebajó la importancia del ser amado y aumentó la del amar efectivamente a los demás. Lo importante no es que yo me sienta aceptado y amado por otros, sino que yo los acepte y los ame. Esperar a que otros me quieran me hace depender de ellos, lo cual pone en peligro mi seguridad afectiva; mientras que el amarlos yo por mi cuenta está siempre en mi mano, y así quedo siempre libre e independiente. Claro que el amar y el ser amado van de ordinario juntos, pero tiene importancia dónde se pone el primer acento.

Un miembro del grupo de Lonaula sacó a relucir su problema: "A mí no me acepta mi comunidad." Tony le cortó: "¿Y para qué necesitas que te acepten? Si te aceptan, está bien; y si no, también. Aprecia el hecho de que te acepten, si es que lohacen; pero no se lo ruegues de rodillas si no lo hacen. Que te acepten o no, tú eres el mismo, y eres una gran persona. Y la paradoja es, una vez más, que ésta es la única manera de que al fin te acepten, si es que llegan a hacerlo." Doctrina tan clara como práctica en un punto de importancia diaria. Ama y acepta a los demás, y no dependas de lo que los demás te hagan a ti.

Luego vino una reflexión más profunda: en realidad, nunca amamos a la persona, sino a la imagen de la persona que nosotros mismos nos hemos formado en la mente. Tan verdadero como desazonante. Yo tengo una gran amistad con un compañero mío jesuita, y muchas veces me pregunto a mí mismo con auténtica sorpresa: ¿cómo es que mis demás compañeros no aprecian y quieren a este hombre como yo lo quiero, siendo como es una persona tan magnífica? La respuesta es que sí que es una persona magnífica, sin duda, pero otros no lo perciben así; mientras que yo no puedo menos de asombrarme e impresionarme ante sus evidentes cualidades, que no son tan evidentes para los demás. Yo lo he idealizado en mi mente, y ahora amo y venero esa imagen adorable... que a los demás no les parece tan adorable después de todo. Si yo amase a ese hombre tal como es en realidad y como todos los demás lo ven, todos lo amarían de la misma manera; es decir, que si yo amase a la persona como tal, todos la amarían igualmente, porque la persona es la misma. Pero no es ése el caso; los demás no lo quieren como yo lo quiero, lo cual prueba que lo que yo en realidad estoy amando es la imagen, no la persona.

Entonces llega la crisis. Cuando esa persona a la que yo había idealizado en mi mente pierde, por la edad, la rutina o el contacto diario, las cualidades que me habían atraído a ella, me quedo trastornado y confuso. ¿La quiero todavía? ¿No la quiero? Desde luego, considero mi deber seguir queriéndola, porque un amigo ha de ser leal y, el amor es eterno, y trato de revivir la antigua imagen atesorada en mi mente mientras cierro a la fuerza los ojos a la realidad rebajada de ahora y sigo repitiéndome a mí mismo, en fútil ejercicio, que claro que lo quiero como siempre lo he querido, y lo seguiré queriendo por toda la eternidad.

Tony comentó la situación con lograda ironía que, por una vez, se avecinó al cinismo, en el que no le dejó llegar a caer su infalible sentido del humor: "La gente casada averigua esto mucho antes que nosotros los religiosos. Un hombre y una mujer se enamoran (de sus respectivas imágenes, como queda dicho), se casan y, como pasan a vivir juntos todo el día, pronto descubren la realidad que había tras el hechizo y se preguntan qué es lo que han hecho. Están ya unidos por el vínculo, y la familia y la sociedad les ayudan a permanecer juntos (al menos en algunas culturas), pero ambos saben muy bien que su mutuo amor no es, ni con mucho, lo que había parecido ser al principio y prometía ser para siempre. Nosotros los religiosos, sobre todo cuando se trata de una amistad entre hombre y mujer, nos vemos, por necesidad, con mucha menor frecuencia, y por eso la ilusión dura más tiempo. Pero, a la larga, también nosotros averiguamos la realidad, y lo que había comenzado por ser una dicha acaba por ser una carga. El folklore universal del amor, el romance y la fidelidad, que también nosotros nos hemos tragado, nos impide ver esto y admitírnoslo a nosotros mismos, pero ése es el hecho. La emoción se ha hecho aburrimiento. Eso no quiere decir que la amistad sea imposible, pero sí que hay que purificarla de raíz."

Citó casos. De joven, él se había sentido muy atraído por una persona. Incluso nos dijo su nombre, lo que nos hizo aún más gracia, porque varios de nosotros la conocíamos. Volvieron a encontrarse sólo muchos años más tarde, y Tony se dijo a sí mismo con verdadera sorpresa: ¿Cómo puedo yo haber sentido nada especial por una persona tan rara, gruñona y poco atractiva? El contraste entre la imagen ideal que él se había formado y preservado en su memoria y la marchita realidad con que hoy se encontraba cara a cara le hizo reflexionar, como siempre lo hacía después de cada experiencia, sobre las realidades de la vida y la verdadera naturaleza del amor humano. En otra ocasión había iniciado una amistad especial con un compañero jesuita, cuando se enteró de que no era sacerdote, sino hermano coadjutor (con los mismos derechos y privilegios que cualquier miembro de la orden, pero sin estudios teológicos ni ordenación sacerdotal). Saber eso y sentir que desaparecía su interés por él fue todo uno, y Tony se reprochó a sí mismo y se enfadó consigo mismo por ello. Tenía un gran aprecio por los hermanos coadjutores, y algunos de ellos eran amigos personales suyos; y, sin embargo, esa diferencia de puro rango exterior había estropeado una amistad incipiente. ¿Cómo podía ser eso? A mí, ese caso me recordó el de otro jesuita que me contó cómo había progresado en una amistad íntima con un compañero jesuita... hasta el día en que se enteró de que pertenecía a una casta inferior. ¿A quién amamos: a la persona o a la imagen?

Algo más duro aún: "El amor es egocentrismo refinado." Tony dijo eso no una, sino muchas veces. Al amarte a ti, no es que te ame a ti, sino a las ventajas de compañerismo, afecto, placer, ayuda y apoyo que mi amistad contigo me trae. El amor desinteresado no existe; al contrario, todo amor humano lleva en sí un elemento de interés propio. No es que Tony pretendiera con eso reírse de la amistad o invalidar el amor, pero sí aclarar conceptos y llamar a las cosas por su nombre. "Podéis hacer todo lo que queráis, con tal de que sepáis lo que hacéis y lo llaméis por su nombre." Tampoco quería decir eso que haya que ir por ahí diciéndole a todo el mundo: "Amo la imagen que de ti me he formado" o "Al quererte a ti me quiero a mí mismo"; podemos seguir usando el lenguaje de siempre y de la manera de siempre, con tal de que nosotros lo tengamos bien claro y estemos al tanto de nuestros verdaderos motivos e intenciones. "Sé muy bien que al amarte a ti estoy amando a la imagen que nuestra historia común ha labrado dentro de mí y que otros no comparten"; "Caigo en la cuenta perfectamente de que mi cariño hacia ti tiene una gran parte de egoísmo, por la satisfacción que me proporciona a mí". Esa actitud ayuda a templar emociones y puede contribuir, a la larga, a que la amistad sea más sana y más duradera. La transparencia interna es condición esencial de todo contacto humano en profundidad.

Y éste es ahora el dicho más duro que jamás oí yo de labios de Tony, y que consigno aquí con exactitud y respeto, sin pretender sondear el fondo y el sentido que esas palabras tuvieron para él cuando las dijo. Pues sí que las dijo en el transcurso de una sesión en medio de todo el grupo: "He descubierto que yo no he amado a nadie en la vida." Las pronunció en un tono reflexivo de introspección, y permaneció callado unos instantes antes de pasar a decir otra cosa. Ni yo ni nadie de los presentes rompió el silencio para preguntarle qué quería decir exactamente con aquello, y sus palabras se deslizaron, sin más, bajo el velo de su misterio personal. Sea lo que fuere lo que quería decir con ellas, ciertamente no era que él fuera en manera alguna cerrado, adusto, falto de sentimientos o de afecto. Sabía de cariño y conocía la intimidad.

Tenía amistad íntima con algunos hombres y mujeres, y trato cercano y cariñoso con muchísimos más. Quizá quería decir -en el contexto de la ilusión del "yo" que ocupaba el centro de sus pensamientos aquellos días y que anotaré más adelante- que, mientras hubiera algún resto del "yo", no podía haber amor verpadero. Quizá pensaba en la definición de Krishnamurti que nos citó repetidas veces aquellos días: "Amar es percibir con claridad y responder con exactitud." O quizá había llegado a valorar el aspecto positivo de la soledad en la vida, de lo cual también nos habló con frecuencia en Lonaula: la soledad por miedo, timidez o debilidad era y seguía siendo negativa; pero la soledad que nace de la plenitud y libertad propias es positiva y valiosa. Habló encantadoramente de la soledad del pastor que pasa la vida en los campos sin necesitar conversación ni echar de menos la compañía. Yo, por mi parte, creo que, a pesar de su risa destapada y sus ruidosas bromas, quedaba en él siempre un fondo sumergido de soledad intacta que nunca afloraba, y que guardó para siempre el secreto íntimo de su vida afectiva. Quizá. En todo caso, sus palabras, tal como las he transcrito, permanecen.

El colega de Tony, José Javier Aizpún, escribió en una sentida nota necrológica: "Recordaré a Tony, más que nada, como a un amigo. No he conocido a muchos que disfrutaran tanto con la amistad como él. Se sentía orgulloso de sus amigos, incluso presumía triunfalmente de ellos. Compartía de lleno los gozos de sus amigos y, cuando nos llegábamos a él en momentos de apuro, nos ofrecía una comprensión, un apoyo y un consejo que eran característica y exclusivamente suyos. Y, sin embargo, para muchos de nosotros, sus amigos, Tony fue y permaneció un misterio. ¿Era tímido en el fondo? ¿Nos apoyábamos tanto en él como guía y consejero que no, podía sentirse libre y vulnerable ante sus amigos? El hablaba abiertamente de su vulnerabilidad, pero rara vez la mostraba. Y eso le hacía aparecer distante. Sí, era popular, era el centro de la fiesta, era descaradamente divertido, tenía una capacidad increíble, casi sobrehumana, de ponerse a disposición de los que le necesitaban. Pero, a pesar de todo eso, uno no podía menos de sentir que con frecuencia él se retiraba a un fondo privado en el que pocos entraban, si es que alguien lo hizo. ¿Se debía a su entrega incondicional a ser fiel a su propia visión? ¿Se debía a que su vida fue una búsqueda tan personal que, en último término, sólo se podía llevar a cabo en soledad? Para muchos de nosotros, Tony, además de ser amigo, era también sabio, guru y profeta.

El sentía hondamente la necesidad de compartir su visión. Muchos alcanzaron algún destello de esa visión, y con ello cobraron nuevas fuerzas, sentido de la vida y esperanza. Pero sospecho que fueron pocos los que, de hecho, vieron lo que Tony veía, y en el fondo Tony lo sabía. Sin embargo, nunca apareció amargado o frustrado, y tampoco adoptó nunca una actitud condescendiente, como si él estuviera por encima de los demás. Lo que sí creo es que él no pudo menos de sentirse con frecuencia solo en su búsqueda. Siguió adelante porque estaba poseído por una sagrada necesidad de saber y averiguar por sí mismo. Su recompensa fue un sentido excepcional del éxtasis de la vida y, aun antes de morir, también del éxtasis de la muerte".

Hablando de relaciones mutuas y de cómo tratamos siempre a otros del mismo modo que nos tratamos a nosotros mismos, Tony, para ilustrar ese principio, descubrió un episodio de su propia biografía que no quiero pasar por alto aquí. Nos dijo: "Cuando yo era novicio, el Provincial, que era el Padre Casasayas, nos dio una charla en la que nos dijo: 'Aquí en el noviciado sois todos vosotros muy fervorosos y muy santos, pero luego, con los estudios y las distracciones y los largos años, muchos pierden el fervor inicial y descuidan la vida espiritual. Os voy a dar una señal para que, cuando os llegue ese momento del final de la carrera, después de todos esos años, sepáis si habéis conservado el fervor inicial o no. Cuando, acabados los estudios, estéis a punto de salir a trabajar y vayáis a ver al Provincial para fijar con él vuestro primer destino, si le decís entonces que queréis qué os envíe a las misiones (es decir, a un puesto de misión en los pueblos, por contraposición a los colegios y las universidades en las ciudades), eso querrá decir que habéis conservado el fervor; y si no, lo habéis perdido.' Esas fueron las palabras del Provincial, y es curioso que, aunque me olvidé de todo lo demás que dijo en su larga charla, aquello se me quedó grabado; y cuando me llegó el tiempo, al final de la carrera, estaba yo dispuesto a responder a aquel reto y pasar el examen. El Provincial era entonces el Padre Mann, y a él me fui a discutir mi primer destino de sacerdote, y le dije con orgullo y dándome importancia: 'Quiero ir a las misiones.' Ahí estaba la prueba de mi fervor. El Padre Mann, sin embargo, tenía otros planes sobre mí y me mandó a América a estudiar psicología.

Cuando volví, el Provincial era el Padre Correia Afonso, el cual me dijo, antes de que yo pudiera abrir la boca: 'Veo por los archivos del Provincial que usted había pedido ser enviado a las misiones. Necesito una persona de sus características en un puesto de misión, y he decidido enviarlo a usted allí.' Aquello me supo malísimo. Era a mí a quien me tocaba pronunciar las palabras sagradas sobre ser enviado a las misiones, no a él el mandarme por su cuenta. Me había robado mi momento de gloria. De todos modos, fui a las misiones... y no me gustaron en absoluto. Entonces me vengué a mi manera. Lancé una campaña para que los Padres indios fueran también enviados a puestos de misión, que hasta entonces ocupaban casi exclusiva y heroicamente jesuitas españoles. Así como yo había ido a parar a un puesto de misión, en vez de los más cómodos colegios o universidades, así quise ahora hacer que fueeran a parar allí mis compañeros indios. Es decir, les estaba haciendo a los demás lo que me habían hecho a mí mismo; y que todos pagasen por mi tontería. Siempre hacemos lo mismo."

Otro destello sobre el lugar que el amor ocupaba en su vida. El año que yo pasé en De Nobili College, Poona, haciendo el curso largo de Sádhana, el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen y de la independencia de la India, Tony presidió la solemne Eucaristía concelebrada ante todo el alumnado y predicó una preciosa homilía que muchos de los allí presentes recordarán como yo recuerdo. La idea central fue ésta: "Si en los primeros años de mi carrera espiritual me hubiesen preguntado qué querría yo que la gente dijera en alabanza mía, yo hubiera contestado: 'Que digan que soy un santo.' Algunos años más adelante habría contestado, 'Que digan que soy un hombre de gran corazón.' Y ahora lo que quiero que digan de mí es... que soy un hombre libre." Aquel mismo día me dijo que había preparado aquella homilía con mucho esmero, y aun la había ensayado con un compañero para asegurarse de que las ideas quedaban claras y las expresaría con efecto. Esa progresión de valores de la santidad a la libertad, pasando por el amor, puede tomarse como resumen aproximado de tres etapas claras de su vida. Faltaba aún entonces la etapa final de Lonaula, ciertamente distinta, marcada, definitiva, y queda en el aire imaginar qué nombre hubiera escogido para ella.

También dijo: "El amor es la ausencia del miedo", eco claro de san Juan: "El amor perfecto destierra el temor". Asimismo: "El amor es sensibilidad ante la realidad." Explicó esto último con el caso de una alumna de Sádhana que se sintió atraída por uno de los hombres del grupo y le pidió su amistad. Este le contestó delicadamente que ya tenía una amistad especial con otra de las mujeres del grupo, y no deseaba otra. Ella se sintió rechazada y lloró. Pero, cuando volvió al grupo, tuvo una nueva experiencia que le abrió los ojos y la vida: cayó en la cuenta, de repente, de lo bellas y atractivas que eran todas las personas del grupo, cosa que se le habíá escapado hasta entonces. Al concentrarse exclusivamente en una persona, se había cegado al valor de todas las demás.

Quizá lo más importante que Tony dijo sobre el amor, y que puede ser la clave para resolver las contradicciones aparentes que aquí he reflejado, fue que el verdadero amor es posible sólo cuando no existe apego ninguno. Ahí va otra buena paradoja (a Tony le gustaba repetir que "la verdad está en la coincidencia de las cosas opuestas"), y esa paradoja necesita el contexto del capítulo siguiente para aclararse.

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