Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Tras el umbral
Una vida en el Opus Dei
Autora: Carmen Tapia
Índice del libro:
I. Prólogo, presentación e introducción
II. Mi encuentro con el Opus Dei
III. Crisis vocacional
IV. Cómo se llega al fanatismo
V. Viaje a Roma
VI. Roma, la jaula de oro
VII. Venezuela
VIII. Roma II: retorno a lo desconocido
IX. Regreso a España
X. Represalias
XI. Retratos
XII. Los silencios
XIII. Bibliografía sobre el Opus Dei
XIV. Bibliografía general
 
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TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI. Carmen Tapia

CAPITULO VI: ROMA, LA JAULA DE ORO (parte 1)

Via di Villa Sacchetti

Nos abrió la puerta Antonina, una numeraria sirvienta de las primeras de la Obra, que hacía muchos años que estaba en Roma. Con ella nos esperaba Encarnita Ortega, entonces directora de la administración de Villa Sacchetti y también Mary Altozano, una numeraria de Jaén, que era la subdirectora de la casa. María Luisa Moreno de Vega también estaba con ellas esperándonos. Tras los saludos calurosos de todas y cada una, subimos por unos escalones de granito a la Galleria della Madonna y desde allí bajamos, por otra escalerilla, al oratorio del Inmaculado Corazón de María a saludar al Señor.

Yo le pregunté a Encarnita Ortega si podría beber un vaso de agua, porque hacía casi cuarenta y ocho horas que no bebía una gota. Siempre me acordaré de que miró el reloj y me dijo: "Son pasadas las doce. Si bebes agua ahora, mañana no podrás comulgar. ¡Mira qué bien! -agregó-, la primera cosa que vas a ofrecer en Roma por el Padre." Y, naturalmente, no bebí agua.

Me prendieron, para que la pudiera ver bien, las luces de la Galleria della Madonna, llamada así, porque hay un vitral de la Anunciación al final de la misma, el cual, por el otro lado, da al planchero de la casa, y cuando éste está iluminado da luz también a la Galleria. Esta galería es muy bonita. Curiosamente y debido a la serie de desniveles que existen en estos edificios de la casa central del Opus Dei, la Galleria della Madonna es un sótano que recibe muy buena luz natural por claraboyas en el techo. Tiene esta galería un piso de baldosa roja zigzagueante enmarcado por una piedra caliza blanca, y el zócalo de granito gris. Y una fuente adosada a una de las paredes de la galería hecha con el típico sarcófago romano -auténtico en este caso-. En esta fuente hay un chorro de agua cuyo hipogrifo gotea siempre y ello procura un ambiente recogido y silencioso. Está indicado además, en la casa de Roma, que en esta galería se debe vivir el "silencio menor" ("El silencio menor" se vive en todas las casas del Opus Dei desde después de la tertulia de mediodía hasta después de las 17.00. En muchos países, la hora de la merienda o "tea time".), lo que significa que sólo se debe hablar lo estrictamente necesario, pero en voz muy baja por la cercanía a los oratorios. Cuando yo llegué sólo había un oratorio en la administración: el del Inmaculado Corazón de María.

A Tasia, la sirvienta que venía conmigo, la acompañaron a su camarilla (nombre que se les da en las casas del Opus Dei a los dormitorios de las sirvientas, que siempre son individuales) Antonina, con Mary Carmen Sánchez Merino e Iciar. A mí me acompañaron a mi cuarto Encarnita Ortega y María Luisa Moreno de Vega.

Naturalmente Encarnita me dijo también lo mismo que en Madrid: que era una "enchufada" por venir a la casa del Padre y la mucha responsabilidad que tenía ante Dios por haber sido escogida a trabajar directamente con él como una de las dos secretarias personales.

Me preguntó Encarnita si traía algo para el Padre y le dije que sí. Le entregué el correo que me dio don José María Hernández Garnica y también la faltriquera, explicándole lo que me había sucedido en Ventimigua. Ella me dijo que se lo explicara yo misma a don Álvaro del Portillo cuando le viera al día siguiente.

Mi primera impresión, al cruzar el umbral, fue como la de entrar en un castillo medieval: noté que había mucha piedra, baldosa roja y hierro en la construcción. Apenas se veían muebles, pero sí contraventanas pesadas.

Nuestras habitaciones formaban un bloque de dos pisos, cuyas ventanas daban a una terraza donde habían plantado varios cipreses y cuya verja, que daba a la calle de Villa Sacchetti frente a un edificio más bien moderno de esa misma calle, estaba empezando a tupirse débilmente con una especie de jazmín.

Al subir la escalera -escalones de baldosa roja ribeteados de madera- hacia el primer piso de habitaciones, nos detuvimos en un descansillo grande donde está ubicado el "soggiorno" (cuarto de estar), cuya cancela de hierro y cristal permite ver la habitación entera desde fuera. La habitación era grande, con varios ambientes, muy agradable de aspecto. Bien amueblada, me pareció. Me hizo notar Encarnita una serie de dibujos decorativos de las paredes: varios "trompe l'oeil". Tenía tres ventanas que daban a la calle (las cuales yo acababa de ver desde abajo).

De ahí, rápidamente, me llevaron a mi cuarto que estaba en el primer piso, explicándome dónde estaban las duchas y los retretes. María Luisa Moreno de Vega tenía su habitación casi al lado de la mía.

Cuando cerré la puerta del cuarto le eché un vistazo: era una habitación de mediano tamaño con una cama de hierro verdinegro y una colcha floreada muy agradable que cubría las tablas. En los días siguientes me di cuenta de que todos los dormitorios tenían el mismo plano y la misma clase y número de muebles. Había en el cuarto dos puertas: una que daba al lavabo, con un espejo grande, luz, etc., y otra, la del closet. Una ventana, que estaba cerrada, no sabía en aquel momento a dónde daba, pero al día siguiente, al abrirla, comprobé que daba a aquella terraza de los cipreses que a mí siempre me gustó. En la pared había una hornacina para libros, pero sin libros, y una imagen de la Virgen pintada en el muro. Una mesa de trabajo muy sencilla y una silla completaban la decoración de aquel cuarto. El suelo era de mosaico rojo. La habitación, aunque era agradable, me sobrecogió por lo austera. Me parecía una habitación muy desnuda. En ella, desde luego, no había nada superfluo. Organicé mi ropa en el closet y me acosté rendida.

Me levanté al sonar el timbre y siguiendo las reglas de cualquier casa del Opus Dei, a la media hora estaba arreglada y con la cama tendida. La luz romana entro por aquella ventana al abrirla y fue como si me inundara de optimismo con aquel sol. Me vino a buscar Encarnita para acompañarme al oratorio, porque la casa era tan grande que fácilmente se perdía uno en ella, sobre todo al llegar.

Primero la meditación, como en cualquier otra casa de la Obra, y luego la misa. El oratorio del Inmaculado Corazón de María era muy distinto de los que yo conocía en las casas de la Obra. Me pareció bastante grande. Tenía una sillería de coro, a la que se subía por dos escalones, donde nos sentábamos las numerarias y, en el centro del oratorio, flanqueando el pasillo central, estaban los bancos donde se sentaban las numerarias sirvientas. En el centro de ese pasillo había un pequeño órgano.

Al terminar la misa fui a saludar a las numerarias y sirvientas de la casa, unas conocidas y otras no, que nos esperaban en la Galleria della Madonna. Estos saludos suelen ser muy bulliciosos, con grandes abrazos, pero nunca besos: las numerarias del Opus Dei no se besan nunca. Inmediatamente fuimos a desayunar. Entonces, las numerarias, debido a horarios conflictivos con la casa administrada, ya que los numerarios, al no tener su comedor terminado, usaban el nuestro y a fin de vivir el reglamento de administraciones que expliqué al hablar de Córdoba, desayunábamos en el planchero, en una mesa que se improvisaba en la parte donde habitualmente se cosía. A la hora del almuerzo y cena sí usábamos nuestro comedor, porque se hacían varios turnos de comidas en la casa. Y esto duró por casi dos años: hasta que se terminó parte de las obras y pudimos desayunar también en los comedores que eran para la administración.

Cuando yo llegué a Villa Sacchetti, éramos muy pocas numerarias: el consejo local estaba formado por Encarnita Ortega como directora, Mary Altozano como subdirectora y Mary Carmen Sánchez Merino como secretaria. Iciar Zumalde se ocupaba especialmente de las sirvientas y del planchero, Mary Carmen Sánchez Merino de las compras y también de las sirvientas. Manta Verdú, de la cocina, y Mercedes Anglés, del oratorio, la costura y de labores especiales como bordar alguna cosa que el Padre necesitaba como decoración en algún lugar de la casa, hacer arreglos especiales de oratorio, etc. También estaba Julia Vázquez en Roma, una numeraria de Madrid, a quien no había conocido anteriormente. Julia era la persona más deliciosa de trato que he conocido en mi vida. Tenía una gran sensibilidad y era de mentalidad muy abierta. Se ocupaba también del planchero y la limpieza. Curiosamente tanto Iciar Zumalde como Mercedes Anglés y Manta Verdú habían hecho mi curso de formación en "Los Rosales", o sea, que nos conocíamos muy bien. A María Luisa Moreno de Vega y a mí nos dijeron que nos ocuparíamos de la limpieza de la administración principalmente y, luego, del trabajo de secretaría con el Padre.

Me contaron en el desayuno que antes también vivían en Villa Sacchetti más numerarias, pero que el Padre acababa de formar la región de Italia, con sede en Roma, en una casa llamada Marcello Prestinari por el nombre de la calle donde estaba ubicado ese piso. La-secretaria regional era Pilarín Navarro Rubio, una de las primeras de la Obra, paisana de Encarnita Ortega. Habían sido destinadas también a la región. de Italia: Enrica Botella, Victoria López Amo, Consi Pérez, Chelo Salafranca y María Teresa Longo, la primera numeraria italiana. Excepto a Chelo, a quien yo conocía de la época de "Zurbarán", no conocía a ninguna de las otras.


Secretaria del Padre

Nada más desayunar, Encarnita acomodó en una bandeja de plata las cosas que yo había traído para el Padre y nos dijo a Tasia y a mí que estuviéramos preparadas porque el Padre iba a venir a la Gallenia della Madonna a saludarnos. Preguntamos cómo había que saludarle y nos dijeron que se le besaba la mano si él nos la tendía. Tasia y yo con Encarnita estábamos en dicha galería cuando oímos la voz del Padre que venía acercándose por la Galleria degli Uccelli (llamada así porque está decorada en las paredes y techos con pájaros). Se detuvieron él y don Alvaro del Portillo de espaldas al vitral de la Gallenia della Madonna y muy sonrientemente el Padre nos dijo:

-¡"Pax", hijas mías!

A lo que le contestamos llenas de emoción:

-¡In aeternum, Padre!

Le besamos la mano cuando nos la tendió. Don Alvaro también muy sonriente nos dijo igualmente "Pax!" a lo que le contestamos también "In aeternum!".

Yo no había visto a don Alvaro desde la tarde en que me dijeron fuera a visitarle a Diego de León en Madrid, a finales de 1949. Y, en cuanto a monseñor Escrivá, aunque la primera vez lo vi dando una meditación a las numerarias recientes, a primeros de 1949 en la administración de "Lagasca", también en Madrid, era ahora la primera vez que me hablaba directa y personalmente.

El Padre muy cariñosamente nos preguntó cómo habíamos hecho el viaje y si habíamos descansado bien. Le dijimos que sí. Luego dirigiéndose a la sirvienta, le dijo que había mucho trabajo que hacer en la casa y que esperaba que siempre estuviera alegre. Con un "¡Dios te bendiga, hija mía!", despidió a la sirvienta. Inmediatamente mirándome a los ojos me dijo:

-¡Qué ajena estabas tú, hija mía, Carmen, de que ibas a venir a Roma!

A lo que le respondí:

-Es verdad, Padre.

Y monseñor Escrivá continuó:

-¿Ves los designios del Señor, hija mía?
-Sí, Padre -fue mi respuesta.

Luego me empezó a decir que había mucho trabajo para hacer y que ya hablaríamos. Me preguntó si conocía Roma y le dije que no. Entonces le dijo a Encarnita que me acompañaran a San Pedro y que me dieran una vuelta. Agregó: "¡Hay que aprender italiano!"

-Claro, Padre -fue mi respuesta.

Preguntó el Padre si había traído correo para don Alvaro y le dije que sí. Encarnita abrió la puerta del planchero y Rosalía López, una numeraria sirvienta de las primeras, salió con la bandeja. El Padre indicó que la dejaran en el comedor de él en la Villa Vecchia. Aproveché un silencio del Padre para intentar decir a don Alvaro la razón por la que tuve que abrir la faltriquera, pero no me dejó seguir. Me hizo un gesto con la mano como diciendo que no me preocupara. Y eso fue todo.

Dijo el Padre que avisaran a María Luisa. Ésta, a quien Encarnita le había dicho que se quedase en el planchero por si acaso el Padre la llamaba, salió inmediatamente.

El Padre, muy amablemente, nos dijo a las dos que tendríamos que trabajar "muy cerquica" de él en las cuestiones de secretariado relativas a la sección femenina del Opus Dei en el mundo, pero que nos quedara muy claro que nuestro trabajo de secretarias no era labor de gobierno "aunque", agregó, "María Luisa tiene función de gobierno, por ser superiora mayor, pero tú, no", dijo dirigiéndose a mí. En días sucesivos nos repitió esto tan a menudo, que yo le solía decir a María Luisa, bromista: "El Padre me volverá a decir cuando venga que tú tienes función de gobierno y yo no."

Quedamos en que al día siguiente, después de la limpieza, nos reuniríamos en la secretaría con él. El cuarto que llamábamos secretaría era el de la secretaria de la casa. Un cuarto muy chiquito, de forma triangular, en el primer piso de Villa Sacchetti. Esta habitación era el lugar de trabajo de la secretaría de la casa y nos la dejaron a María Luisa y a mí como lugar más apropiado que había entonces en esa casa. Tenía el cuarto una mesa-escritorio, tipo italiano, un closet y no mucho más espacio, que para poner un par de sillas extra. Era una habitación llena de luz que daba casi a la misma terraza de nuestras habitaciones personales. Era alegre, con muebles claros. Tenía un armario pequeño -a semejanza de caja fuerte- empotrado en la pared, donde guardábamos los documentos confidenciales, los duplicados de las llaves de la casa, y especialmente el duplicado de la llave del buzón de correos. Este buzón, que permitía al cartero desde la calle echar cartas en él, está localizado en la entrada de proveedores, tiene una portezuela metálica por dentro, que sólo puede abrirse con la llave que se guarda en la mesa de la secretaria de la casa, cuyo duplicado, como digo, se conservaba en este armarito empotrado en la pared. Por toda maquinaria, teníamos una máquina de escribir portátil.

La verdad es que yo estaba emocionadísima. Me parecía todo como un sueño, algo así como haber subido al cielo. Con el debido respeto a los musulmanes, me sentía como haber llegado a la Meca. No podía creer que hubiera mayor felicidad en la tierra para una persona del Opus Dei: el Padre, hablándome directamente, sabiendo quién era yo, diciéndome que iba a trabajar con él. ¿No es esto lo máximo a que puede aspirar una persona del Opus Dei totalmente fanatizada, como lo estaba yo, para la cual su Norte y su guía no era otro que el Opus Dei y monseñor Escrivá? Lo que yo no podía ni vislumbrar era el mar de fondo que existía entre las personas de la casa y el Padre, y entre el Padre y la Santa Sede.

Si no recuerdo mal, creo que quien me acompañó a San Pedro fue Mary Altozano, la subdirectora de la casa. Hacía más de un año que estaba en Roma y hablaba italiano. Era muy joven y había entrado al Opus Dei jovencísima. Tenía un hermano marino que era numerario. Casualmente yo había sido muy amiga de un primo suyo que era médico de la Armada y a quien había conocido en Cartagena.

Fuimos en la circolare a la parada más cercana a San Pedro y me enseñaron el edificio en Cittá Leonina donde había vivido el Padre al llegar a Roma. De allí cruzamos a la Colonnata y por primera vez en mi vida tuve ante mí la impresionante Basílica de San Pedro. Su grandiosidad mc hizo sentirme pequeñísima. Tenía conciencia, como católica, que estaba en el corazón de la Iglesia de Roma. Al llegar al altar de la confesión, me dijeron que al Padre le gustaba que rezásemos el Credo allí, cosa que, naturalmente, hice. Yo estaba bebiendo cuanto me decían y aquella grandiosidad me impuso mucho. Me dijeron que a las doce del mediodía Pío XII solía dar la bendición después del Angelus. Sin embargo, me indicaron que teníamos que regresar antes para no llegar tarde a la hora del almuerzo del Padre, porque a lo mejor me quería llamar para darme algún encargo, con lo cual no pudimos quedarnos a la bendición del Papa. Un detalle muy curioso de hacer notar es que tanto con Pío XII, como con Juan XXIII y Pablo VI, para la numeraria que llegaba a Roma, no insistir en quedarse a recibir la bendición del Papa y preferir regresar a la casa a tiempo de que el Padre "si la llamaba estuviera allí", era una manifestación de "buen espíritu...".

En la circolare, pude darme cuenta de la gran ciudad que era Roma, así como de que no lograba entender ninguna de las conversaciones que oía a mi alrededor, o sea, que el italiano, idioma que los españoles consideran tan fácil, no me lo empezaba a parecer, ni mucho menos, en esta mi primera salida en Roma.

En la casa, durante el almuerzo, Encarnita me preguntó qué me había parecido San Pedro. Encarnita tenía mucho empeño en que se hablara italiano en la mesa, me di cuenta.

Aquel primer día en Roma estuvo cargado de diferentes impresiones. Pude apreciar que Encarnita estaba tan pendiente del Padre que preveía hasta la menor cosa, como lo indican los ejemplos que señalé de preparar la bandeja ella misma con las cosas traídas de España, hasta hacer que la sirvienta estuviera con ella esperando para cuando la pidieran o que María Luisa estuviera también cerca por si la llamaba el Padre. Otro recuerdo de ese primer día es el de que me encontraba siempre perdida en la casa y tenía que esperar a que alguna cruzase aquella galería para preguntarle cómo ir al oratorio, a mi cuarto o al comedor.

Al segundo día de mi estancia en Roma empezó la vida normal, diríamos. Encarnita me mostraba la cocina cuando Antonina, la sirvienta, que solía contestar al teléfono, se acercó a Encarnita y le dijo algo en voz baja. Encarnita, con aire poco amistoso, me preguntó:

-¿A quién le has dado este número de teléfono?
-A nadie -le respondí en verdad.
-Pues mira a ver quién es el señor que te llama.

No acertaba quién pudiera ser, porque ni a mi padre ni al bendito señor del tren le había dado teléfono alguno y yo no conocía a nadie en Roma.

El teléfono estaba entonces en el planchero. Así que contesté desde allí. Y cuál no sería mi sorpresa cuando oigo la voz del señor italiano del tren, muy contento, porque había localizado mi teléfono y la dirección de la casa y quería venir a buscarme para enseñarme Roma. Mi respuesta fue brusca, maleducada y cortante. Le dije simplemente que no volviera a molestarme y que no se le ocurriera volver a llamar, y le colgué. Volví donde estaba Encarnita y le dije simplemente que era un señor que venía con nosotras en el compartimiento del tren desde Madrid y que le explicaría todo más tarde. Por la cara que puso me figuré que me iba a echar una bronca.

Como directora de la casa, Encarnita recibía entonces todas las confidencias de las numerarias y de las numerarias sirvientas, así que llevaba el control más absoluto de todas y cada una de nosotras.

En una parte del planchero que quedaba como en un altico, Encarnita, mientras cosía, recibía la confidencia de la sirvienta de turno. Estando yo en el mismo planchero, vi que Tasia, la numeraria sirvienta que había venido conmigo en el viaje, hablaba con ella. O sea, que comprendí que la libre interpretación de aquella sirvienta sería la razón en la que Encarnita se apoyaría para decirme lo que fuera.

La cosa no se hizo tardar demasiado: al día siguiente, sin esperar ni tan siquiera a oírme, Encarnita me lanzó una gran filípica, marcando como grave el mal ejemplo que le había dado a la sirvienta durante el viaje, porque no sólo no había dejado de coquetear con el italiano del tren, sino que había permitido que me agarrara por el brazo para subirme al tren y había leído las revistas pornográficas que me había prestado cuando yo sabía que nosotras no podíamos ver ninguna revista sin permiso. El punto grave fue que, como me dijo todo esto como corrección fraterna, no pude defenderme y tuve que aceptar todo sin rechistar. Hubiera abofeteado a la sirvienta por su estúpido escándalo y por sus falsas interpretaciones.

Lo que yo no sabía al llegar a Villa Sacchetti era que el termómetro del "buen espíritu de la Obra" era Encarnita y que todo, absolutamente todo, lo reportaba al Padre o a don Álvaro. Por otra parte, como Encarnita compartía plenamente con el Padre la idea de que las numerarias sirvientas eran como niñas pequeñas, cualquier cosa dicha por una numeraria sirvienta, tenía mayor peso de lo que pudiéramos decir nosotras. Naturalmente, en la bronca-corrección, Encarnita me dijo que yo no acababa de llegar a Roma cuando ya estaba defraudando al Padre y que no quería ni pensar el disgusto espantoso que el Padre se llevaría si supiera mi conducta durante el viaje.

El día que me correspondió hacer mi confidencia, le expliqué mi versión de los hechos del viaje, pero me quedé convencida de que mi verdad no cambió nada su opinión sobre mi conducta. Instintivamente me di cuenta de que Encarnita no se fiaba de mí a cabalidad, aunque, no obstante, yo hice todo lo posible por ganarme su confianza, cosa que mejoró bastante con los años.

Respecto a Encarnita, había un hecho que yo deconocía: su tendencia a celarse de quien pudiera hacerle sombra frente al Padre. Primero consiguió que Pilarín Navarro fuera a la región de Italia de directora, con lo cual ella era la más antigua y la que conocía mejor al Padre en Villa Sacchetti, cosas reales. Pero la llegada de María Luisa y mía la habían relegado de nuevo; es decir, ahora ella no era la única que veía al Padre en confidencia. Ella era la directora de la casa y nada más, y en los asuntos de secretaría no entraba para nada, lo que claramente no le gustaba, por supuesto.

El día indicado por el Padre, María Luisa y yo esperábamos en secretaría. Habíamos preparado dos sillas para él y don Álvaro. Los oímos llegar, nos pusimos de pie para esperarlos y el Padre nos dijo que nos sentáramos.

A grandes rasgos, nos dijo que nos encargaríamos de escribir cartas familiares a las directoras regionales de los países donde estaban abiertas las fundaciones. Cartas donde no se entraba en temas de gobierno, ya que éstos le llegarían al Padre a través de los respectivos consiliarios, pero que si en alguna de las cartas que llegaban, hablaban algo de gobierno, se lo hiciéramos saber a él para poder dar una respuesta adecuada. A mí me tocó escribir a Nisa, que estaba en la casa de Chicago, en Estados Unidos; y a Guadalupe, que estaba en México. A María Luisa le tocó escribir a Inglaterra, donde Carmen Ríos estaba de directora regional, y a España. Nos alternábamos María Luisa y yo para escribir a Chile, Argentina, Colombia y Venezuela. Además María Luisa escribía a Alemania, donde no había casa del Opus Dei, pero vivía, en Bonn, Mananne Isenberg, la primera numeraria alemana, y Valenie Jung. Ambas dejaron de pertenecer al Opus Dei bastantes años más tarde, debido en gran parte, a la falta de tacto de los superiores del Opus Dei, como explicaré en otro momento. Yo solía escribir a Teddy Burke, la primera numeraria irlandesa en Dublín, que junto a ella había reunido a varias numerarias más. Estas cartas eran semanales. En la primera de ellas tuvimos que explicarles nuestra misión en Roma. La reacción de todas las directoras regionales de los países fue de mucha alegría, dado que nos conocían a María Luisa y a mí personalmente.

Nos advirtió el Padre que nuestra misión requería "silencio de oficio", lo que significaba que fuera del cuarto de secretaría no podíamos hablar de ningún asunto que hubiéramos tratado en él y que, por tanto, nuestro trabajo no era tema que debería hablarse tampoco en la confidencia semanal.

El Padre nos dijo que de todas las cosas de secretaría teníamos que estar enteradas las dos, tanto María Luisa como yo, y que el correo que llegase lo teníamos que leer igualmente las dos, incluso las cartas personales de las numerarias que iban dirigidas a él, y que solamente cuando hubiera algo fuera de lo corriente, le entregásemos aquella carta, pero que de otra forma las archiváramos.


Cartas al Padre

Con respecto a las cartas al Padre, quiero hacer un apartado especial. Desde que escribimos la carta de "admisión" al Opus Dei, al presidente general, monseñor Escrivá, nos dijeron las superioras que era de "buen espíritu" y que "el Padre veía con agrado como manifestación de espíritu de filiación" el que se le escribiera por lo menos, una vez al mes. Dicha carta se le entregaba a la directora de la casa, quien estaba obligada a no leerlas. También se nos dijo que además podíamos escribir al Padre en sobre cerrado siempre que quisiéramos.

Cuando María Luisa Moreno de Vega y yo empezamos a recibir las cartas que iban dirigidas al Padre, y que por indicación suya deberíamos leer, recuerdo perfectamente que lo hicimos con el mayor de los respetos y nunca nos permitimos el menor de los comentarios sobre ninguna de ellas. Cuando alguna cosa no la veíamos muy clara, nos la consultábamos recíprocamente y, ni qué decir tiene que las cartas que llegaban en sobre cerrado -llegaba alguna que otra- se las entregábamos directa e inmediatamente al Padre, quien muchas veces nos decía que las leyéramos nosotras después.

Las cartas de las numerarias al Padre eran de ordinario breves. Variaba su contenido según la numeraria que la escribía, por supuesto, pero de ordinario eran cartas sinceras, bien hablando del trabajo en el nuevo país donde se había llegado, si eran nuevas fundaciones; de la vida interior muchas veces; del proselitismo. Generalmente aquellas numerarias que hacían cabeza hablaban de los problemas financieros de primera hora, de algún roce o malentendido que hubiera podido haber con el consiliario de aquel país o también de algún problema de perseverancia o de dificultad en llegar las primeras vocaciones. Todo ello eran temas casi constantes en las cartas al Padre.

Lo que sí detectaban estas cartas era el grado de madurez de la numeraria que las escribía. Por ejemplo, cuando la directora de Estados Unidos escribía al Padre nos abría horizontes a nosotras, viviendo en Roma junto al Padre, porque se notaba que estaba enfrentando un panorama totalmente nuevo en forma, costumbres y género de vida; teniendo que enfrentar el problema de numerarias españolas que al llegar a Estados Unidos querían estudiar y seguir el ritmo de vida de una muchacha corriente en ese país; incluso el problema del idioma y las distancias para hacer apostolado. Recuerdo el caso de una numeraria que se enfermó seriamente y a la directora le costaba horas de tren para poderla visitar con la mayor frecuencia y atenderla lo mejor posible.

Se notaba mucho en las cartas la diferencia entre las numerarias que eran fanáticas y las que trataban de adaptarse rápidamente al nuevo país, y cómo éstas iban "cambiando de piel", diría, cambio que como tal implicaba su adaptación frente al mundo real que vivían ahora.

Mis cartas personales al Padre, años después, cuando estuve en Venezuela, fueron casi siempre hablando de las labores de aquel país, del progreso en el apostolado, de las nuevas vocaciones que nos iban llegando. Otras veces, de la posibilidad y deseo de tener cuanto antes un centro de estudios en el país y, en la última época de mi estancia en Venezuela, de la falta de asistencia del consiliario cuando se trataba del tema de las administraciones. Como yo creía en el Padre y tenía una gran confianza con él, siempre que tocaba estos temas le solía escribir en sobre cerrado, para evitar que fuera interpretada mi carta como "falta de unidad". Mi idea de contarle las cosas al Padre era para que él pudiera ayudarme a solucionar el problema que fuera.

Cuando el número de vocaciones empezó a aumentar en el Opus Dei, se les aseguraba absolutamente a todos los miembros que el Padre, como su trabajo principal, leía absolutamente todas las cartas. A muchas personas les costaba trabajo creérselo, pero era nuestra obligación asegurárselo así. Cuando el gobierno central de la sección de mujeres empezó a funcionar en Roma, cada una de las asesoras leía las cartas al Padre de las numerarias de la región que tuviera asignada, pero primero dichas cartas eran leídas por la directora central y por la secretaria de la asesoría, y quedaba a su criterio y discreción el darle o no una carta al Padre. En este primer gobierno del Opus Dei en Roma, hubo numerarias muy jóvenes e inmaduras que, a veces, tomaban a chacota muchas de las cosas que alguna numeraria escribía al Padre, cosa que a mí, personalmente, me sublevaba.

Era difícil, no obstante, cuando uno no estaba ya en Roma el escribir con espontaneidad y confidencialidad al Padre. Yo escribí bastantes veces en sobre cerrado, como he dicho anteriormente, cuando no quería que las cosas que yo le contaba al Padre pudieran quedar libradas a la interpretación de la asesora que la leyera.

De hecho, el decir que las cartas de las asociadas las leía el Padre era una mentira establecida que se mantenía. Monseñor Escrivá y Alvaro del Portillo lo sabían perfectamente, al igual que todas las numerarias que habíamos estado en Roma en el gobierno central, yo incluida.

Siguiendo con el trabajo de María Luisa Moreno de Vega y mío como secretarias del Padre, puedo decir con verdad que pusimos toda nuestra responsabilidad en cuanta indicación suya recibimos. Dedicábamos a esta labor todo el día, excepto las horas en que por la mañana nos ocupábamos de la limpieza de la administración de Villa Sacchetti y luego, a última hora de la tarde, cuando se iban los obreros, que pasábamos casi todas las numerarias de la casa a limpiar en la Villa Vecchia las habitaciones del Padre, de don Alvaro y el vestíbulo, que era tan grande como una plaza de toros pequeña. Estábamos generalmente en este trabajo hasta la hora en que el Padre iba a cenar.

María Luisa y yo nos llevábamos estupendamente. El hecho de que ambas hubiéramos trabajado en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas ayudaba mucho a la compenetración en la forma de trabajar. Por otra parte, María Luisa era una persona muy buena, muy fina, inteligente. Hubiera sido difícil chocar con ella, lo que no quiere decir que no tuviera carácter. Se había educado en el Colegio Alemán y su dominio de este idioma era perfecto. El haberme yo educado en un colegio francés hacía igualmente que el dominio de este idioma fuera bueno, y el que ambas supiéramos un poco de inglés para defendernos y poder escribir eran hechos que para monseñor Escrivá tenían valor. Ambas nos tomamos también muy en serio el aprender italiano, cosa que por nuestra facilidad para los idiomas logramos a puños y en pocos meses sin recibir la menor clase de gramática. Solamente podíamos hablar italiano con Encarnita Ortega, Mary Altozano y Mary Carmen Sánchez Merino, ya que las demás ni lo sabían ni tenían demasiado interés en aprenderlo. Y luego, naturalmente, con los proveedores. Tanto María Luisa como yo salíamos a muchos encargos y el contacto con la gente italiana nos ayudó grandemente.

El hecho de que María Luisa fuera superiora mayor y yo no, no interfería para nada en nuestro trato ni en el trabajo. Ella tenía mucho tino y jamás dijo nada que pudiera, ni de lejos, hacer prevalecer frente a mí su posición de superiora mayor.

Durante estos meses, raro era el día que no veíamos al Padre y a don Alvaro, bien porque ellos venían a secretaría o porque nos llamaban, después del almuerzo, para que subiéramos al comedor de la Villa a despachar alguna cosa o a recibir alguna indicación, de tal manera que se estableció la costumbre de que mientras el Padre y don Alvaro almorzaban, María Luisa y yo íbamos a la cocina para evitar hacer esperar al Padre, caso de que nos llamase. En la cocina y a las horas de almuerzo y cena estaba también Encarnita, ya que como directora de la casa debía estar pendiente de las comidas del Padre.

Estar pendiente de las comidas del Padre significaba no solamente probar la comida antes de que se la subieran a su comedor, sino medir y pesar todo conforme a las indicaciones recibidas por el médico a través de don Alvaro. Sabíamos que el Padre tenía un régimen especial, pero abiertamente no se decía qué tenía. Indiscutiblemente tenía diabetes, como después de su muerte ha confirmado uno de los historiadores oficiales de monseñor Escrivá, (Andrés Vázquez de Prada, "El fundador del Opus Dei", Madrid (Rialp), 1983, pp. 253-254) y por ello, debía bajar de peso, lo que implicaba no poder tomar una serie de alimentos.

Mientras esperábamos por si el Padre llamaba, tanto Encarnita como nosotras dos ayudábamos a la numeraria encargada de cocina a preparar las meriendas de la casa entera, para la residencia y para la administración.

Muchas mañanas, cuando el Padre llegaba a secretaría, nos hablaba de los planes futuros de la Obra, respecto a la sección de mujeres y también dejaba ver su malestar, en más de una ocasión, con respecto a la Iglesia, a Pío XII en aquel entonces. Recuerdo muy bien que un día nos dijo: "Hijas mías, no os dais cuenta de lo que está pasando a vuestro alrededor: estoy atado de pies y manos. Este hombre [por Pío XII] no nos entiende, no me deja moverme y aquí estoy encerrado." Y gesticulaba con las manos, como diciendo: es incomprensible. A mí me quedó muy claro que el Papa no le dejaba salir de Roma. Esto, con diferentes palabras, se lo oí decir más de una vez.

Otro día me dijo que, andando el tiempo, me enviaría a Francia porque sabía que yo quería a ese país. Y de hecho, en el comedor de la Villa, nos presentó a don Fernando Maicas, que iba de consiliario a Francia, y a don Alfonso Par, que iba de consiliario a Alemania, diciéndoles que muy posiblemente yo iría a hacer cabeza a Francia y María Luisa, con alguna capacidad de gobierno, a Alemania.

Me dijo el Padre otro día que yo me encargaría específicamente de tener al día los pasaportes de todas las numerarias que vivían en Villá Sacchetti, tanto su vigencia como el tener al día los permisos especiales de soggiorno italiano y que para ello don Alvaro me diría lo que tenía que hacer. Ésta fue, durante todos mis años romanos, una de mis ocupaciones regulares por la que tenía que salir bastantes veces a organizar todo en la Questura Romana. Recuerdo que nuestros permisos de estancia en Italia eran muy peculiares porque, siendo nosotras miembros de un Instituto Secular, estábamos acogidas a una ley de religiosos para lo que se refería a la permanencia en Italia y de hecho había que presentar, para el visto bueno de un organismo del Vaticano, pero ubicado fuera del mismo y previa la firma de don Alvaro en cada caso, las instancias que yo preparaba conforme al modelo que me dio el mismo don Alvaro. Instancias que llevaba yo luego a la Questura Romana con los pasaportes para evitar pérdidas de tiempo a cada numeraria que llegaba a Roma. Subrayaba el Padre la suerte que teníamos de que no fuésemos como "esas monjitas" que cada una que llegaba a Roma tenía que ir por su cuenta a todo, desorientada, a arreglarse el permiso de permanencia en Italia. Al cabo de los años me conocía bien a los empleados de la Questura y ellos a mí. Incluso una de las veces me dijeron que dado el tiempo que estaba en Italia, ellos podían arreglarme fácilmente que adquiriese la nacionalidad italiana. Yo no lo acepté, porque ¿para qué quería yo ser italiana, si donde vivía era en Villa Sacchetti, la casa del Padre...?

Lo que sí recuerdo muy bien, ahora que hablo de pasaportes, son dos cosas: una, que nada más llegar las numerarias a la casa de Roma, se les pedían los pasaportes que no volvían a ver hasta el día en que salieran de Roma o cuando había que renovarlos, y entonces iban conmigo al consulado correspondiente. El segundo punto es que había un policía, un hombre más bien joven, el cual periódicamente venía a Villa Sacchetti para revisar los pasaportes y los soggiornos. Éramos una casa con cientos de extranjeros y era lógico que comprobaran estos datos. Yo era quien lo recibía y hablaba con él. Cuando se lo dijimos al Padre, nos recomendó que tuviéramos siempre preparada una botella de coñac español para dársela a aquel policía...

Monseñor Escrivá nos indicó también otro día en secretaría que fuéramos apuntando las cosas que él dijera "porque servirían para la posteridad". Y de hecho fue algo que siempre hice durante todos los años que estuve en Roma, pero especialmente hasta que se formó el gobierno central en Villa Sacchetti.

Esto que lo consideraba yo como una prueba de confianza, no se me pasaba por la cabeza que era la preparación personal que monseñor Escrivá empezaba a hacer para ir construyendo su propio altar. Y aquello eran solamente barruntos de lo que le oí decir más adelante, como "vengo de estar sentado en mi tumba, hijas mías. Pocas personas tienen ese privilegio".

Cuando llegamos a Roma María Luisa y yo, Encamita Ortega escribía el diario de la casa, encargo que me lo pasó a mí al poco de llegar. Es costumbre en todas las casas del Opus Dei el escribir un diario, pero el diario de la casa de Roma ofrecía el mayor interés dentro del Opus Dei, porque reflejaba muchas cosas de la vida de su fundador. Así me lo dijo Encarnita, con la indicación de que cuando notase que el Padre se disgustaba (enfadaba) por algo, tenía que escribir más o menos la expresión de "hoy el Padre se disgustó porque pusimos poco amor de Dios en esto o aquello". Este diario lo escribí durante bastantes años y si por cualquier causa no iba a poder hacerlo un día, tenía que notificárselo a la directora, para que lo escribiera ella o se lo diera a escribir a alguien.

Esta primera época de mi llegada a Roma fue una de las más interesantes de mi vida en el Opus Dei. Por una parte, por mi ceguera o fanatismo, como quiera llamársele: era tal el autómata en que estaba convertida que nada ni nadie tenía importancia para mí en la vida, más que aquella casa, el Padre, Encarnita: absolutamente todo girando alrededor de monseñor Escrivá, a quien solíamos ver a diario y, en el caso de María Luisa y mío, más de una vez al día. Y hoy, que me asombro de esto, por una parte, comprendo a cabalidad por la otra, la esencia del Opus Dei como secta: estábamos sobresaturadas de trabajo físico de diversas clases; si había algún momento libre era el de las normas del plan de vida y todo ello salpicado por la presencia y adoctrinamiento del Fundador. No había el menor tipo de diversión más que la media hora al día de tertulia con las sirvientas jugando a la pelota en el Cortile del Cipresso, un patiecito muy pequeño con un ciprés en el centro. Eso en verano. En el invierno, en el planchero, o sea, en el mismo sitio donde pasábamos la mayor parte de nuestro día. No teníamos música de clase alguna y por supuesto no se oía tampoco la radio -no había radio en la casa- ni se leía el periódico. Es decir, Villa Sacchetti éramos y sigue siendo un islote en medio de la gran ciudad de Roma con vida únicamente para la Obra y para su fundador. Lo demás carecía de importancia real. Si salíamos a la calle, claro que veíamos a la gente y a la ciudad, pero como los motivos para salir eran exclusivamente compras necesarias para la casa, para el trabajo o bien compras de unos zapatos o cosas por el estilo, era como si fuéramos dentro de nuestro propio mundo, pasando junto a, pero sin mezclarnos con.

Yo me creía entonces libre porque teníamos la libertad permitida por unos parámetros bien definidos, no la auténtica libertad cristiana que, con absoluto conocimiento de la situación y sin cortapisas de "buen" o "mal espíritu", permite a los cristianos corrientes emplear su libre albedrío. Los miembros del Opus Dei no tienen más libertad que la que les permite "el buen espíritu de la Obra" previa consulta a los superiores, incluso en las cuestiones profesionales, sociales y políticas, como dije al principio de este libro. Buena prueba de ello son los llamados "juramentos promisorios", que también expliqué al principio al hablar de los votos perpetuos o "fidelidad". Dichos juramentos van intrínsecamente unidos a esos votos perpetuos o compromisos a la Prelatura como los llama ahora el Opus Dei, así como a la calidad de "asociada inscrita" (Se llaman asociadas inscritas en el Opus Dei aquellas numerarias que son escogidas por el presidente general previa la opinión secreta de tres miembros de la Asesoría Regional y de la Asesoría Central. Estos miembros tienen que tener la "fidelidad" y se ocupan de las tareas de dirección y gobierno en las casas del Instituto. Los sacerdotes numerarios del Opus Dei, por ejemplo, han de ser todos inscritos). Y aquí, se me viene de nuevo a la mente la obra de Solzhenitsyn, "The First Circle" por una parte, y, por otra, la opinión que sobre la libertad en el Opus Dei se formaría alguna asociación internacional, como Amnistía Internacional, por ejemplo, si tuvieran los medios precisos para poder hacer objetivamente este análisis.

No hacíamos tampoco apostolado directo. Esto estaba encomendado a la región de Italia. Nuestra labor era totalmente interna: por una parte, la administración de la casa del Padre, la Villa Vecchia, y del incipiente Colegio Romano de la Santa Cruz, cuyas obras se habían empezado recientemente. Cuando yo llegué a Roma, los numerarios varones, alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, aún vivían en el llamado Pensionato (Pabellón dedicado al servicio cuando se adquirió en 1947 Villa Tevere, mansión que había servido previamente como embajada de Hungría ante la Santa Sede). Sólo las comidas las hacían en el comedor de la administración, como dije anteriormente.

Un día en que estábamos en el planchero oímos grandes gritos del Padre, chillidos. Yo me sobrecogí y pensé que pasaba algo muy serio y nos llamaba. Me levanté rápidamente y, cuando fui a abrir la puerta del planchero que daba a la Galleria della Madonna, una de las numerarias más antiguas en la casa se me acercó advirtiéndome en voz baja: "No salgas. Debe de ser el Padre que le está corrigiendo al arquitecto." Efectivamente, fueron muchas las veces que le oí a monseñor Escrivá gritarle al arquitecto. Primero Fernando de la Puente y luego, cuando se lo llevaron a éste a España, porque se puso muy enfermo, a un muchacho bastante joven que dejaron en su lugar. Otra de tantas veces contemplé la escena, muy amarga, del Padre echándole una bronca a Encarnita porque ésta era corta de vista y no quería ponerse anteojos. Encarnita enrojecía hasta la raíz del pelo y sus jaquecas habituales se acrecentaban aquel día.

Era fácil detectar en la casa a quienes, por el motivo que fuese, el Padre reñía. No se podía llorar, pero la gente se quedaba muy seria. Uno de los puntos álgidos de los enfados de monseñor Escrivá era por la cocina: cuando alguna numeraria de las que trabajaban en ella abría las ventanas y los olores subían a la Villa Vecchia. La cocina de Villa Sacchetti está como en el corazón de la casa, y aunque hicieron los arquitectos varios ensayos con diferentes extractores de humo, siempre había olor a comida. Esto lo exasperaba de tal forma a monseñor Escrivá que es difícil expresarlo. Yo le he visto alguna vez entrar en la cocina, ir derecho a la ventana abierta y cerrarla dando un gran portazo. Curiosamente él no se apercibía del dolor que su actitud causaba a las numerarias y sirvientas trabajando en ese lugar, ni del calor que pasaban igualmente, dado el enorme trajín de la cocina, al no poder abrir las ventanas.

Encarnita era la numeraria a quien, como directora de la casa, más reñía, bien porque alguna de las sirvientas o nosotras nos habíamos dejado olvidado en la casa administrada un trapo de quitar el polvo o una bayeta de sacar brillo al piso. Por el motivo que fuera, el blanco de las broncas del Padre solía ser ordinariamente Encarnita. Siempre consideré de "buen espíritu" la forma tan admirable en que Encarnita recibía aquellas broncas de monseñor Escrivá, pero me doy cuenta hoy día de que en realidad más que "buen espíritu" lo que Encarnita tenía era un amor morboso hacia el Padre. Se gozaba en recibir aquellas broncas. Le parecía que era signo de predilección el recibir directamente las riñas del Fundador. De hecho, había una frase que se repetía en muchos países entre las numerarias: "Bienaventuradas las que reciben las broncas del Padre", porque era señal de que se estaba cerca de él. No tenía monseñor Escrivá ciertamente un carácter moderado.

Con don Alvaro del Portillo, Encarnita tenía una relación muy diferente. Alvaro era la persona con la cual Encarnita podía hablar de todo, y de hecho lo hacía aprovechando cualquier coyuntura, bien fuera para decirle que necesitábamos dinero o cualquier cosa relativa a las comidas o salud del Padre, así como también para informarle de algún problema serio de alguna numeraria o sirvienta. ¿ Cuándo podía hablar Encarnita con don Alvaro si la separación entre las dos secciones del Opus Dei -hombres y mujeres- es total? Por ejemplo, si bajaba solo al comedor a cenar mientras nosotras limpiábamos el vestíbulo de la Villa Vecchia, Encarnita podía hablar con él unos minutos. Otras veces por el telefonillo de dirección y, alguna vez, cuando el Padre salía del comedor de la Villa, si don Alvaro se quedaba un poco rezagado, Encarnita aprovechaba unos minutos para preguntarle o consultarle algo.

Encarnita tenía el privilegio, entre las numerarias, de poderle llamar de "tú" a todos los sacerdotes de la Obra.

Las broncas eran una faceta que yo desconocía del Padre, pero realmente me causaban temor porque no sabía cómo podía reaccionar yo el día que me lanzara la primera. Hasta ahora era oír todo lo que les decía a las demás, pero no a mí directamente. Y la verdad es que cuando le oía reñir, yo temblaba. No eran regaños; eran broncas gritadas, que, por su fondo y forma, herían hondo por el mucho cariño que se le tenía. Yo no recordaba jamás a mi padre regañando de esa forma tan brusca y tan hiriente.

En aquella época monseñor Escrivá y don Alvaro del Portillo solían pasar al planchero después de su cena. Como era casi a diario, les solíamos tener preparadas dos sillas. Las numerarias que trabajábamos en la parte donde se solía coser, estábamos en primer plano. Unas veces las sirvientas que planchaban en la parte que daba hacia el Cortile dcl Cipresso o las que estaban en cl lavadero seguían allí planchando y lavando a no ser que el Padre específicamente les dijera que se acercaran al grupo.

Al entrar en cl planchero, solía decir siempre "Pax!" bastante alto para que lo oyéramos todas y no dejaba de ser corriente el que repitiera varias veces "Pax!" mientras se sentaba. Solía entrar con un gesto muy típico de sus manos: un poco avanzadas y como colgantes.

Cuando se sentaba solía cruzar las manos y descansarlas en su regazo. No solía cruzar nunca las piernas al sentarse, al menos frente a nosotras. Si llevaba el manteo puesto se lo arrebujaba mientras nos recorría a todas con su mirada diciéndonos:

-A ver, ¿qué me contáis hoy, hijas mías?

Muchas veces se hacía un gran silencio. Nadie osaba hablar. Y entonces solía decir:

-Bueno, si no me contáis nada, me voy.

A lo que seguía un murmullo de protesta:
-No, Padre, no.

A no ser que Encarnita lanzara algo para contarle al Padre o indicase a alguna sirvienta alguna cosa, el Padre solía dirigirse a Julia, una de las primeras numerarias sirvientas, vasca, ya bastante mayor y le decía:

-Bueno, Julia, dime tú algo, hija mía.

Julia era discreta e inteligente y tenía bastante acierto a decir algo por donde monseñor Escrivá pudiera pegar la hebra.

Fue en una de estas ocasiones, cuando monseñor Escrivá anunció que iban a venir a Roma, por primera vez en la Obra, numerarias sirvientas mexicanas. Entonces, dirigiéndose a María Luisa Moreno de Vega y a mí, nos preguntó en tono bromista:

-¿Cómo no le habéis dicho a vuestras hermanas quiénes van a venir de México?

Nosotras nos sonreíamos calladas y monseñor Escrivá agregaba, dando criterio a la concurrencia:

-Hijas mías, no os han podido decir nada vuestras hermanas porque lo saben solamente por silencio de oficio. Pero, ¡a ver, decidlo!, ¿quién viene?

María Luisa y yo respondimos:

-Constantina, Chabela y [otra sirvienta más, cuyo nombre no logro acordarme ahora, aunque a ella la recuerdo perfectamente], tres numerarias sirvientas.

-A ver, ¿ quién más Viene? -nos animaba el Padre.

-Gabriela Duclos, Mago y Marta, arquitecto mexicana, todas numerarias.

A cuenta de esto, monseñor Escrivá hablaba de México, de la labor que la Obra estaba haciendo allá y de que acababan de regalar al Opus Dei una hacienda en Montefalco donde, "si éramos fieles", se abriría una granja-escuela para campesinas.

Otras veces nos hablaba monseñor Escrivá de la marcha de las obras del Colegio Romano de la Santa Cruz y de que encomendásemos a don Alvaro que llevaba un peso enorme con los problemas económicos, ya que cada sábado tenía que pagar a los obreros.

Muchas otras veces los temas giraban a lo "listas que teníamos que ser en la vida", que él "no quería hijas tontas" y agregaba: "Hijas mías, no me seáis bobicas como las monjas", y al decir esto remedaba con la voz y hacía la mímica con las manos pegadas a la cara de una persona bobalicona, lo que originaba grandes risas entre las numerarias sirvientas y entre muchas numerarias igualmente.

En otra ocasión, alguna de las que estábamos allí le contó al Padre que había ido al Ciampino, el entonces aeropuerto internacional de Roma, y que había visto a un montón de monjas esperando a la madre general, las cuales al ver a ésta bajar del avión prorrumpieron en gritos y brincos diciendo: " ¡Nuestra Madre, nuestra Madre! ¡Ahí viene nuestra Madre!"

Monseñor Escrivá al oír esto se reía a carcajadas, diciendo: "¡Qué gracioso, pero qué gracioso!"

Al paso de los años curiosamente no era nada diferente lo que hacían los miembros del Opus Dei a la llegada de monseñor Escrivá a algún lugar.

A propósito de esto, monseñor Escrivá nos dijo que "las monjas eran tontas", agregando que a la única monja que él visitaba era a sor Lucía de Portugal, "no porque haya visto a la Virgen, sino porque nos quiere mucho". Y generalmente, añadía: "Es un poco tontucia, pero una buena mujer."

También contó monseñor Escrivá, una de esas tardes, que sor Lucía de Portugal le había dicho en una ocasión: "Don José María, usted con lo suyo y yo con lo mío también nos podemos ir al infierno."

Como dije, nosotras no hacíamos apostolado directo en Villa Sacchctti, sin embargo Encarnita Ortega solía ir una vez por semana a la región dc Italia para hablar con señoras y hacer apostolado con ellas. También les daba ocasión a las numerarias de allí de hablar con ella, y a ella de ver y enterarse de lo que ocurría en la región de Italia. Cosas todas que, una vez pasadas por su tamiz, se les refería al Padre o a don Alvaro.

A propósito de la región de Italia recuerdo que, un día que salí por Roma con Encarnita, le preguntaba yo por las numerarias de la región de Italia, especialmente por Pilarín Navarro, quien era la directora regional de ese país e igualmente una de las primeras de la Obra. Encarnita no me habló positivamente de ninguna de ellas, empezando por Enrica y Fina Botella, de quienes dijo que eran de las primeras de la Obra, hermanas de don Francisco Botella, pero "tonticas", siguiendo por Victoria López Amo, muy de las primeras, con un hermano igualmente numerario, sobre quien hizo un gesto enigmático difícil de descifrar. De Consi Pérez no dijo nada ese día. De Pilarín Navarro Rubio me habló francamente mal. Eran paisanas, me dijo, tenía mucha familia en el Opus Dci, especialmente su hermano Mariano, uno de los primeros supernumerarios (que años más tarde llegaría a ser ministro con Franco). Me dejaba ver Encarnita que Pilarín era muy orgullosa y que había tenido diferencias con el Padre porque no tenía cariño por él. Claramente me agregó que el Padre no se fiaba de Pilarín porque había "algo" que no le gustaba y me dio a entender una cosa muy seria: que el Padre tenía aprensión a las comidas que Pilarín le preparaba cuando estuvo en cocina porque no se sentía seguro de ella. Ésta fue la presentación personal que Encarnita Ortega me hizo de la región de Italia, agregando además que el problema económico que tenían era muy serio porque "no se les ocurría hacer nada apostólico" y que María Teresa Longo, la primera vocación italiana, cuyo hermano también era numerario, no parecía una vocación muy segura. Defendía, sin embargo, a Chelo Salafranca. Dijo que era una numeraria que quería mucho al Padre y que era gran proselitista. Cosa muy curiosa porque al cabo de los años, Chelo Salafranca se escapó del Opus Dei de forma bastante aparatosa.

A Villa Sacchetti solían venir algunas tardes, de visita y por excepción, las dos primeras supernumerarias italianas, la señora Lantini y la señora Marchesini. Se las pasaba al planchero donde nos ayudaban a coser. Ambas tenían hijos numerarios. La señora Lantini era un encanto: menuda, delgada, con una gran sordera. Debía de haber sido una mujer muy linda. La señora Marchesini era muy alegre, simpatiquísima, bajita, dicharachera y con una voz un tanto chillona, que cuando venía un sábado y cantaba la Salve con gorgoritos nos sumía a todas en tal ataque de risa, que, a pesar de los esfuerzos que hacíamos por contenemos, más de una tuvimos que salir del oratorio para no soltar la carcajada dentro.

Uno de los días que vino la señora Marchesini nos comentó la muerte del rey Jorge VI de Inglaterra. La que más y la que menos pegamos un brinco al oír la noticia y dijimos:

-¿Cómo, que se ha muerto el rey de Inglaterra?

Esta señora se quedó tan asombrada de que no lo supiéramos, que nos preguntó a su vez:

-¿Pero no están enteradas? Si falleció hace varios días.

A lo que Encarnita vivamente contestó:

-Sí, yo sí lo sabía, pero no quise decírselo a ellas para no impresionarlas.

Nos contuvimos la risa que dicha respuesta nos produjo, hasta que esta señora se fue. Naturalmente, Encarnita nos dijo al irse la señora Marchesini, que ella no tenía ni idea de que se había muerto el rey de Inglaterra.

Aquella tarde, pues, cuando monseñor Escrivá y don Álvaro llegaron al planchero, faltaron bocas para decirle lo ocurrido con la señora Marchesini y la respuesta de Encarnita sobre la muerte del rey de Inglaterra.

En aquel momento alguna numeraria, no puedo recordar quién, dijo:

-Entonces, Padre, ahora la princesa Isabel, que es tan joven, será la reina de Inglaterra.

No había terminado esta persona de pronunciar estas palabras cuando monseñor Escrivá, violentamente, se alzó de su silla, con un gesto brusco se enrolló el manteo mientras iba hacia el centro del planchero jadeante, furibundo y gritando a todo pulmón:

-¡¡¡No me habléis de esa mujer!!! ¡¡¡¡No quiero oír hablar de ella!!! ¡¡¡Es el demonio!!! ¡¡¡El demonio!!! ¡¡¡No me volváis a hablar de ella!!! ¿Entendido? ¡¡¡Pues ya lo sabéis!!!

Y dando un tremendo portazo a la puerta del planchero, salió hacia la Galleria della Madonna. Estábamos aún todas estupefactas, cuando volviendo a asomar su cabeza por la puerta, sin entrar, volvió a repetirnos:

-¿Entendido? ¡¡¡No me habléis nunca más de esa mujer!!!

Antes de que diera el segundo portazo, don Álvaro con su flema y sonrisa característica, nos miró y dijo "Pax!", saliendo también hacia la Galleria della Madonna con aire pacífico.

Inmediatamente Encarnita Ortega nos dijo que volviéramos a nuestro trabajo y que no se comentara el asunto. A mí personalmente me dijo que no escribiera nada de esto en el diario de la casa.

Yo me quedé espantada, pensando por qué la princesa Isabel sería el demonio. Aquello que no acertaba a entender y que nos dejó frías entonces a todas, apareció clarísimo ante mí cuando salí del Opus Dei: monseñor Escrivá desconocía el espíritu ecuménico, contrariamente a como trata de demostrar uno de sus biógrafos oficiales cuando transcribe (Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador José María Escrivá de Balaguer, Madrid (Rialp), 1987, p. 246: 'Monseñor Escrivá comentó que con ocasión de una audiencia, había dicho al papa Juan XXIII: "En nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable; no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad...") lo que relataron dos periódicos: "Le Figaro" (París, 16 de mayo de 1966), y "Palabra" (Madrid, octubre de 1967). Dicho comentario de monseñor Escrivá a Su Santidad Juan XXIII es, a mi juicio, si no quiere calificárselo de soberbia, al menos irrespetuoso. La opinión de este mismo supernumerario del Opus Dei y biógrafo alemán de monseñor Escrivá, refleja la falta latente de espíritu ecuménico en el Opus Dei, cuando opina que sólo quien acepta el ministerio de Pedro puede ser verdaderamente ecuménico. El que un monarca, y más una mujer, fuera la cabeza de la Iglesia de Inglaterra, lo tenía que sublevar a monseñor Escrivá hasta las entrañas. Lo incongruente es, que, pensando de esa forma, al cabo de los años y exclusivamente por mera conveniencia humana, tuviera el Opus Dei la desfachatez de invitar a la reina madre de Inglaterra a inaugurar Netherhall House, la residencia del Opus Dei en Londres. Al enterarme de ello, pensé que sería interesante conocer la reacción de la reina madre y de la corte inglesa si hubieran sabido que el fundador del grupo llamado Opus Dei, del que había sido invitada a inaugurar una residencia, había llamado "demonio" a su hija y a su reina con tal énfasis y convicción.

La verdad es que esta reacción de monseñor Escrivá no se me olvidará en la vida y por ello me asombra cuando el Opus Dei asegura que su fundador tenía espíritu ecuménico. No lo tuvo nunca, como puede verse en la primera edición de su libro Camino, donde este espíritu no aparece básicamente como tal (José María Escrivá, Camino, N.o 115, "Minutos de silencio. "Quédese esto para ateos, masones y protestantes que tienen el corazón seco. Los católicos, hijos de Dios, hablamos con el Padre nuestro que está en los cielos." El Padre ordenó quemar todos los ejemplares de la primera edición de Camino existentes en la casas del Opus Dei, porque en las ediciones posteriores modificó este punto 115 y el punto 145).

En páginas anteriores expliqué también esta versión preconciliar del Opus Dei en lo que respecta a los cooperadores.


Limpiezas y trabajos varios

Un capítulo importante en esta época de Roma eran las limpiezas. Siempre ha sido éste un tema muy a tener en cuenta en las casas todas del Opus Dei, ya que, a la par de la cocina, era el complemento imprescindible en las labores de administración. Monseñor llamaba a la labor de administración "el apostolado de los apostolados". También solía agregar que era como el esqueleto sobre el cual descansaban absolutamente todas las casas de mujeres y de varones y que, "sin ellas, la Obra sufriría un verdadero colapso".

Cuando yo llegué a Roma las limpiezas eran matadoras. Primero, por las mañanas, un grupo de numerarias y de sirvientas iba al Pensionato. En el mismo vivían aproximadamente unos sesenta numerarios del Opus Dei, aunque no recuerdo exactamente la cifra. Lo que sí sé es que unos numerarios iban al Laterano y otros al Angellicum para terminar sus tesis de filosofía o de teología y unos cuantos se quedaban en la casa "vigilando a los obreros", ya que, por indicación expresa de monseñor Escrivá, a los obreros "no había que dejarlos nunca solos". Como la situación económica de aquellos años era muy difícil, muchos de los numerarios iban andando para no gastar en transporte y nos solía contar el Padre que los que fumaban solían dividir los cigarrillos para que les rindieran mas.

Para la limpieza del Pensionato teníamos un tiempo mínimo. Se hacía prácticamente en plan de despliegue militar: mientras las numerarias tendíamos las camas, las sirvientas hacían los baños. Aunque eran pocos dormitorios, había muchas literas de tres pisos en cada uno, con lo cual, el hacer las camas era toda una operación, no sólo por el poco tiempo que teníamos, sino por lo difícil de hacer aquellas camas, encaramándose a los pisos altos. Creo que llegamos a tender camas en menos de un minuto. Era realmente volar. Mary Altozano era la que más aprisa iba. Muchas veces se veía al Padre y a don Álvaro que entraban o salían y al chaufferr de monseñor Escrivá, que era el primer numerario portugués, que limpiaba el automóvil si es que el Padre iba a salir. Lo cierto era que desde las ventanas era inevitable ver, sin proponérselo, el ir y venir de los numerarios en el jardín, mientras esperaban que terminásemos la limpieza de su cuarto de estar, así como a monseñor Escrivá y a don Álvaro.

Estaba también en el Pensionato la imprenta, que entonces la llevaban los numerarios del Opus Dei. Estaba ubicada en las dos habitaciones más pequeñas y teníamos la indicación concreta de que no podíamos tocar nada, solamente vaciar las papeleras. La limpieza del Pensionato era la primera de la mañana y la más veloz.

Luego estaba la limpieza de nuestra casa distribuida en diferentes sectores. Al llegar a Roma, a María Luisa y a mí nos encargaron de limpiar los dormitorios y los baños de todas las numerarias. Luego nos cambiaron a otra parte y a mí me tocó ir al Pensionato. Otras limpiaban las escaleras, el soggiorno y las galerías. Y, generalmente, la sirvienta que oficialmente estaba a cargo de la portería hacía esta parte de la casa, el oratorio, la sacristía y la sala de visitas. Otras numerarias limpiaban con las sirvientas las camarillas de éstas y el planchero y lavadero. Julia, la sirvienta mayor, era la encargada de los jardines con Chabela, la mexicana.

Había otras limpiezas que nos tocaban a todas: la de dar cera roja a las baldosas de la Galleria della Madonna, a los pisos de Villa Sacchetti, a las escaleras, a las camarillas de las sirvientas. El dar cera roja era un trabajo común de la que estuviera libre en aquel momento. Lo difícil no era dar cera roja evitando manchar la piedra caliza, porosa y blanca, sino el sacar brillo a esas baldosas a puro pie o de rodillas, sin máquina de tipo alguno.

Por las tardes, tan pronto como se iban los obreros, pasábamos a la Villa Vecchia, donde monseñor Escrivá tenía sus habitaciones provisionales, su oratorio y su lugar de trabajo. Encarnita o en su ausencia Mary Altozano, con otra numeraria y dos sirvientas, hacían las camas a monseñor Escrivá y a don Alvaro, y se ocupaban de la limpieza de sus habitaciones específicamente. El resto de las numerarias nos quedábamos en el vestíbulo de la Villa, todo de parquet, que acababan de terminar los obreros. La madera, pues, estaba totalmente seca y bastante sucia. El proceso a seguir era: primero, unas dábamos aguarrás con cepillo de raíces y con todas nuestras fuerzas para arrancar lo sucio. Inmediatamente recoger aquel líquido, mientras otras daban cera para que aquel suelo fuera cogiendo grasa. Como eran tantos y tantos metros cuadrados, aquello parecía infinito. Al final, todas, a puro pie, tratábamos con optimismo de sacar algo de brillo a aquel suelo. Pero ni brillo ni nada. Dora, la primera numeraria sirvienta del Opus Dei, cuando al terminar la limpieza de las habitaciones de monseñor Escrivá bajaba por aquella escalera de piedra, nos miraba lastimosamente y decía: "No se nota nada de nada." Era tal el esfuerzo que poníamos, que sudábamos a chorros, tanto que se solía oír con cierta frecuencia: "Por favor, no me mojes el suelo." Y era que a la que iba delante se le caían las gotas de sudor. Y así, tarde tras tarde, mes tras mes, como el mito de Sísifo, volvíamos a empezar con el mismo arranque por el cepillo de raíces, el aguarrás, la cera y venga de brochar. La hazaña de la limpieza del vestíbulo de la Villa hizo historia entre las numerarias del Opus Dei.

Los domingos teníamos además las llamadas "limpiezas extraordinarias", correspondientes a aquella parte de la casa de ejercicios que los obreros iban terminando y donde había que limpiar desde los baños a los suelos, sin olvidar los vidrios. Esta limpieza era de otro tipo. Lo principal era quitar cuantas gotas de pintura o cemento hubiera, a base de usar las cuchillas de afeitar que desechaban los numerarios. Cuchillas que, para aprovecharlas mejor, dividíamos en dos para hacer este trabajo. Teníamos las manos muy heridas porque todo ello se hacía sin guantes ni protección alguna. Meses más tarde, alguna tuvo la feliz idea de poner un esparadrapo en la parte por donde se agarraba la media cuchilla, lo cual evitaba parcialmente los cortes.

La Procura Generalizia ya estaba terminada en esos años y era otra de las limpiezas que también se solía hacer con frecuencia, aunque no diariamente. La entrada principal de esta Procura Generalizia está en Via di Villa Sacchetti, 30. Se construyó como un núcleo de recepción del presidente general del Opus Dei. Constaba la Procura de un vestíbulo, una salita pequeña de visitas donde recuerdo que se solían poner casi siempre anémonas en un cacharrillo encima de la mesa baja, un baño pequeño, oratorio y un comedor como para doce personas o incluso alguna más, decorado en blanco, gris y dorado, muy afrancesado. Los muebles eran tan delicados que para hacer la limpieza de ese cuarto teníamos que usar guantes blancos de algodón.

Monseñor Escrivá solía invitar a almorzar en este comedor a alguna persona que, por el motivo que fuera, valoraba especialmente. Recuerdo que lo hizo varias veces con su médico, el doctor Carlo Faelli, y su señora, a quien Encarnita solía visitar. Otras veces era un cardenal o un obispo. Las indicaciones que teníamos sobre los invitados eran muy claras y concretas, como clara era la indicación de que a nadie se le serviría antes que al Padre. Para ello atendían el comedor dos doncellas, quienes al mismo tiempo acercaban las fuentes al Padre y al invitado de honor.

Cuando había almuerzo de invitados, bien fuera en este comedor o en otro, yo solía ser quien ayudaba casi siempre a Encarnita a preparar la mesa, el adorno floral del centro y quien estaba con ella en el office mientras duraba la comida.

Como puede notarse, yo estaba bastante en el candelero en múltiples ocasiones. Parece ser que yo era muy eficaz en estos asuntos relativos a invitados y en resolver gestiones de etiqueta, especialmente con embajadas y consulados.

Incomprensible como me parece ahora, todo eso me hacía pensar en la gran confianza que monseñor Escrivá y Encarnita depositaban en mí y me ponía muy feliz. De lo que no me daba cuenta entonces era de que me estaban usando como una necia. Tuve que salirme del Opus Dei para advertir cómo, bajo capa y color de "buen espíritu", "amor al Padre y a la Obra", el Opus Dei exprime a sus miembros todos.

En nuestras vidas nos importaba más la opinión del Padre, el contentar al Padre, que el contentar a Dios. Es decir, estábamos convencidas de que contentando al Padre primero, Dios estaría contento. ¡Una curiosa forma de vida interior!

Los domingos no solíamos hacer limpieza en la administración a fin de engrosar el número de las que podíamos pasar a la casa de ejercicios o a la parte que los obreros fueran dejando libre. Puedo decir que todas emprendíamos esa labor de los domingos con gran espíritu deportivo, pero a las dos de la tarde, cuando la encargada de cocina generalmente nos subía un tentempié con las sobras de la nevera, lo devorábamos todo como fieras. Igual daba que fueran sardinas frías dentro de pan o trozos de lo que fuera. Hay que tener en cuenta el que muchas de estas limpiezas eran en invierno, en lugares donde teníamos las ventanas abiertas de par en par y el frío era atroz; se quedaba una aterida. La encargada de cocina, recuerdo cuando era Iciar Zumalde, solía decirnos que le encantaban las limpiezas de los domingos, porque le limpiábamos de sobras la nevera. Y de estas limpiezas no se escapaba nadie.

Por supuesto que la ruta de estas limpiezas venía indicada por don Álvaro, pero lo que también es verdad que ni el Padre ni don Álvaro asomaban por donde estábamos limpiando. Justicia es decir que Encarnita, hasta la hora de la comida del Padre, arrimaba el hombro con nosotras, como la que más.

Con este ejercicio, las que vivíamos en Villa Saechetti estábamos flacas como palillos, aunque la verdad es que comíamos bien. No así Encarnita, que apenas probaba bocado.

Por esta razón de las limpiezas y de que no dábamos abasto para llegar a todas ellas, monseñor Escrivá indicó que tendrían que venir más numerarias de España a esta administración. Ello coincidió con una especie de "limpieza" que el Padre quería hacer entre las superioras mayores de la Asesoría Central y pidió que vinieran algunas de las que tenían cargos de gobierno en esa Asesoría, pero sin ser superioras mayores en Roma, sino simplemente numerarias, para ayudar en la administración. Las primeras que llegaron fueron Marisa Sánchez de Movellán, Lourdes Toranzo, Pilar Salcedo y otras como Catherine Bardinet, María José Monterde, Begoña Mújica, etc.

Peter Berglar, en su obra ya mencionada y con referencia a la conversación que monseñor Escrivá tuvo con Pilar Salcedo en 1968 cuando aún era numeraria del Opus Dei, cita a monseñor Escrivá como sigue: "Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene un título nobiliario." Esto no es cierto. Pongamos un ejemplo sin llegar a la aristocracia, que alguno saldrá después, sino a lo económico: cuando a Catherine Bardinet, primera numeraria francesa, se la hizo venir a Roma, no había ninguna otra numeraria en ese país. Catherine pidió la admisión muy jovencita y sus padres, los dueños de los licores Bardinet en Francia, no estaban demasiado entusiasmados con la vocación de su hija. Las relaciones con ella eran a través de la madre principalmente. El padre, sin querer romper, se mantenía un poco tirante. Escribieron estos señores a su hija Catherine diciéndole que iban a hacer un crucero por el Mediterráneo y que les gustaría que los acompañara. Cuando Catherine nos lo dijo, la empezamos a embromar y cada vez que teníamos una limpieza fuerte le decíamos que íbamos de crucero. El caso fue que Encarnita le explicó la situación al Padre, así como el que los señores Bardinet habían dicho que al venir a visitar a su hija, querían saludarlo.

Un día anunciaron que los padres de Catherine habían llegado, pero ante nuestro asombro dijeron también que el Padre bajaría a nuestra salita a saludarlos. Indiscutiblemente "convenía ganárseles" a estos señores, dada la situación económica que se les suponía.

El Padre bajó con don Álvaro a la sala de visitas y, sin previa presentación de tipo alguno, avanzó hacia el señor Bardinet, diciéndole por todo saludo:

-¡Otro gordo como yo! ¿Cómo no nos vamos a llevar bien?

Y le dio un gran abrazo. Por supuesto, ni qué decir tiene que Catherine Bardinet fue al crucero por el Mediterráneo con sus padres...

Este sucedido es inaudito (Catherine Bardinet y Encarnita Ortega, presentes ambas en la entrevista, nos lo contaron.), dadas las restricciones que teníamos de trato con nuestras familias. No solamente verles, sino irse de crucero...

O sea que, lamentando, con todos mis respetos, contradecir al doctor Peter Berglar, quien por otra parte y por su condición de varón, nunca vivio en ninguna casa de mujeres del Opus Dei ni, según parece en su libro, habló con numeraria alguna, sino que se atuvo a recoger solamente las informaciones sobre la sección femenina y monseñor Escrivá que presentó Encarnita Ortega en el Proceso de monseñor Escrivá, he de reafirmar que para monseñor Escrivá no eran lo mismo todas las numerarias.

Tras la jornada de limpieza aterrizábamos en el planchero, donde además de planchar o repasar la ropa las sirvientas, las numerarias hacíamos otras muchas cosas.


Tapices y alfombras

Durante bastantes meses, del año 1952 al 1953, se reparó un tapiz que, bien fuera el arquitecto o algún numerario, encontraron en un anticuario. Dicho tapiz nos lo pasaron para lavar. Era un montón de basura, todo roto, enorme, no se acertaba a saber ni qué era aquello. Nos dijeron que lo lavásemos bien con agua y jabón y, entre varias de nosotras, ayudadas por algunas sirvientas, así lo hicimos. Lo primero que se nos ocurrió fue sacarle el forro rojo que estaba pegado al tapiz, a fin de que no destiñera. Pero al quitar el forro nos encontramos nada menos que con el sello de autenticidad del tapiz. Se atribuía a Miguel Angel, nos dijeron cuando nos lo entregaron. Gran júbilo por el hallazgo que habíamos hecho. Una vez lavado, cargándolo entre varias, lo colgamos del muro del Cortile del Cipresso, porque al ser tan enorme no cabía para tenderse en el lavadero. Por varios días estuvo secándose el tapiz y, en las tertulias, solíamos pasar el tiempo elucubrando cuál sería el dibujo. Estaba tan destrozado que no se veía nada. Alguna, con gran imaginación, dijo que en la parte baja del tapiz se veía como una niña. La verdad es que yo no veía más que un brazo. Una vez seco, indicó el Padre a Mercedes Anglés, que era una maravilla con la aguja, que se dedicara plenamente a la restauración del tapiz y que dijera cuándo pensaba que podía estar terminado.

Cuando Mercedes empezó con el trabajo, anunció que tardaría varios meses en terminarlo. A todas nos pareció el anuncio de una eternidad. Pero lo cierto fue que tuvo razón. Casi de inmediato la empezó a ayudar Mary Carmen Sánchez Merino y, al final, acabamos todas reparando el tapiz. Se había instalado en el planchero un bastidor enorme y por ambos lados del mismo nos poníamos unas ocho a reparar el tapiz. Recuerdo un día en que, cuando pasó monseñor Escrivá al planchero, le preguntó a Mary Carmen cómo iba con el tapiz. Con su gracejo andaluz le respondió:

-Padre, aún estoy con los "panesillos".

Al final se terminó el tapiz y quedó colgado para la posteridad en la escalera de la Villa Vecchia. Luego un pintor lo retocó y efectivamente aquel profeta, que resultó ser la figura central del tapiz, daba unos panes a un joven. Posiblemente estuviera basado en algún pasaje bíblico, pero lo que sí resultó ser cierto era que el dibujo se le atribuía a Miguel Angel.

Como durante el día no teníamos materialmente tiempo para hacer estas cosas, trabajábamos por la noche quedándonos hasta pasadas las dos de la mañana casi a diario. Para espantar el sueño se contaban chistes, historietas, se agotaron todos los repertorios dc canciones. Y así, entre bromas y veras, entre canto y canto, y a costa de nuestras horas de sueño y de descanso, se acabaron igualmente todas las alfombras de nudo que hay en esos edificios. Recuerdo como la manifestación del infinito la alfombra gris pálido que hicimos para el comedor de la Procura Gcneralizia. Fueron metros y metros cuadrados. Era una alfombra que cubría materialmente la habitación.

Como consecuencia de esta falta de descanso, sucedía que, por meses y meses, todas íbamos a la confesión con la misma falta: "Me duermo durante la meditación del sacerdote." En esa época, como había tantos sacerdotes en Roma, cada tarde nos daba la meditación uno diferente, y que nos dormíamos era obvio. Recuerdo a María Luisa Moreno de Vega que nos decía:

"Por Dios, despertémonos unas a otras porque, si no, uno de estos días va a salir el sacerdote del oratorio de puntillas para no despertarnos... "

Al cabo de más de un año llegó esta noticia de que nos dormíamos a monseñor Escrivá, quien, muy sorprendido, indicó que teníamos que dormir ocho horas. No entiendo que ignorase ese hecho porque en un horario normal no podíamos dar abasto para hacer cuanto hicimos. Era sencillamente imposible.


Tertulias

Como tertulia o rato de descanso sólo teníamos media hora diaria y una hora los domingos. Entonces las numerarias teníamos una única tertulia al día mientras que los numerarios tenían dos. Como siempre, las diferencias eran claras.

Nuestras tertulias eran con las numerarias sirvientas. Algunos domingos venía también a Villa Sacchetti alguna numeraria de la región de Italia con dos o tres de las numerarias sirvientas que estaban en esa región. Como ya dije, en verano se solía jugar a la pelota con las sirvientas. Una especie de baloncesto, sin cesto. Otras veces era conversar y contarles anécdotas, sucedidas en una casa u otra, pero como temas eran bien cosas de los primeros tiempos de la Obra, cosas que había dicho el Padre o anécdotas que habían sucedido yendo de compras, por ejemplo. Nunca se hablaba de temas de actualidad política, mundial o lo que fuera. "El mundo" estaba basado para nosotras en los países donde había fundaciones del Opus Dei y, de hecho, se leían, como cosa extraordinaria, en las tertulias de los domingos, alguna carta seleccionada de las numerarias o numerarias sirvientas de México o de Chicago. Ese era "el mundo de las numerarias del Opus Dei" en la casa central de Roma.

Temas relativos a la pobreza o el hambre en el mundo, a los problemas sociales de la humanidad en una palabra, ni se esbozaban. Más de una vez nos dijeron los superiores que "eso no era lo nuestro, que para ello estaban las congregaciones religiosas".

No se veía revista de clase alguna en la tertulia. Nisa Guzmán empezó a enviar periódicamente desde Chicago números de "Vogue", de "Bazar" y alguna otra revista de este tipo, pero alguna numeraria puritana le dijo a Encarnita que muchas de las modelos de esas revistas tenían cara de "malas" (tradúzcase por putas) y aquellas revistas también dejaron de circular en las tertulias. Excepcionalmente, se nos permitía buscar algún modelo, si es que nos iban a hacer un vestido, en dichas revistas, a las cuales, por primera providencia, ya les habían arrancado una serie de páginas.

Aunque trataba de colaborar activamente en las tertulias, yo me aburría mucho porque, objetivamente hablando, eran un tostón; cuando decía esto en la confidencia, siempre me apuntaban que era mal espíritu mío si me aburría con las sirvientas. Yo las quería de verdad, pero ese tipo de tertulia no me distraía absolutamente nada ni me descansaba tampoco. También me decían que las tertulias no era un momento de descanso, sino de vivir activamente la caridad. Otras veces, si estábamos en el planchero, generalmente en invierno, se cantaban las canciones de la Obra y era casi como un rito el que bailaran algún tipo de jota aquellas personas que querían. Hasta tal punto, que cuando María José Monterde, que era de Zaragoza, llegó a Roma, y que por cierto bailaba muy bien la jota aragonesa, recuerdo que un par de veces la bailó en el planchero delante del Padre, una de las tardes que vino. Por fortuna, con la llegada de las sirvientas mexicanas empezaron a bailarse también las chapanecas y la bamba, lo que al menos era más distraído por lo novedoso del ritmo.

La llegada de las mexicanas amplió también el horizonte tan limitado de aquella casa, ya que empezaron a oírse nuevas costumbres, diferentes nombres, sucedidos no conocidos previamente.

También es cierto que alguno de estos sucedidos trajeron como consecuencia correcciones para las numerarias de aquella región o, al menos, un pedir aclaraciones a cosas que habían contado, especialmente, las sirvientas que llegaron.


Numerarias sirvientas

Así empezó a llamarse en el Opus Dei a aquella clase de miembros que se dedican a los trabajos manuales o al servicio doméstico en las casas de la Obra. (Constituciones. Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei, Roma, 1950). En el año 1965 recibimos en todas las regiones un rescripto de Roma diciendo que el Padre había indicado que de ahora en adelante no se usara el término "numerarias sirvientas" sino el de "numerarias auxiliares" para designar a las sirvientas del Opus Dei. Por tanto, desde esta fecha, el término "sirvienta" quedó relegado, y la denominación ordinaria, dentro de las casas del Opus Dei, es la de "auxiliares", término que usaré más de una vez cuando me refiera a las sirvientas del Opus Dei.

Las auxiliares o sirvientas del Opus Dei tienen, en su vida espiritual, las mismas obligaciones que las numerarias respecto a las normas del plan de vida, a la mortificación corporal y a la forma de vivir la pobreza, castidad y obediencia. En aquellos años vivían igualmente la práctica de la ducha fría por la mañana. Además estaba indicado que las sirvientas que sirvieran la mesa tenían que ducharse antes de vestirse el uniforme negro.

Hay, sin embargo, diferencias de fondo: las sirvientas no pueden ocupar nunca cargos de gobierno, ni pertenecer a la categoría de "inscritas", así como tampoco ejercer el trabajo fuera de las casas del Opus Dei. Por otra parte, existe la diferencia con las numerarias de que ellas, a semejanza de los varones del Instituto, duermen siempre en camas regulares con somier y colchón.

En la vida práctica, las sirvientas del Opus Dei llevan siempre el uniforme usual para las sirvientas en el país donde estén, que suele ser una bata de color con un delantal blanco y, para servir la mesa, uniforme negro con puños y cuello blanco, un delantal pequeño blanco y cofia. En algunos países, por ejemplo Venezuela, hubo modificaciones: las batas en vez dc ser de manga larga eran de manga corta y el uniforme para servir la mesa, aunque era de manga larga, solía ser de color verde oscuro. Los días de fiesta, o cuando había invitados, solían servir la mesa -sigo ahora hablando de Roma especialmente- de guante blanco. Por la tarde, la sirvienta que hace de portera lleva el mismo uniforme negro con puños y cuello blanco, y un delantal pequeño de satén negro. Durante muchos años las sirvientas solían llevar con el uniforme de color y el delantal blanco, un gorro también blanco recogiéndoles el pelo. Esta costumbre del gorro blanco se fue desechando porque en muchos países resultaba chocante.

Cuando salen a la calle las sirvientas no van de uniforme; visten como cualquier mujer de su nivel social, suelen ir bien y pueden pintarse. También pueden teñirse el pelo. Sin embargo, cuando hacen la limpieza de las casas no se pintan y solamente van ligeramente retocadas cuando sirven las mesas de los comedores.

Las sirvientas del Opus Dei duermen en camarillas, es decir, son cuartos mínimos en los que caben una cama, un closet, un lavamanos y, en alguna de ellas, no en todas, una silla. Suele haber también una ventana o media ventana y una imagen de la Virgen. La idea es que puedan dormir independientes. En casas de construcción reciente estas camarillas suelen ser más amplias. En Roma, por ejemplo, las camarillas de las sirvientas formaban un núcleo especial. Luego, conforme se fueron haciendo ampliaciones a la casa de la sección de mujeres, fue igualmente aumentando el número de camarillas. Pero una cosa que quiero aclarar es que las camarillas nunca están mezcladas con los cuartos de las numerarias. Todo es más pequeño en dimensiones y aparte.

Tienen también las auxiliares diferentes comedores de los de las numerarias. Son servidas, por turnos, por algunas de ellas. La clase de comida es idéntica a la del resto de la casa.

En Roma y en algunas casas del Opus Dei la ropa de cama, mesa y toallas estaba siempre diferenciada y marcada con la palabra "servicio".

Las sirvientas del Opus Dei, lo mismo que los proveedores, entran habitualmente a las casas de la Obra por la puerta de servicio. En muy raras ocasiones entran por la puerta principal. Por ello, en todas las casas del Opus Dei hay una entrada especial llamada "servicio" y, en algunas casas grandes, como por ejemplo la de Roma, hay otra entrada especial para los proveedores. No es que los proveedores entren a las casas del Opus Dei, diría mejor que su entrada consiste en tener acceso a un pequeño recibidor o mostrador donde dejan la mercancía y por donde habitualmente reciben los pagos, pero nunca un proveedor entra a la cocina, por ejemplo, de ninguna casa del Opus Dei.

Las sirvientas no están nunca solas. "No pueden estar nunca solas", según frase del Fundador. "Son como niñas pequeñas", nos repetía más de una vez el Fundador y de hecho él las llamaba "sus hijas pequeñas". "¡¡¡No me las dejéis nunca solas!!!", nos gritaba otras veces. "Tienen su mentalidad y es la única que pueden tener." Sin embargo, afirmaba el Fundador que muchas de las sirvientas del Opus Dei tenían mejor formación teológica que muchos sacerdotes y que la mayoría de las monjas, por supuesto.

Las sirvientas del Opus Dei NUNCA salen solas, siempre van acompañadas de una numeraria. Cuando son mayores y llevan muchos años en la Obra, a veces, pueden salir de dos en dos.

Era tal la obsesión que tenía monseñor Escrivá con este "no dejar nunca solas a las sirvientas" que a veces era un martirio para nosotras. No podían estar ni cinco minutos solas en el planchero. Siempre tenía que estar una de nosotras con ellas. Hasta el punto de que, si una numeraria estaba en el planchero con ellas y se tenía que ir al oratorio para hacer la oración, avisaba a la directora para que otra numeraria o en su defecto la misma directora viniera al planchero mientras la otra hacía la oración. En los trabajos de la casa siempre estábamos con ellas, y en las excursiones y en todo momento.

Incluso cuando hacían la media hora de oración por la tarde, había siempre una numeraria con ellas, no podían ir solas al oratorio como nosotras. La lectura espiritual se la hacíamos nosotras mientras seguían trabajando. Es decir, absolutamente todo lo hacían con nosotras. Era motivo de reportar en la confidencia el que, por la circunstancia que fuera, hubiéramos dejado a las sirvientas solas cinco minutos.

No había meditaciones especiales para las sirvientas. Ellas y nosotras teníamos las mismas meditaciones y en esa época también los mismos ejercicios espirituales.

Nosotras estábamos todo el día con ellas y hacíamos los mismos trabajos, excepto lavar y planchar la ropa de la residencia que solamente lo hacían ellas. La única diferencia esencial era la que había en el trato. Siempre por ambas partes se las llamaba y nos llamaban de usted y ellas a nosotras además anteponían al nombre el tratamiento de "señorita".

La educación humana de las sirvientas era muy básica: sabían leer y escribir, pero no mucho más, a excepción de Dora y Julia, las dos primeras numerarias sirvientas del Opus Dei, que eran muy inteligentes, y el hecho de haber trabajado en familias de cierta posición social les había dado un "roce" que las hacía diferenciarse de las demás.

Curiosamente y frente a la secularidad de que el Opus Dei siempre se dijo ser pionero, no proporcionaba entonces la menor cultura general a sus asociados, bien fueran numerarias o numerarias sirvientas. Las sirvientas en Roma no recibían clase alguna de nada. Muchas tenían deseos de aprender italiano y habían de contentarse con lo poco que les podíamos enseñar, pero sin clase oficial alguna. Muchos años más tarde, existieron en algunos países "escuelas para empleadas del hogar".

Continuación del Capítulo VI

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Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?