Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Tras el umbral
Una vida en el Opus Dei
Autora: Carmen Tapia
Índice del libro:
I. Prólogo, presentación e introducción
II. Mi encuentro con el Opus Dei
III. Crisis vocacional
IV. Cómo se llega al fanatismo
V. Viaje a Roma
VI. Roma, la jaula de oro
VII. Venezuela
VIII. Roma II: retorno a lo desconocido
IX. Regreso a España
X. Represalias
XI. Retratos
XII. Los silencios
XIII. Bibliografía sobre el Opus Dei
XIV. Bibliografía general
 
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TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI. Carmen Tapia

CAPITULO VIII. ROMA II: RETORNO A LO DESCONOCIDO (parte I)

Antes de nada quiero advertir al lector que todo lo que sigue puedo escribirlo con tal detalle porque, al salir del Opus Dei y casi como un ejercicio de higiene mental, escribí todos los hechos sucedidos, incluidos los diálogos y nombres de las personas que presenciaron estos hechos. Pensé que, años más tarde, podría olvidarme de hechos y nombres, y algo en mi corazón me decía que, no por rencor sino por justicia histórica, debería recoger estos sucedidos.

El 11 de octubre de 1965, estando yo de compras con la directora de la Escuela Hogar, Ana María Gibert, llamó el consiliario, Roberto Salvat Romero, a "Casavieja", la casa de la Asesoría Regional, diciendo que me buscasen por donde fuera porque era muy urgente. Habitualmente, cuando yo salía, tenía por costumbre llamar desde la calle a la casa para saber si había habido algún recado urgente. Esta vez fue Ana María quien llamó y a quien le dieron este recado.

Inmediatamente y ante la urgencia fuimos a la administración de "La Trocha", que era la casa del consiliario y estaba más cerca que la nuestra. Por el telefonillo interno le avisamos que Ana María y yo estábamos allí. (Ana María Gibert era mi directora interna, estaba en el gobierno regional de asesoría y además era asociada inscrita.)

Bajó el consiliario y al yerme con Ana María me preguntó:

-¿Tú puedes ir ahora a tu casa?
-Sí, por supuesto -le respondí.
-¿Está Eva Josefina allí?

Era, como dije, la delegada y la secretaria de la Asesoría Regional.

-Sí, está allí -le respondí.
-Pues ahora vamos don José María Félix y yo para allá.

Don José María era el sacerdote secretario, encargado de la sección femenina.

Fuimos a la casa y efectivamente llegaron a los quince minutos. De pie, en la salita de visitas, me dijo don Roberto:

-Mira, acaba de llegar una nota de Roma en la que dicen que vayas cuanto antes. Que el Padre quiere que vayas a descansar unos días allí. Que el viaje lo hagas directamente, sin paradas. ¡Vaya enchufe!

Yo me quedé seria y le dije:

-¿No le parece a usted raro?

-¿Raro? ¿Por qué? Tú ya sabes que el Padre quiere ver a los mayores, porque dice que como la canción "sifa sera nella sua vita" [se hace noche en su vida]. ¿Qué mayor detalle de delicadeza quieres? Tú llévate billete de ida y vuelta. El plan lógicamente será estar unos quince días en Roma, luego el Padre, que es muy paternal, te dirá que pases por España al menos una semana o quince días para que veas a tus padres, y después te regresas.

-Pero ¿de verdad cree usted que regreso?

-¡Mira que eres tonta! En lugar de pensar en unos días felices en Roma vas a amargarte el viaje. Lo que sí conviene es que el viaje lo hagas cuanto antes. Yo te diría que esta misma semana estuvieras en Roma, porque cuando el Padre llama le gusta que se acuda de inmediato.

Le dije al consiliario que no tenía el pasaporte en orden, ni el visado, por supuesto, así como tampoco tenía al día el certificado de vacuna internacional.

El consiliario me insistió que debía hacer cuanto antes el viaje.

A todas éstas, la delegada afirmaba y rubricaba todas las afirmaciones jubilosas del consiliario.

Lo que sí me extrañó es que no llevase la nota de Roma con él, ya que siempre que el consiliario recibía una nota o algo sobre la sección de mujeres nos la daba a leer.

Hablé con don José María Peña, quien me dijo que llamase yo al consiliario y le insistiera para que me leyese la nota de Roma. También le pregunté a don José María Peña si era de mal espíritu decirle al Padre, caso de que me indicase que me quedara en Roma, el que a mí me gustaría regresar a trabajar en Venezuela. Don José María me dijo claramente que no era de mal espíritu en absoluto, puesto que estaba dicho que los miembros de la Obra deberían vivir en aquellos países donde por forma de ser pudieran servir mejor a Dios dentro del Opus Dei. Esta directriz me dio una gran paz.

Lo llamé por teléfono y, como no estaba, hablé con el padre Félix. Se quedó un poco perplejo ante mi insistencia y me repitió casi textualmente lo que el consiliario me había dicho por la mañana. No hubo forma ni manera de que me dieran a leer o me leyeran ellos el texto de la nota. Sólo me repitieron, una y otra vez, que el Padre quería que fuese a descansar unos días a Roma.

Esta falta de claridad me hizo pensar que había algo más tras esa nota, o en esa nota que no querían que yo supiera, y esto me hizo sentir muy incómoda. Tenía el presentimiento de que al consiliario y a la delegada mi actitud analítica sobre las cosas que llegaban de Roma no les gustaba y, en vez de hacerme una corrección fraterna, como estaba mandado, si es que les parecía mal mi actitud, habían dicho algo a Roma en este sentido para que me sacaran del país. Era posible que así fuera, a juzgar por la actitud que últimamente yo venía notando, tanto en el consiliario como en las reacciones algo "doctrinales" de la delegada cuando regresó de Roma. No era la actitud abierta de cuando le decían a una directora que iba a destinada a Roma y, al llegar allí, la vapuleaban claramente sobre aquello que hubiera estado desacorde con el espíritu del Opus Dei.

Tenía la impresión de que me habían dado un mazazo en la cabeza, el cual estaba planeado de acuerdo con la delegada. Aunque Ana María Gibert me rogaba que desechase esa idea, yo no podía hacerlo. En mí se había terminado la credulidad que tenía anteriormente. Eran demasiadas las coincidencias que venían a confirmar mis temores de que algo se estaba cerniendo sobre mi.

Me dieron la noticia el 11 dc octubre por la mañana, y cuatro días después, el quince de octubre a las 11.30 de la noche, volaba yo a Roma.

No me despedí de nadie. Me aconsejó el consiliario y la delegada que para tan pocos días no valía la pena que me despidiera de nadie y menos de la jerarquía eclesiástica. Mi ausencia estaba prevista para quince días. No obstante, yo dejé todo en orden y varios papeles firmados en blanco como estaba indicado en caso de ausencia.

Transcurrieron esos tres días entre poner mis documentos personales al día y sacar el visado italiano, a más de comprar la ropa básica de invierno: un abrigo, un impermeable, un traje de chaqueta, prendas que en un clima tropical no se tienen ni se usan. A más de algunos jerseys. La verdad es que lo que menos me apetecía era ir de compras. Yo me sentía muy triste, pero me agarraba a la esperanza, que es lo que mantiene tantas veces en la vida, y quería creer en lo que me había dicho el consiliario. Pero algo dentro de mí me decía que no era cierto, era como un sexto sentido. Por supuesto que la delegada no paraba de elogiar la bondad de monseñor Escrivá al llamarme a Roma para que descansara. Curiosamente, una a una, todas las asesoras me dijeron que les parecía extraño mi viaje y estaban como asustadas. Sabíamos que no podría escribir nada, pero les prometí que, aún sin saber cómo, les diría qué pasaba. Les rogué que rezasen por mí.

Un día, sin decir nada a nadie, me fui al centro de Caracas, a la plaza Bolívar, y viendo la estatua ecuestre del Libertador me sonreí, pensando que al llegar a Caracas consideré una ofensa que le comparasen con monseñor Escrivá. Sin darme cuenta en esos diez años había aprendido a admirar a los próceres y a darme cuenta de que ningún país tiene el derecho de considerarse dueño de otro. Instintivamente trasferí la idea a que en el Opus Dei los directivos de la mayoría de los países son españoles. Y lo mismo pasa en Roma, en el gobierno central. En medio de aquella plaza me sentía una más entre el pueblo. Era como una necesidad fisiológica la que sentía de ser una más y, si pudiera decirse así, oír el palpitar de la gente sencilla. La tarde del día que dejaba Caracas fui a La Pastora, una iglesia que está en el centro de la ciudad, y en una zona muy popular. No sé qué celebraban, pero había mucho ruido en la iglesia. Miraba aquella imagen de la Virgen, una pastora, y pidiéndole perdón por cuantos errores hubiera cometido, le rogaba que cuidara aquel "rebaño" joven que dejaba tras de mi.

Me dolía dejar el país. Le había dado lo mejor de mi vida. Me había identificado totalmente con él y había sido siempre mi intención transmitir el espíritu del Opus Dei. La realidad de que tenía un largo camino hasta la casa me hizo dejar aquella iglesia y contemplar el barrio, que es mucho el corazón de la ciudad.

Tuve que hacer grandes esfuerzos por no llamar farsante a Eva Josefina. Tenía dentro de mi alma el convencimiento de que ella había organizado todo aquello. Yo no estaba apegada a mi cargo. Tres veces me lo renovaron. Yo sólo quería trabajar en el país. Los cargos, ni los deseé nunca ni para mí tenían más significado que el de servicio. La bendición de viaje me la dio el consiliario de Venezuela y el de Colombia, quien por cierto me dijo que no dijera nada en Roma de que él estaba en Venezuela, porque ese viaje sólo lo entenderían el Padre y don Alvaro. El consiliario de Venezuela me dijo: "Te daremos los dos la bendición. Uno para la ida y otro para la vuelta."

Cuando se supo la noticia de mi ida a Roma, Lilia Negrón, médica y ya casada, a quien había conocido desde sus buenos quince años, me dijo muy seria: "Tú no vuelves. A ti te dejan allá." Lilia era de las personas más fieles como amiga con que me tropecé en la vida. Era compañera de colegio de las primeras numerarias y venía por la casa desde entonces. Hizo una carrera brillantísima en medicina y se casó con un compañero de clase muy brillante también. Seguí de cerca toda su vida y sus pasos de estudiante, universitaria, novia, mujer casada y, muy recientemente, madre. Acababa de nacerle su primer hijo, Alberto José. Precisamente Lilia fue una de las personas que en el Opus Dei me dijeron que no le debía dedicar tanto tiempo, porque no iba a ser numeraria. La verdad es que yo hice caso omiso de aquella indicación. Siempre tuve por costumbre dar mi tiempo a quien me lo pedía o lo necesitaba por la sencilla razón de que nunca creí que "mi tiempo" era una posesión mía, sino algo que Dios me había entregado para administrarlo. Y lo sigo creyendo así.

Me llevaron al aeropuerto Cecilia y Héctor Font, que eran supernumerarios y me querían mucho los dos. Y mi directora, Ana María Gibert. La espera en Maiquetía se hizo triste. El avión que me iba a llevar a Roma llegó con retraso de Brasil. Entonces el aeropuerto internacional era muy ruidoso y caluroso. Eran unos momentos duros para todos, pero especialmente para mí que viajaba "rumbo a lo desconocido".


La otra cara de la moneda

Un nuevo salto a través del Atlántico y al día siguiente el avión sobrevoló Lisboa proporcionando una vista inolvidable. Llegamos a Roma ya oscurecido. Serían las 18.30 del 16 de octubre de 1965. Como es costumbre en el Opus Dei, en el aeropuerto no se espera a nadie. En la terminal de autobuses estaban dos numerarias esperándome: Marga Barturen y Maribé Urrutia. Ambas muy antiguas en la Obra y las dos me conocían. Júbilo de la llegada y sorpresa por mi parte cuando me preguntaron: "¿A qué vienes?"

Mi respuesta fue sincera: "No lo sé."

Recogimos mi equipaje, que era bastante liviano. A las 20.15 llegábamos a Villa Sacchetti, 36. La llegada típica de una persona que salió de la casa central en septiembre de 1956 y regresa en octubre de 1965 siendo lo mismo que era cuando se fue: directora de la región de Venezuela y asociada inscrita.

Estando aún en el vestíbulo, bajó la directora central, Mercedes Morado (de quien hablé cuando narraba mi estancia en Bilbao), acompañada de Marlies Kücking, la prefecta de Estudios, a recibirme. Grandes saludos y me preguntó Mercedes:

-¿Dónde tienes tus maletas?
-¿Mis maletas? -pregunté-.Yo sólo traje una maleta pequeña para quince días.

Vi que Mercedes miraba a Marlies y se sonrió. Inmediatamente dijo:

-Que te acompañen a tu cuarto.

Me acompañó Lourdes Toranzo al cuarto. (Lourdes era la subdirectora del curso de formación en "Los Rosales".)

El cuarto estaba perfectamente preparado: flores, habitación con ducha y baño, etc., y me sorprendió que en mi cama, sobre la tabla, había un gran colchón, cosa que sólo se le pone a las enfermas puesto que las numerarias duermen habitualmente sobre tabla. Al abrir la puerta del lavabo vi que, en el suelo, había un orinal. Me extrañó y pregunté: "~¿Qué hace ahí ese orinal ?"

Y me contestaron que el Padre había dicho que, a aquellas numerarias que tenían 40 años se les pusiera un orinal en el cuarto. Y yo los había cumplido hacía unos meses.

No había terminado de deshacer la maleta, cuando me avisaron, por un telefonillo interno que había en el pasillo, que fuera corriendo al comedor de la Villa Vecchia, donde el Padre me estaba esperando.

Fui a toda prisa, ya que la distancia era de unos ocho minutos, a buen paso.


Encuentro con el Padre

Me dijo Rosalía la sirvienta que me esperaban y que entrase sin llamar. Entré al comedor de la Villa, donde monseñor Escrivá acababa de cenar con don Alvaro del Portillo. Monse.ñor Escrivá estaba sentado a la cabecera de la mesa, don Alvaro del Portillo a su izquierda, la directora central a la derecha y la prefecta de sirvientas, María Jesús de Mer, que es médica, también estaba allí. Me acerqué al sillón de monseñor Escrivá y con la rodilla izquierda en el suelo como es mandatorio en el Opus Dei, le besé la mano.

La conversación fue así:

-¿Cómo has hecho el viaje?
-Muy bien, Padre, gracias.
-¿Cómo te has dejado a aquéllas? -Se refería a las numerarias de Venezuela.
-Bien, Padre. Sólo Begoña [Begoña Elejalde: acabábamos de saber al operarla que tenía la enfermedad de Hodking] me preocupa mucho por esa desgracia.
-¿Desgracia llamas a saber que prontico se va a ir con Dios? ¡Si eso es una bendición! ¡Qué suerte la de ella! ¡Afortunada ella, pensar que pronto se va a morir! ¿Y quién es Begoña? ¿Desde cuándo lo tiene? -La directora central le susurró algo a Monseñor Escrivá. Me di cuenta de que el Padre ignoraba quién era una asociada inscrita, fundadora de la región de Venezuela y miembro -con dos cargos- de la Asesoría Regional. Además me di cuenta de que el Padre ignoraba tan siquiera que estaba enferma y la habían operado. Me sorprendió mucho que el Padre ignorase esta situación porque nosotras habíamos informado puntualmente a la Asesoría Central de la enfermedad y operación de Begoña. Pero pensé y achaqué la cosa a que el Padre se notaba muy mayor y le querían evitar disgustos.

Y siguió monseñor Escrivá:

-Y tú ¿cómo andas de salud?
-Muy bien, Padre -e respondí.
-¿A que no te ha visto el médico?
-Sí, Padre, cada año llevamos un chequeo médico a fondo y riguroso.
-¡Pues no importa! Tú, Chus -dirigiéndose a la médica-, ¡mírala! Que coma. Que duerma y que descanse, porque aquí te vamos a dar mucho trabajo. Ya hablaremos. Ahora descansa, come y duerme.

Y con estas palabras salió de su comedor con Alvaro del Portillo.

Conociendo a monseñor Escrivá me di cuenta de que, aunque intentaba ser cortés, había algo en su voz que le delataba un cierto enfado. Sin embargo lo deseché pensando que a lo mejor eran imaginaciones mías.

Al bajar del comedor de la Villa, aún en las escalerillas que unen el comedor con la cocina, le pregunté a Mercedes, con la confianza de a quien había conocido tantos años atrás:

-Dime una cosa, Mercedes. ¿A qué he venido yo a Roma? Volveré a Venezuela, ¿verdad?
-¿A ti qué te han dicho?
-Pues que el Padre quería que pasara aquí unos días descansando.
-Pues eso. Yo no sé nada de nada, pero ya has oído al Padre: que comas, qué duermas, que descanses.

Al día siguiente, 17 de octubre, fui a San Pedro -entonces estaba Pablo VI-. Como dije anteriormente, me preguntaron si quería quedarme a la bendición del Papa y yo respondí que mejor regresar a la casa por si el Padre llamaba después de su almuerzo. Esto le gustó a la asesora que me acompañó y lo reportó más tarde. De donde se demuestra de nuevo que, en el Opus Dei, tenía mejor espíritu aquel que situaba al Padre por encima de cualquier persona, incluido el Santo Padre.

El 18, 19 y 20 de octubre estuve absolutamente sin hacer nada, metida en mi cuarto. Sólo pude salir a las horas marcadas para los actos comunes, que me dijeron los hiciera todos con la Asesoría Central. Cada vez que intentaba salir de mi cuarto para ir al jardín, por ejemplo, me encontraba con Lourdes Toranzo, cuya habitación estaba cerca de la mía y siempre me preguntaba, adónde iba. Yo simplemente le decía que a rezar el Rosario al jardín, por ejemplo. Ella siempre encontraba una excusa, un pretexto, como el de decirme: hay visita en esa parte de la casa, están los obreros reparando algo, etc., y me recomendaba regresar a mi habitación. Me levantaba para asistir a la última misa llamada "de las enfermas".

De cara a la mayoría, yo tenía un trato de privilegio al hacer todos los actos comunes con el gobierno central; personalmente, al llevar tanto tiempo en el Opus Dei, me di cuenta de que me tenían bajo vigilancia estricta. Y de hecho, me sentí vigilada desde que llegué a Roma.

Pocos días después me dijo una de las asesoras que yo haría mi confidencia con Marlies Kücking, alemana, que era la prefecta de Estudios en el gobierno de la Asesoría Central y es hoy día directora central de la sección de mujeres del Opus Dei. Marlies era la única que no conocía de la Asesoría Central. Era una mujer bonita, rubia, joven, un poco gruesa, pero de aspecto atractivo. Me di cuenta de que en la vida de familia era el satélite de la directora central y que al Padre le caía extraordinariamente bien.

Noté que a la secretaria de la Asesoría Central, Mary Carmen Sánchez-Merino, la dejaban de lado para hacer resaltar a Marlies Kücking.

A los cuatro días de no hacer "absolutamente nada" y tampoco salir del cuarto más que para cumplir meticulosamente el horario de actos comunes con la Asesoría Central, pedí a Mercedes Morado que me dieran algún trabajo. Me entregaron para hacer todo el fichero del almacén de libros, no llamado biblioteca, de la sección de varones y de la sección de mujeres del Opus Dei. Y para hacerlo tanto por orden alfabético como por orden analítico.

Me di cuenta de que aquel trabajo era carne de perro y labor de meses. Trabajé en ello con ahínco, a pesar de todo. Este trabajo lo hacía también en mi cuarto, con lo cual estaba totalmente aislada del resto de la casa.


Incógnitas

Pasaron dos semanas y nadie me explicaba la razón de mi estancia en Roma. Yo le hablé a Marlies Kücking y le dije que la salida de Venezuela fue tan rápida que el consiliario me aconsejó que para no perder tiempo escribiese a mis padres al llegar a Roma. Marlies me dijo que les escribiera, pero que ellas mandarían la carta a Venezuela para que desde allí la mandasen a mis padres a España. A mí me pareció una farsa que estando yo en Roma tuviera que mandarse mi carta a Venezuela para que fuese enviada desde allí a España. El por qué nunca lo supe.

Llegaron de Venezuela los señores Betancourt, ella a punto de morirse de cáncer. Estas personas hicieron posible la fundación del Opus Dei en Maracaibo. Era costumbre en Roma que cuando alguien llegaba de un país, la numeraria que estaba en la casa central de esa misma nación acompañase a los visitantes durante su entrevista con el Padre. A mí no me llamaron. Me sorprendió un poco, pero tampoco concedí demasiada importancia al hecho.

Las visitas que monseñor recibía de uno u otro país estaban totalmente controladas y organizadas, porque habían establecido desde el gobierno central, con la aprobación del Padre, que 1) los países tenían que explicar el por qué aquellas personas deberían ser recibidas por monseñor Escrivá; 2) en los países se les dejaba saber a quien decía querer visitar al Padre en Roma, las "necesidades" que monseñor Escrivá tenía, lo que significaba decirles que tendrían que traerle un regalo en "efectivo" o sea dinero, a más de cualquier otro "detalle". Muchas personas mandaban por adelantado un cheque o lo daban al llegar cuando anunciaban su visita, pero desde luego, nadie de los que llegaba venía con las manos vacías.

Estos señores Betancourt visitaron al Padre, le hicieron un espléndido donativo y me invitaron a almorzar. Recibí la indicación de que me vendrían a buscar a la una y tenía que regresar a las tres, lo cual en Roma es imposible, porque los almuerzos, como es sabido, no son tan rápidos en ningún restaurante. Salí con ellos y, como tardaban más tiempo en servirnos el almuerzo que el permiso que yo tenía para regresar a la casa, decidimos que tomaríamos simplemente un aperitivo. Yo estaba tan tensa que en el mismo restaurante me puse realmente enferma y estuve vomitando. Este matrimonio me llevó a su hotel a que descansara un rato, aun a riesgo de llegar tarde a la casa. Mientras la señora subió a su cuarto, su esposo se quedó conmigo acompañándome en el vestíbulo del hotel y me dijo claramente que se me notaba muy diferente y muy tensa. Le dije que era cierto, porque llevaba ya tres semanas en Roma, no tenía oficio ni beneficio y no sabía aún a qué había venido. Me quisieron dar dinero, se volcaron conmigo y, finalmente, delante de mí, dijeron al mánager del hotel que, si algún día yo iba por allí, me dieran lo que necesitara, que todo corría de su cuenta. Se quedaron muy preocupados. Yo les dije que tuvieran prudencia cuando escribieran, porque me notaba vigilada y no sabía por qué.

En la vida de familia con la Asesoría Central me notaba totalmente vigilada. Se me hacían correcciones fraternas absurdas, como por ejemplo que al hablar se me notaba mi acento venezolano. Pero además, junto a la corrección fraterna, siempre agregaban el estribillo de: "que mostraba un personalísimo enorme y que trataba de apagar a las demás". Cuando preguntaba que me indicaran un ejemplo para darme mayor cuenta de mi falta, nunca me lo dieron. Por tanto, en la vida de familia me limité a hablar lo imprescindible.

A todas éstas, nadie me decía si iba a ir a España a visitar a mi familia o si iba a regresar a Venezuela. Nada. En el ambiente se dejaban traslucir varias cosas: sobre mí había planes; esos planes me los diría monseñor Escrivá; se intentaba distraerme como a un niño; las confidencias eran temas tontos; yo no tocaba fondo. Un día, sin embargo, salí con una de las asesoras a comprar varias cosas para Venezuela. En Roma, cuando llega la directora de un país, suelen salir con ella para comprar algunas cosas pequeñas que pueda necesitar en aquella región. Pero me di cuenta de que aquello era una tomadura de pelo. Se estaban burlando de mí. Cuando regresamos de la calle, las risitas entre las asesoras eran demasiado notorias.

Me confesaba con don Carlos Cardona, confesor ordinario de la casa y de quien creo recordar era el director espiritual del gobierno central. En mi primera confesión le conté, un tanto angustiada, el trato extraño que recibía en la casa por parte de las superioras, el cual no tenía nada que ver con la explicación que sobre mi viaje a Roma había recibido del consiliario de Venezuela, y que, entre otras cosas, yo no había vuelto a ver al Padre desde la noche de mi llegada. En mis dos primeras confesiones don Carlos Cardona se mostró amable y comprensivo, pero a los pocos días se transformó: me repetía sin cesar que mi salida de Venezuela era providencial, porque mi salvación estaba en peligro debido a una soberbia sutilísima que él, como confesor, comprendía y veía en nombre de Dios, pero que era difícil concretarme nada como yo le pedía. Me repetía sin cesar que veía muy difícil mi salvación, pero sin concretar la razón. Comprendí, por el cambio de actitud en el confesor, que bien el Padre, o bien las superioras por indicación del Padre, le habían dado unas directrices a seguir conmigo. Mi angustia iba haciéndose terrible.

Me hacían entrever en mi confidencia y en mi confesión que yo había hecho cosas terribles en Venezuela, dándome a entender que contra el Padre y contra el espíritu de la Obra, pero cuando preguntaba y pedía que me las concretasen para poderme corregir y arrepentirme de ellas, la única respuesta que recibía era que cómo era posible que no me diera cuenta. Y de ahí nadie salía ni me concretaba nada.

Mi angustia iba haciéndose terrible hasta el punto de que una noche, después de cenar, decidí hablar con Mercedes Morado, la directora central. Abiertamente le dije que notaba una gran tensión a mi alrededor y que, por favor, me dijera qué pensaban hacer conmigo, ya que había pasado un mes desde mi llegada de Venezuela y no sabía qué hacía en Roma. Y me eché a llorar. Ella se mostró sumamente fría y dura conmigo y, como dando por terminada la conversación, mc dijo:

-Yo no sé nada, ¿me crees?

A lo que le respondí que me costaba trabajo creer que ella, que era la directora central, no sabía por qué estaba yo en Roma. Pero le dije al final:

-Sí, te creo. Como aún creo en la nota del Padre en que decía que venía aquí a descansar por unos días.

Acusé en la confidencia varios puntos que notaba violentamente en la casa central: falta de universalidad; un ambiente marcadamente español; no se hablaba italiano y el país alrededor del cual giraba todo era España; poco cariño ambiental y mucha frialdad por parte de las directoras; un servilismo más que cariño hacia el Padre y un excesivo culto a su persona; poca naturalidad en la vida de familia y falta de libertad para salir y entrar. Y sobre todo dije, también en la confidencia, que había un sentido de la discreción que, a mi modo de ver era misterio, pero misterio tonto. Por ejemplo, no decían nunca cuándo una numeraria iba a llegar de un país, y nos enterábamos cuando un buen día nos la encontrábamos por un pasillo o se la veía en el oratorio.

Por supuesto que tanto Marlies Kücking en la confidencia, como don Carlos Cardona en la confesión, me dijeron que todo esto era espíritu crítico mío. Y por haber hablado yo, pero superficialmente, de alguna de estas facetas con alguna numeraria mayor o con alguna sirvienta que me recordaba los años del 52 al 56, siempre me hicieron correcciones violentísimas, diciéndome que era murmuración, escándalo y mal ejemplo. Llegó un momento, en que no sabía ni de qué hablar.

Las superioras jamás me hablaban de Venezuela. Yo tenía la impresión de ser un extraterrestre en aquel ambiente.

Una noche, Rosalía López, la sirvienta que expliqué era la doncella del Padre, me dijo:

-Me ha preguntado el Padre que cómo está usted. Yo, al Padre, no le había vuelto a ver desde la noche de mi llegada.

-Y ¿qué le dijo usted? -le pregunté.

-Pues que está muy venezolana y que habla como allá.

La verdad es que yo tenía buen cuidado de que no se me deslizara nada delante de ella, porque sabía de fijo que iba con el cuento al Padre.

El ambiente de Villa Sacchetti y de la casa central me recordaba plenamente el expresado en la película "Historia de una monja", basada en la novela de Catherinc Hulme, cuando pintaba la casa central de la orden en Bélgica y llamaba a aquellas superioras "las reglas vivientes". Era el mismo sentimiento que tenía yo: el de que estaba hablando con "reglas vivientes", no con seres humanos.

El ambiente de la casa de Roma, como decía al hablar de él en mi confidencia, era policíaco: entre la frialdad de las superioras, el encerramiento, las tablas de la ley y la letra del espíritu vivida, en vez de vivir el espíritu de la letra, unido a esa "discreción misteriosa" que digo y, arropado todo ello, con "el Padre dice", "al Padre le gusta que", "el Padre ha dicho", "el Padre pasó por aquí", etc., etc., etc.

Mi pensamiento era doble: por una parte pensaba si la Roma que yo conocía de los años 52 al 56 no era más abierta que esta otra Roma que presenciaba ahora. Entonces trabajábamos como locas, pero yo la recordaba más humana. Por otra parte pensaba que el carácter abierto y sincero de Venezuela me había cambiado, y ahora, al regresar a esta casa del gobierno central, me sentía asfixiada. No se hablaba de la Iglesia, no se hablaba de apostolado, se hablaba solamente de proselitismo. No se hablaba tanto de Dios como del Padre. El Concilio Vaticano II se estaba celebrando, pero ni se mencionaba en una sola tertulia. Yo me sentía aplastada.

La víspera de un primer viernes y antes de entrar en cl oratorio, Rosalía López, la doncella de monseñor Escrivá, me dijo:

-Usted, señorita, despídase de su tierra, porque no vuelve a Venezuela.

Mi respuesta fue recordarle, como dije anteriormente, que las cosas oídas en la casa administrada no las debía repetir nunca. Pero, de todas formas, se lo dije a la directora central, quien me respondió: "¿Y a qué le haces más caso, a lo que te diga yo o a lo que te diga una sirvienta?"

-Claro, a lo que me digas tú -fue mi respuesta.
-Pues entonces no le hagas caso a la sirvienta.

En cierta forma, me fui más tranquila a la vela del Santísimo.

Aprovechando la oportunidad de que algunas personas vinieron de Venezuela, y como aún no me habían dicho expresamente que debería entregar mis cartas a la directora, me acogí a que era superiora mayor y escribí dos o tres cartas cortas a mi directora en Caracas, contándole la incertidumbre en que vivía, la angustia que sentía y el clima tan cerrado de la casa.


Desengaño

En el mes de noviembre me avisaron que el Padre me llamaba. Fui a la sala de sesiones de la Asesoría Central. Esta habitación no es muy grande, para llegar a ella hay que cruzar el oratorio de la Asesoría. Están las paredes y las sillas de respaldo alto tapizadas de rojo. Una mesa frailuna en el centro. En una pared hay un nicho con una hornacina, donde está la Virgen de la Obra. Es una imagen pequeña, tallada conforme a la visión que monseñor Escrivá tuvo de Nuestra Señora, nos dijeron "en voz baja".

Eran las doce del día. Entré en la sala. Monseñor Escrivá estaba sentado a la cabecera de la mesa. No estaba don Alvaro del Portillo. Sin embargo, a su izquierda estaba sentado don Javier Echevarría, que entonces no tenía absolutamente ningún cargo relacionado con la sección de mujeres. A la derecha de monseñor Escrivá estaba sentada la directora central, Mercedes Morado, y a la derecha de ella, la prefecta de estudios, Marlies Kücking. Monseñor Escrivá me mandó sentar junto a Marlies. La conversación fue así:

-Mira, Carmen; porque yo no te voy a llamar María del Carmen como a ti te gusta -dijo, mientras recorría con la vista a los concurrentes como buscando aprobación-. Te he llamado -siguió- para decirte que te quiero trabajando aquí, en Roma. ¡No vuelves a Venezuela! Te trajimos de allí "engañada" -dijo, sonriente, casi divertido-, porque si no, con el geniete que tú te gastas, no sé de lo que hubieras sido capaz. Y te tuvimos que traer así. O sea que ya lo sabes: no vuelves a Venezuela. Allí no haces falta y no volverás nunca. En un momento dado te mandé porque tenías que sacar las castañas del fuego y lo hiciste muy bien. Ahora ¡maldita la falta que haces! Es mejor que no vuelvas nunca mas.

Mi voz sonó como algo inesperado en aquella reunión e hizo que todos volvieran la vista a mí con asombro y rechazo cuando dije con todo respeto:

-Padre, me gustaría vivir y morir en Venezuela.

Monseñor Escrivá se levantó de su silla con tono verdaderamente airado y me gritó:

-¡¡¡No y no!!! ¿Oíste? ¡No vuelves porque no me da la gana y yo tengo autoridad para mandarte a ti y a éste y a ésta y a ti, grandísima soberbia! -Mientras de pie apuntaba con el dedo a cada uno de los asistentes-. ¡¡¡No vuelves!!! -decía gritando.

Fue como si se me hubieran caído las escamas de los ojos.

Le respondí acongojada:

-Padre, me cuesta mucho.
-Pues si a ti te cuesta -me dijo monseñor Escrivá-, a mí -dijo dándose un golpe en el pecho y gritando- ¡también me cuesta no volver a España y aquí estoy: fastidiado en Roma! Y si tú quieres a Venezuela, ¡más quiero yo a España! O sea que te aguantas.

Se levantó monseñor Escrivá y todos también nos levantamos. Dirigiéndose hacia la capilla de reliquias se volvió jadeante y me dijo:

-Además ¡eso es soberbia! Ahora voy a celebrar la misa y te encomendaré. Quédate un rato en el oratorio. -Y se fue por la capilla de reliquias.

Me quedé un rato en el oratorio y le dije a la directora central que quería hablar con ella. Fui a su cuarto de trabajo y lloré sin parar. Sé que entre mis sollozos le repetía que lo que más me había dolido era verme engañada y comprobar que el Padre mentía y había hecho mentir a los demás, y que eso no me cabía en la cabeza. También le dije que me parecía una falsedad que el Padre hubiera impreso una carta donde dice que "se preguntara a la gente si quiere ir a un país o no" y que a mí no sólo no me habían preguntado nada, sino que me habían mentido todo ese tiempo. Y entre mi llanto le repetí muchas veces que me destrozaba que el Padre hubiera mentido.

Fui a mi cuarto y no quise comer. Pasé allí toda la tarde. La médica, María Jesús de Mer, vino a mi cuarto y contra mi voluntad me forzó a tragar unas pastillas sin decirme qué eran. Me durmieron.

A las diez de la mañana del día siguiente Mercedes Morado, la directora central, me mandó llamar al soggiorno de "La Montagnola" (la casa de la Asesoría Central). Con ella estaba la secretaria de la asesoría, Mary Carmen Sánchez Merino y Carmen Puente, la procuradora, que era mexicana. La directora central me preguntó si estaba más tranquila. A lo que le respondí que sí, pero me encogí de hombros como la persona a quien no le queda otro remedio. Me preguntó igualmente si seguía pensando que en la nota me mintieron y que el Padre me había engañado y había mentido. Le dije:

-Sí. Lo sigo pensando igual, por supuesto.

Al percatarme de que me hacía estas preguntas delante de asesoras que no habían estado el día anterior en la reunión, le pregunté: "¿Y esto qué es? ¿Una admonición?" (Admonitiones son las reprimendas oficiales que se le hacen a un miembro del Opus Dei en materia grave. Son necesarias tres, al menos, para dimitir a una asociada, Constituciones-1950, p. 63 y siguientes).

A lo que Mercedes me contestó:

-No, no. Es cariño y ganas de ver cómo estabas. Muy bien. Ahora vete a tu cuarto.

Me fui a mi cuarto.


Primera admonición canónica

No habían pasado ni veinte minutos de haber llegado a mi cuarto, que estaba en el otro extremo de la casa, cuando me avisaron por el telefonillo interior del pasillo que fuera de inmediato a la sala de sesiones de la Asesoría Central.

Entré. Monseñor Escrivá estaba de pie y se le veía iracundo. A su izquierda estaban don Javier Echevarría (ahora monseñor Echevarría) y don Francisco Vives, ambos con cara de consecuencia. A la derecha del Padre estaba la directora central, Mercedes Morado, María Jesús de Mer, la médica, y Marlies Kücking, la prefecta de Estudios. Todos tenían aspecto enfurecido. Yo me sentí aterrada ante el cuadro.

La entrevista fue asi:

-Me han dicho éstas -dijo monseñor Escrivá apuntando con el dedo a la directora central y a las otras dos asesoras allí presentes- que has recibido la noticia de que no vuelves a Venezuela con histerismo y lloros. -Y gritándome, fuera de sí, me dijo-: ¡¡¡Muy mal espíritu!!! ¡Y no vuelves a Venezuela ni volverás porque has hecho una labor personalista y mala! ¡Y has murmurado documentos míos! ¡¡¡Documentos míos, los has murmurado tú!!!

Y esto me lo decía jadeante y con su puño cerrado llevándolo hacia mi cara. Y agregó:

-¡¡¡ Y eso es grave!!!, ¡¡¡grave!!! ¡¡¡GRAVE!!! Y te hago una admonición canónica. ¡¡Y que conste en acta!! -dijo dirigiéndose a Javier Echevarría que, repito, no tenía cargo alguno en la Asesoría Central-. A la próxima-siguió monseñor Escrivá- ¡vas a la calle! ¡Siempre con enredos desde aquel año 1948! ¡Tú y el otro! ¡Y ahora me vienes con éstas! Y no llores porque lo que te pasa es que eres soberbia, soberbia, soberbia...

-Y repitiendo esta palabra se fue yendo por la sala de cálices, hacia la sacristía mayor.

Yo me quedé de piedra. Ni me moví. La directora central me dijo en tono enfadadísimo: "¡Vaya disgustos que le estás dando al Padre!"

Quisiera aclarar aquí el hecho del pasado al que se refiere indiscutiblemente monseñor Escrivá: en 1948, cuando yo tenía planteado mi problema vocacional, hice un viaje a Valladolid para asistir a una reunión de antiguas alumnas en el Colegio de las Dominicas Francesas. De paso hablé sobre ello con mére Marie de la Soledad, quien como dije, no veía clara mi vocación al Opus Dei. Sin embargo, llegué a la conclusión de que si Dios me lo pedía no debía dudar ya más, y de una vez para siempre, no pensar más en mi novio. Volví a conversar con esta religiosa, quien me aconsejó que le comunicara cuanto antes a mi confesor, el padre Panikkar, la solución definitiva a que había llegado. Y no se me ocurrió otra cosa mejor que enviarle un telegrama a "Molinoviejo", donde él pasaba aquellos días. Creo que el texto del telegrama era una cosa así: "Lo he ofrecido todo por las misiones aunque queriéndole más que nunca." (Me refería a mi novio, por supuesto.) Y firmaba. Naturalmente que mi confesor entendió el texto, pero por lo visto no así el director de aquella casa, quien abrió el telegrama y lo comentó, como me dijeron más tarde, a un superior del Opus Dei. Pasaron varios meses y en uno de los viajes que hizo a Madrid Encarnita Ortega (ella ya vivía en Roma), me llamó a "Zurbarán" y me dijo de la manera más grosera que "yo me había declarado a un sacerdote del Opus Dei por telegrama". Yo me quedé petrificada, porque nada más lejos de mi mente. Y se lo hice saber. Cuando me contó que ella y el Padre así lo creían, no podía dar crédito. Le expliqué las cosas, pero no quiso entender. Entonces, le dije que lamentaba que una cosa así se hubiera interpretado tan torcidamente, que lo sentía de veras y que le pediría disculpas a mi confesor y a monseñor Escrivá, diciéndole que ni de cerca ni de lejos quería ofender a alguno de sus sacerdotes, y menos a mi confesor. Después de aquello yo fui mucho menos a "Zurbarán" por un tiempo. Ahora, pues, en esta admonición, monseñor Escrivá me hacía recordar aquel hecho tan desagradable y sin fundamento.

Se fueron todas las de Asesoría y me dejaron sola, viendo mi estado de angustia. Sólo me hicieron una indicación: "Llega puntual a la hora del almuerzo."

Yo no podía dar crédito a lo que oía, a lo que veía: aquel Padre bueno, cariñoso, que yo siempre había querido y por el que había hecho todo en mi vida desde que llegué al Opus Dei, me acababa de hacer una admonición, con la amenaza de echarme del Opus Dei. Me parecía, dentro de mis pensamientos entrecruzados de aquel instante, que se estaban sacando las cosas de quicio. No podía aceptar que monseñor Escrivá fuera tan duro y no me brindara la oportunidad de hablar con él a solas, de preguntarme y oírme antes de juzgarme, y de juzgarme en público. Tenía la impresión de vivir un juicio sin defensor y sólo con fiscal, sin darme ocasión a explicar las situaciones y, sobre todo, me dolían los modales del Padre, o mejor dicho la falta de modales de caridad más absoluta, la falta de comprensión más total.

La expresión de monseñor Escrivá de "a la próxima vas a la calle" me daba vueltas en la cabeza y no me lo podía creer.

Supongo que los documentos a que monseñor Escrivá se refería cuando hablaba de "murmuración" fueron los siguientes: a) mis comentarios abiertos, no precisamente murmuración, hechos al consiliario y al sacerdote secretario regional de Venezuela sobre que no se daba libertad a las asociadas del Opus Dei para que, llegado el caso, pudieran confesarse con quien quisieran sin crearles un sentimiento de culpa, siempre que fuera un sacerdote del Opus Dei o, dado el caso, con cualquier presbítero que tuviera licencias ministeriales. Esto, que así está escrito en los documentos del Opus Dei, significa "mal espíritu" si alguien lo hace; b) que yo consideraba todo ello una falta de libertad seria, contraria a la libertad de la que en el Opus Dei nos decíamos pioneros; c) mis comentarios, igualmente abiertos y en plan de labor de gobierno, con las superioras de la Asesoría Regional de Venezuela cuando llegaban notas en plan mandatorio, por ejemplo: "las nuestras harán mensualmente una excursión al campo" y, como Venezuela no tiene campo sino selva, las interpretamos yendo a una playa privada en tiempos en que no estaban concurridas y aprovechando que alguna persona amiga o cooperadora nos prestara su apartamento. También cuando nos pedían de Roma buscar subscripciones para la entonces naciente "Actualidad Española", revista llevada por el Opus Dei, pero que por su falta de calidad y de puntualidad a nadie le interesaba en Venezuela.


Incomunicación

Pero vuelvo a la tarde del día en que me hicieron la primera admonición: Marlies Kücking llegó a mi cuarto y me dijo que el Padre había indicado lo siguiente: a) que no volviera a escribir más a Venezuela; b) que no me entregarían ninguna carta que llegase de allí para mí; c) que si llegaban visitas de Venezuela y preguntaban por mí, les dirían que "estaba enferma o fuera de Roma"; d) que tenía que reparar con mi vida el daño que había hecho en Venezuela; e) que procurarían que en Venezuela todos me olvidaran y que harían lo posible para que todos vieran el "mal espíritu" que tenía; f) que yo había deformado el espíritu de la Obra; g) que "sólo rezando y obedeciendo ciegamente salvaría mi alma"; h) que nadie en la casa tenía que darse cuenta de "mi triste situación". Que querían ayudarme a que saliera de ese bache (el término "bache" designa, en el Opus Dei, cualquier problema espiritual en que alguien se halla sumido) en el que estaba metida por soberbia. Yo callé. Acepté lo que me dijo Marlies y sólo le pedí que me dijeran cómo seguía Begoña Elejalde de salud, puesto que su enfermedad era grave y estaba recientemente operada. A este ruego mío me contestó Mercedes Morado días después diciéndome que "no podía ni preguntar cómo seguía de salud Begoña, aunque posiblemente se me viniera al pensamiento, pero que la voluntad tenía que exigir al entendimiento no preguntar...". Es decir ponían la voluntad por encima del entendimiento.

La enfermedad de Begoña la supimos poco tiempo antes de dejar yo Caracas. Al saber que la habían operado, su familia llamó de Bilbao, pero yo recibí orden del consiliario, don Roberto Salvat, de no decirles la enfermedad que tenía y de quitarle importancia al asunto. Es más: me prohibió terminantemente decirle la verdad a Begoña. Cuando ésta hablaba conmigo y me pedía que le dijese la verdad, yo tenía que quitarle importancia y con un sufrimiento inenarrable, callármela. A mí este asunto me pareció desleal hacia esta familia y no digamos hacia Begoña.

Sé que la mandaron a España y una vez, por casualidad, nos encontramos en el aeropuerto de Barcelona. Me dio alegría comprobar que era la misma persona de siempre y que estaba muy contenta del encuentro. Sin embargo, en lo corto de la conversación sólo hablamos generalidades a propósito de su hermana a quien había ido a despedir.

Después de la visita de Marlies a mi cuarto, me cambiaron de habitación y me encargaron de todos los oratorios de la casa. En la casa central de Roma había alrededor de catorce o quince oratorios, entre ellos varios de los que dependían otros oratorios pequeños. Es decir, existían varias sacristías grandes donde se guardan los ornamentos, vasos sagrados, etc., para cada uno de los oratorios dependientes de ella: la Sacristía de Santa María, de los Santos Apóstoles, de Villa Sacchetti. Mi trabajo consistía en preparar los ornamentos para cada una de las misas que se celebraban en la casa administrada y además planchar los lienzos del oratorio, preparar las velas de cada uno de los juegos de candeleros -que eran distintos en cada oratorio- y hacer todas las hostias. Era un trabajo de locura, porque los oratorios estaban distantes, en cada uno de ellos se celebraban varias misas y el tiempo para hacer este trabajo por las tardes era mínimo. Por las mañanas tenía que recoger todos los ornamentos usados en las misas y traerme a la casa los lienzos sucios.

No me ayudaba nadie en este trabajo, excepto en los días de fiesta que se usan los cálices más ricos, guardados habitualmente en la habitación llamada "sala de cálices". Cada cáliz tiene su estuche y ha de transportarse dentro de él. Hay una gran riqueza de cálices en la casa central del Opus Dei. Cada región le ha enviado al Padre alguno o ha contribuido a que se lo confeccionen. De hecho, cuando una numeraria llega al Opus Dei, entrega todas las alhajas que tiene, las cuales, aprovechando "un correo seguro a mano", se llevan a Roma. No podría valorar exactamente durante mi tiempo en Venezuela la cantidad de alhajas, además de perlas y piedras preciosas, que mandamos a Roma, y cuyo valor era incalculable. Una persona que había sido numeraria por muchos años en Venezuela me recordaba que yo una vez le había dicho que quitase la piedra preciosa de su anillo -un buen brillante, creo- para poder enviarlo a Roma y que, en su lugar, pusiera una piedra falsa. Incluso recordaba esta persona que cuando ella me dijo que su madre podría notarlo, yo le había sugerido que, si eso sucedía, le dijera a su madre que el anillo estaba sucio. También yo incurría en mentiras por afán de ayudar a Roma y al Padre.

Muchas veces le oí a monseñor Escrivá decir que quería tener un cáliz cuyo tornillo de sujeción entre el pie y la copa fuera "un gran brillante". Recalcaba que él no quería que se viera, sino que lo viera Nuestro Señor...

La siguiente indicación que recibí fue que me ocuparía también de las limpiezas de la casa administrada. Pensé que acaso podría ahogar en el trabajo mi angustia interior.

Yo quería informar a mi directora en Venezuela y a las otras de la Asesoría de mi situación en Roma y de que ya no regresaría más. Como hacerlo por "canales legales" con arreglo al Opus Dei era imposible, logré una tarde salir con una de las de Asesoría que no sabía italiano y, con el pretexto de que tenía que ver si los señores Betancourt habían dejado a mi nombre algo para el Padre, fui al hotel donde ellos estuvieron. Llevaba preparada una nota que le alargué al mánager con el ruego de que la cumplimentara mientras le preguntaba si los Betancourt habían enviado alguna cosa para mí. Estos empleados son listísimos y, al verme con alguien desconocido y recordar perfectamente el encargo que había recibido de aquellas personas, me dijo cortésmente que esperase un minuto. Desapareció. Y dos minutos después, sin el papel en su mano, y con toda amabilidad y discreción me dijo que se acordaría de avisarme si algo llegaba, mientras agregaba: "Tutto a posto, signorina" (No se preocupe que todo está arreglado) Y creo que el telegrama llegó a Venezuela. Simplemente decía que me quedaba en Roma por orden terminante del Padre.

A partir de ese día -noviembre de 1965- hasta el mes de marzo de 1966, me tuvieron "totalmente incomunicada de todo contacto exterior: con prohibición absoluta de salir a la calle bajo ningún concepto, así como tampoco recibir o hacer llamadas telefónicas, ni escribir o recibir cartas. Tampoco salía para la llamada "salida semanal" o "excursión mensual". Estaba presa."

Mi mentalidad era de presidiaria: aprendí a conocer a las personas por su caminar. Y a saber el tiempo que cada quién empleaba para hacer cualquier trabajo. Yo no preguntaba nada. Julia, la sirvienta mayor, que me conocía de tantos años atrás, recuerdo que me dijo un día en el planchero: "Señorita, no se olvide que Dios lo ve todo y no la dejará", y movía la cabeza expresando su disgusto: "Vamos, vamos" Aunque yo no abría la boca y no se me escapó jamás una queja, la gente de la casa se dio cuenta de que no me dejaban moverme y del trato que Marlies me daba, sin respeto de clase alguna. Casi dos semanas después de la admonición me llamaron a la sala de sesiones de Asesoría Central. Para mí, entrar en ese cuarto era temblar.

Estaban allí reunidos: don Francisco Vives, secretario central para la sección de mujeres en el mundo, don Javier Echevarría, sin cargo respecto a la sección de mujeres, la directora central, Mercedes Morado, y Marlies Kücking, prefecta de Estudios y quien llevaba mi confidencia.

Don Francisco Vives me dijo que me sentara porque me quería aclarar algo relativo a la admonición que me había hecho el Padre. La aclaración fue en estas líneas:

a) "Que había murmurado yo de los escritos del Padre y que tuviera en cuenta que cualquier escrito que el Padre envía a las regiones lo somete a la revisión de la censura interna sin tener por qué, y que yo había tenido la osadía de poner en cuarentena escritos del Padre."

b) "Que estaba apegadísima a Venezuela y que eso era fatal."

c) "Que tenía soberbia diabólica porque la gente me había llegado a querer tanto en Venezuela que se detenían en mí y no iban a la Obra."

d) "Que yo, personalmente, hacía daño y sombra a la Obra."

e) "Que tenía que cortar todo trato con Venezuela, de tal manera que no tendría nunca más relación ni trato con nadie de allí."

f) "Que se había enterado que yo había pedido en mi confidencia marcharme de Roma a España, pero que tuviera en cuenta que mi propio problema lo tendría que resolver en Roma, ya que el Padre, por un amor especial que me tenía, había dicho que me quedase en Roma."

g) "Que tendría que llenar mi día intensamente de trabajo."

h) "Que tenía que empezar desde abajo y más que desde abajo; que me tenía que olvidar de todo lo que sabía y había hecho y preguntar absolutamente todo a mi directora por una vía de infancia espiritual: desde cómo me tenía que poner las bragas hasta cómo me tenía que abrochar el sostén."

i) "Que me olvidara de mi experiencia y vida transcurrida, y le pidiera a Dios humildad de niño."

j) "Que me iba a ser muy difícil por lo terriblemente diabólica que era mi soberbia, pero que todos iban a rezar especialmente por mí para que saliera de este bache en el que estaba sumida."

k) "Que no pensara en salir de Roma, ni que mi estancia en Roma sería transitoria. Que tenía que permanecer allí en la forma y modo que me dijera el Padre."

l) "Que nadie en la casa podía darse cuenta de mi 'triste situación'."

m) "Que era inaudito lo que yo le había dicho al Padre, de que "quería vivir y morir en Venezuela", porque nadie en la Obra le había respondido jamás al Padre a nada que él dijera."

A todo eso agregó que yo "no era nada ni nadie en la Obra". Recuerdo perfectamente el tono despreciativo, los gestos de desagrado que acompañaron a sus palabras durante esta "conversación".

De don Francisco Vives partió la idea de que me tenía que ir a confesar de inmediato.

Cuando iba oyendo todo aquello, me parecía que estaba viviendo una pesadilla, aunque era prácticamente repetición de lo que me había dicho Marlies Kücking en días anteriores.

Comprendí que mis confidencias y confesiones se manoseaban y que, con la excusa de "ayudarme a salir del bache", mi alma estaba en la plaza pública.

Por supuesto hay que tener en cuenta que para que un sacerdote como don Francisco Vives me hiciera semejante "recolección" de los hechos pasados, tenía que haberlo hablado primero con monseñor Escrivá. No tuve la menor duda.

Durante esos meses la tensión era brutal y las confidencias con Marlies Kücking una verdadera tortura.

Para hacer mi confidencia con ella debía seguir un protocolo: tenía que llamarla por teléfono, recordarle que era mi día de la confidencia y preguntarle a qué hora le convendría. Al llegar yo puntualmente, casi siempre a la sala de visitas de "La Montagnola", la casa de la Asesoría Central, había veces que me tenía esperándola más de hora y media. Un día le dije que posiblemente sería una "falta de espíritu", pero que estaba angustiada pensando en la salud de Begoña, la numeraria que tenía la enfermedad de Hodgkin. Me dijo que sí, que era mal espíritu, porque no tenía que pensar en nada ni nadie que se relacionase con mi estancia en Venezuela. Varias numerarias venezolanas estudiaban en "Villa delle Rose", sede del Colegio Romano de Santa María. Habían salido del país un mes antes que yo. Eran: Mirentxu Landaluce, Mercedes Mujica y Adeltina Mayorca. Todas ellas estaban en consejos locales de varias casas en Caracas antes de ir a Roma. Por supuesto no las había visto aún. Recuerdo que me dijo la directora central, recién llegada yo a Roma, que fuera con Montse Amat, una asesora catalana, a visitar aquella casa. Llegamos y, ¡oh, sorpresa!, las alumnas se habían ido todas de excursión. Sólo estaba Adeltina Mayorca y una de las del consejo local, Blanca Nieto, que era la subdirectora de la imprenta cuando yo salí de Roma la primera vez. Quizá yo me hubiera tragado el cuento mejor si Montse Amat, que estaba como digo en el gobierno central, no me hubiera dicho que ella "no sabía que les tocaba excursión". Me di cuenta clara de que no querían en Roma que yo conociera a las alumnas ni que ellas me conocieran a mí. Recordé el dicho venezolano de "¿Qué es una raya más para un tigre?" y lo dejé estar.

Bien. Estas alumnas, casi semanalmente, venían a Roma y de hecho almorzaban o merendaban en la casa central. Marlies Kücking me ordenó que cuando vinieran, especialmente si había alguna de las venezolanas, que no hablase con ellas. Un día que me vieron hablar con una de ellas en la escalera, me sometieron al mayor de los interrogatorios; y luego supe que a ella también. Marlies me preguntó qué temas habíamos tocado en la conversación, si habíamos hablado de Venezuela y sobre qué y quiénes. Este interrogatorio se repetía alterando e1 orden de las preguntas. Era una auténtica checa. Las cosas más corrientes ellas las convertían en "crímenes de guerra". De lo que yo no me daba cuenta entonces era de que estos métodos de preguntar y repreguntar mil veces sobre lo mismo no es otra cosa que lo que se hace en cualquiera de los sistemas represivos que aún, por desgracia, existen en el mundo. Lo que no puede aceptarse es que, en el nombre de Dios y de la Iglesia, el Opus Dei acuda a estos métodos para "lograr información". Y aquí es cuando el sistema del Opus Dei se identifica con el sistema de cualquier secta. Además, la Inquisición fue abolida hace siglos.

Pocos días después de que monseñor Escrivá me hiciera la primera admonición, Marlies Kücking me llamó al soggiorno de la Asesoría Central y me dijo que, como podía suponerme, yo había dejado de ser directora de la región de Venezuela, y que me entregaba copia del rescripto número 215 para que hiciera la meditación con el mismo, según tenía indicado el Padre. Esta nota, más bien larga, escrita por el Padre, dice que "los cargos son cargas y se deben dejar con la misma alegría que se recibieron". Indiqué a Marlies que aquella tarde ya había hecho la oración, pero que lo haría al día siguiente. Con la mayor naturalidad le pregunté:

-¿Quién se quedó de directora regional?

Pregunta que la irritó sobremanera. Llegó a decirme:

-Como comprenderás, Carmen, es una falta de delicadeza y de discreción que tú, en tus circunstancias, me hagas esa pregunta. ¡Eso a ti no te interesa, vamos! ¿ Cómo es posible que se te haya ocurrido preguntarlo? ¿No lo entiendes?

Mi respuesta fue:

-No, no lo entiendo. Pero es igual: lo acepto plenamente.

Ante el aislamiento que sufría, pregunté a Marlies en una de mis confidencias si una admonición canónica llevaba penas subsecuentes, y me dijo que no.

También le hice la misma pregunta a la directora central, Mercedes Morado, y me respondió lo mismo. Ambas, Marlies y Mercedes, me dijeron que nadie me tenía "oprimida", que eran "imaginaciones mías". También agregaron que: "todo lo que hacían era por indicación del Padre para facilitarme la recuperación interior". Pedí permiso para salir en varias ocasiones y la respuesta fue siempre un "no".

Continuación capítulo VIII

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Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?