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Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

La fabricación de los santos
La fabricación de los santos

Autor: Kenneth L. Woodward
Índice del libro
Agradecimientos e introducción
1. La política local de la santidad
2. Los santos, su culto y su canonización
3. Los hacedores de santos
4. El testimonio de los mártires
5. Místicos, visionarios y milagreros
6. La ciencia de los milagros y los milagros de la ciencia
7. La estructura de la santidad: las pruebas de virtud heróica
8. La armonía de la santidad: la interpretación de una vida de gracia
9. Los Papas como santos: la canonización como política de la Iglesia
10. Pío IX y la política póstuma de la canonización
11. Santidad y sexualidad
12. La santidad y la vida intelectual
Conclusión: El futuro de la santidad
Apéndice
Bibliografía
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LA FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward

CAPÍTULO 4. EL TESTIMONIO DE LOS MÁRTIRES

La mañana del 1 de agosto de 1987, el pequeño vestíbulo del hotel Gülich, de Colonia (Alemania Occidental), se había llenado de judíos. Eran miembros de un clan familiar, unas dos docenas en total, cuyos padres y abuelos alemanes fueron dispersados por los pogromos de Hitler entre Estados Unidos, América del Sur y Canadá. Cuatro de ellos habían muerto en los campos de exterminio de los nazis. Una de las víctimas era Edith Stein -Tante Edith, para las sobrinas-, quien aquella misma tarde había de ser declarada mártir por Juan Pablo II, bajo el nombre de sor Teresa Benedicta de la Cruz. Pero, una mártir ¿de quiénes? Para los judíos de todo el mundo, Edith Stein era una de los seis millones de judíos asesinados en el holocausto; para el papa, ella era también, y ante todo, una mártir de la Iglesia.

La beatificación de Edith Stein indignó a muchos israelíes y otros judíos. ¿Por qué, preguntaban los críticos, la Iglesia colocaba la corona del martirio en la cabeza de una sola judía apóstata cuando millones de otros judíos -niños, abuelos, madres y padres- habían perecido a manos de los nazis? Una vez más, se decía, el primer papa polaco intentaba despojar el holocausto de su significado específico -el genocidio de los judíos europeos-, centrando la atención en aquellos cristianos que fueron también víctimas de los nazis. ¿No era ése -se insinuó- un intento de usar el proceso de creación de santos para distraer la atención de la complicidad en que la propia Iglesia incurrió con su silencio ante la guerra de los nazis contra los judíos? ¿Por qué la Iglesia había elegido, entre todos los cristianos asesinados por los nazis, a una conversa que, en pleno holocausto, le pidió a Dios que aceptara su vida como sacrificio expiatorio de la "impiedad" de los judíos?

"Esa propuesta santidad los judíos no la tragan", escribió la novelista norteamericana Anne Roiphe en sus reflexiones sobre el holocausto. "... Si molesta no es porque Edith Stein haya elegido otra religión, sino porque ella no pudo escapar a su certificado de nacimiento. Su consagración religiosa fue un asunto privado y, a todas luces, la decisión sincera de un intelecto extraordinario; pero no murió porque lo hubiese elegido, con honor, con dignidad, con algún propósito, religioso o de otro tipo. Simplemente, murió como todos los demás."

El Vaticano había esperado críticas de parte de los judíos, aunque no el apasionado grito de protesta que el nombre de Edith Stein continúa evocando. Efectivamente, durante los meses anteriores al viaje pontificio a Colonia, los cardenales de la Congregación para la Causa de los Santos habían discutido incluso si no sería "pastoral mente oportuno" posponer la beatificación hasta que el Vaticano lograse apaciguar a los críticos. Pero los obispos de Alemania y de Polonia apoyaban enérgicamente la idea de proclamar mártir a Stein, y hay que concluir que lo mismo hizo Juan Pablo II. Como arzobispo de Cracovia y como papa, en más de una ocasión había invocado en público el nombre de Edith Stein como víctima propiciatoria del holocausto. Además, su propia evolución intelectual como filósofo había recibido la influencia de la vida y del pensamiento de Edith Stein.

La beatificación de Edith Stein, que examinaremos más adelante, es uno de los episodios más controvertidos del pontificado de Juan Pablo II. Más que ninguna otra causa reciente, centró la atención del público en las finalidades y los métodos del proceso de creación de santos. Pero la decisión papal de beatificar a Stein no tenía nada que ver con la cuestión de si ella merecía o no el título de mártir de la fe; esa cuestión debían resolverla los hacedores de santos. Desde su punto de vista, la causa de Edith Stein era uno de tres procesos importantes -el primero que se debatió de la época nazi- que permitieron a la congregación ampliar y, hasta cierto grado, redefinir sus criterios tradicionales de las pruebas de martirio. En su conjunto, esas tres causas abrieron un nuevo capítulo en la evolución del concepto del martirio que tiene la Iglesia y, como veremos, plantearon nuevos interrogantes acerca de la relación entre la fe religiosa y la acción política.

EL NAZI COMO "TIRANO" MODERNO

La Iglesia católica romana nunca ha enunciado una definición dogmática del martirio. La Iglesia primitiva desarrolló un modelo clásico del mártir -y de las condiciones del martirio-, por el cual, desde entonces, se ha reconocido a ciertos individuos como mártires de la fe. Como ya hemos visto, los primeros mártires cristianos fueron aceptados y celebrados como imitadores de la pasión y muerte de Cristo. El clásico mártir cristiano es, por tanto, una víctima inocente que muere por la fe a manos de un tirano que se opone a la fe. Como Jesucristo, el mártir clásico no busca la muerte, pero la acepta libremente cuando se lo desafía a renunciar a su fe o a cometer otros actos contrarios a los valores cristianos. Y, también como Jesucristo, el mártir clásico perdona a sus enemigos.

Del mismo modo, el juicio de Jesucristo ofrece el paradigma por el cual se establecen las condiciones clásicas del martirio cristiano: en el caso ideal, el mártir es interrogado ante un tribunal y, con su fidelidad, "provoca al tirano" mediante una confesión de fe. Así pues, la preocupación de los romanos por los procedimientos legales, tal como se desprende de los informes de los procónsules sobre los interrogatorio s a los que sometieron a los antiguos mártires cristianos, tuvo una importancia fundamental para la evolución de la concepción jurídica de la creación de santos. Sin esa documentación o sin las declaraciones de testigos, ¿cómo se podría verificar el martirio?

En la mayoría de los casos, el martirio es también un acto político. Jesucristo mismo fue perseguido por atacar a las autoridades de la sinagoga. Los cristianos primitivos desafiaron la base sacrosanta de la autoridad romana al negarse a venerar al emperador como a un ser divino. Una vez la Iglesia misma adquirió una autoridad temporal sobre sus súbditos, además de la espiritual, la línea divisoria entre el martirio político y el religioso se hizo más difícil de discernir. A partir de entonces, podía ser un mártir de la fe quien muriese en defensa de los derechos de la Iglesia: en el siglo XII, por ejemplo, el arzobispo Thomas Becket fue canonizado al poco tiempo de su muerte, por haber defendido las prerrogativas de la Iglesia inglesa contra el rey Enrique II. Más tarde, en la época de los descubridores europeos, los misioneros que seguían las banderas de diferentes países murieron con frecuencia porque, a los ojos de aquellos a quienes iban a convertir, sus intenciones resultaban a menudo imposibles de distinguir de las de los soldados, que pretendían conquistar y explotar. Incluso, cuando cristianos mataban a otros cristianos, como en las guerras de religión de la era de la Reforma, los motivos políticos se hallaban íntimamente ligados a las confesiones religiosas.

Ante tal trasfondo, Benedicto XIV estableció unos criterios estrictos que continúan guiando hasta hoya quienes tratan de demostrar que un candidato murió como mártir cristiano. En esencia, los abogados de la causa deben demostrar que la víctima murió por la fe. Más precisamente, han de aportar pruebas de que el "tirano" fue provocado a matar a la víctima por una clara e inequívoca profesión de fe de ésta. Los abogados de la causa deben presentar, por tanto, testimonios o documentos que atestigüen que tuvo lugar una profesión de fe, que el tirano actuó movido por el "odium fidei" (odio a la fe) y que los motivos de la víctima fueron claramente, cuando no exclusivamente, religiosos. Además, se exigen testimonios fidedignos de que la víctima perseveró en la voluntad de morir por la fe hasta el último momento.

Los nazis representaban, sin embargo, una nueva especie de tiranos. No hay duda de que mataron por varios motivos a millones de cristianos, pero la manera como lo hicieron confundió las categorías y las reglas heredadas por las que los profesionales de la creación de santos han juzgado tradicionalmente las causas de martirio.

Para empezar, los nazis, a diferencia de los líderes de la Revolución Francesa, no proclamaron públicamente su odio a la fe cristiana. Al contrario, Adolf Hitler era católico bautizado y nunca renegó de la fe. Cuando llegó al poder en marzo de 1933, prometió, en su primer discurso pronunciado ante el Reichstag, que el Gobierno protegería la religión cristiana. En 1933 firmó incluso un concordato con el papa Pío XI, en el cual se aseguraba "la irrestringible libertad de acción para todas las organizaciones, asociaciones y federaciones religiosas, culturales y educativas católicas". Además, hubo alemanes católicos y protestantes que apoyaron a Hitler, se afiliaron al movimiento nazi y militaron en las huestes del "führer". Teniendo en cuenta todo eso, resultaba difícil, aunque no imposible, demostrar con los criterios tradicionales que los católicos víctimas de los nazis habían muerto por su fe. A los judíos se los arrestaba y mataba porque eran judíos; pero los católicos que se oponían a los nazis eran acusados de sedición, de traición o de otros crímenes políticos. En resumen, los nazis sabían qué es lo que la Iglesia entiende por martirio y no estaban interesados en prestarse al papel del tirano convencional.

La manera como los nazis trataban a sus víctimas causó también problemas a los hacedores de santos de la Iglesia. A veces, las víctimas simplemente desaparecieron; más frecuentemente, fueron deportadas a los campos de exterminio, en donde se los asesinaba en masa sin dejar testigos capaces de dejar constancia de su perseverancia en la fe. ¿Cómo podían saber los hacedores de santos si un mártir potencial no desesperó de Dios en el último instante o si, lo que viene a ser casi lo mismo, llegó a odiar a sus perseguidores? Y, por último, había entre los asesores de la congregación unos cuantos legalistas rigurosos que se sentían canónicamente obligados por la noción tradicional de que los mártires deben derramar su sangre. Si bien la mayoría de esos asesores -aunque no todos- no tenían escrúpulos en aceptar a los candidatos que murieron en las cámaras de gas o mediante inyecciones, sí cuestionaban seriamente si se podía calificar de mártir a alguien que, simplemente, acabó consumiéndose en un campo de concentración. Finalmente, sus objeciones fueron superadas por otros asesores, quienes señalaron que muchos de los primeros mártires de la Iglesia murieron también de hambre, enfermedad o agotamiento en los campos de internamiento de los romanos.

Quedaban por resolver además ciertos problemas de conceptos y de procedimiento antes de que algún católico víctima de los nazis pudiera ser beatificado o canonizado como mártir. Pero esos problemas no se resolvieron por razonamientos abstractos ni a través de la dialéctica de los debates teológicos. Como en el derecho consuetudinario de Inglaterra y en el de Estados Unidos, esos puntos se encararon y se resolvieron causa por causa.

TITUS BRANDSMA: EL PRIMER MÁRTIR CATÓLICO DE LA ERA NAZI

La primera víctima de los nazis propuesta como mártir fue Titus Brandsma, sacerdote carmelita, profesor y periodista, que murió en 1942 en Dachau y fue beatificado por Juan Pablo II en 1985 en Roma. Brandsma era un hombre inclinado a la contemplación. Cuando los franciscanos lo rechazaron porque temían que su salud fuese demasiado frágil para soportar el régimen activista de los frailes, Brandsma se hizo carmelita y consagró su vida a comentar los escritos de los grandes místicos de la orden, santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz. Pero el joven Brandsma no era un estudiante pasivo. Sus continuas objeciones al dogmatismo de sus profesores neerlandeses hicieron que éstos retrasaran su marcha a Roma, en donde debía terminar sus estudios de teología. A su regreso de Roma, lo nombraron profesor de teología y misticismo y, más tarde, fue uno de los fundadores de la Universidad Católica de Nijmegen.

Como profesor, Brandsma tendía a aburrir a los estudiantes; durante un semestre, su auditorio se compuso de una sola alumna, una mujer que sentía compasión por él porque, según decía, tenía muy poco atractivo físico y era muy tedioso en la cátedra. Con el tiempo, sin embargo, desarrolló un tema que despertó la atención de los estudiantes: el "nuevo paganismo", como él lo llamaba, del partido nazi alemán. A lo largo de la década de los treinta, Brandsma denunció en sus discursos y escritos los peligros del nazismo, incluido lo que él llamaba la "cobardía" de los nazis, manifiesta en sus esfuerzos por eliminar a los judíos en Alemania. En 1940, también Holanda estaba bajo control nazi. En agosto del año siguiente, el gobernador civil de Holanda emitió una orden que prohibía la admisión de niños de origen judío en las escuelas católicas. Como presidente de la Asociación de Escuelas Secundarias Católicas, Brandsma protestó ante las autoridades en La Haya y obtuvo un aplazamiento provisional de dicha orden.

Brandsma era, además, por encargo de los obispos católicos, el director espiritual de las tres docenas aproximadas de periódicos católicos que se publicaban en los Países Bajos. Durante un tiempo fue editor de uno de los periódicos que -a diferencia de los semanarios diocesanos de hoy- competían con los diarios seculares del país. En diciembre de 1941, el secretariado de prensa nacionalsocialista cursó un aviso a todos los periódicos de Holanda, notificando que la prensa neerlandesa estaba obligada a publicar los anuncios y las proclamas del partido nazi y de cualquiera de sus organizaciones. La jerarquía católica holandesa respondió denunciando a los nazis y afirmando el derecho de negarse a reproducir escritos de propaganda nazi. El día de Año Nuevo, se le encargó a Brandsma que se entrevistara con todos los obispos y los jefes de redacción para explicarles por qué había que hacer caso omiso del decreto y advertirlos de la urgencia de estar preparados contra la venganza de los nazis.

Dieciocho días más tarde, Brandsma fue detenido en su convento, bajo la acusación de que "sus actividades amenazaban el prestigio del Imperio Alemán y de las ideas nacionalsocialistas y perseguían el fin de socavar la unidad del pueblo neerlandés". El oficial que redactó el parte agregó que "su actitud hostil está demostrada por sus escritos contra la política alemana hacia los judíos". En marzo, Brandsma fue internado en el campo de prisioneros de Armersfoort, en el centro de Holanda, donde encabezó grupos de oración y recibió confesiones, a pesar de la dura penalización de las actividades religiosas. En junio lo trasladaron al campo de concentración de Dachau, en donde se unió a otros dos mil setecientos clérigos deportados; en su mayoría, sacerdotes católicos. Según testigos, fue repetidamente apaleado, hasta quedar inconsciente. Al mes siguiente, lo internaron en el hospital del campo, donde fue sometido a experimentos médicos. El domingo, día veintiséis, murió de una inyección letal de ácido fénico.

Titus Brandsma no fue el primer católico de la época nazi propuesto para la santidad, pero sí el primero presentado como mártir. A sus promotores, los carmelitas, se les advirtió que cometían un error y que sería excesivamente difícil demostrar que Brandsma fue asesinado por motivos religiosos y no por motivos políticos. Sería mejor, se les previno, basar la argumentación en sus virtudes y esperar la confirmación de algún milagro.

Había también otro aspecto más práctico. En 1962, a menos de diez años de iniciarse el proceso ordinario en favor de Brandsma, Pablo VI ordenó parar todos los procesos relativos a víctimas de la Guerra Civil española. La mayoría de los candidatos al martirio de aquella guerra habían muerto a manos de las fuerzas republicanas (en parte, comunistas), y el vencedor, el general Francisco Franco, seguía aún detentando el poder. Pablo VI no simpatizaba con el régimen franquista, y el ala liberal del clero español compartía su actitud, a pesar del apoyo que el general prestaba a la Iglesia. El papa temía, pues, que el nombramiento de mártires reavivara viejas pasiones políticas y causara una división indeseable en la Iglesia. Pero su interdicto disgustó a muchos funcionarios españoles conservadores en el Vaticano. Entre éstos, se encontraba monseñor Rafael Pérez, que había servido como vicario a un obispo español durante la Guerra Civil y ocupaba ahora el importante cargo de promotor de la fe. Desde tal posición, juró que Titus Brandsma jamás sería declarado mártir antes que sus beneméritos paisanos españoles.

Finalmente, se levantó las suspensión de las causas españolas y monseñor Pérez abandonó el cargo. En 1980, la responsabilidad de la causa de Brandsma fue a dar en manos del padre Redemptus Valabek, el nuevo postulador general de los carmelitas. Mientras tanto, la mayoría de los carmelitas holandeses habían perdido el interés en la causa. (Los frailes jóvenes consideraban un gasto económico inútil promover a nuevos santos y, posiblemente, hubieran abandonado, de no haber insistido los mayores en su empeño beatificador.) El predecesor de Valabek había reunido ya las pruebas suficientes para demostrar que Brandsma había aceptado obedientemente el martirio en el espíritu de Cristo. Testigos del campo de Dachau declararon que instó a sus compañeros de cautiverio a rezar por sus sádicos guardianes, y así lo hizo él mismo. Incluso, la enfermera que le inyectó el ácido fénico se presentó -tras recibir garantías de anonimato por parte del tribunal eclesiástico- para atestiguar que Brandsma había rezado también por ella.

"Nuestro verdadero problema estaba en demostrar que Titus no fue deportado y asesinado por motivos políticos; en este caso, su oposición al nazismo -recordó Valabek una tarde, en el transcurso de una larga conversación que mantuvimos en el convento de los carmelitas de Roma-. Por supuesto que era adversario del nazismo, pero nosotros tuvimos que demostrar que su martirio se basaba en otros motivos. Afortunadamente, se había salvado, casi por milagro, la transcripción del interrogatorio al que lo sometieron los jueces nazis en Holanda. Gracias a ese documento hemos podido demostrar dos motivos por los que los nazis lo condenaron. El primero era que se había negado a expulsar a los niños judíos de las escuelas católicas, alegando explícitamente que tal acto sería contrario a los principios católicos. Pudimos así demostrar que Brandsma estaba defendiendo el derecho de la Iglesia a educar a los niños que los padres envían a las escuelas católicas, incluidos los niños no católicos. El segundo motivo era que, como consejero eclesiástico de los periodistas católicos, había dirigido a éstos un llamamiento personal para que no aceptaran propaganda nazi en sus periódicos. Éste fue el motivo más inmediato por el que lo arrestaron y, finalmente, lo mataron. Los nazis estaban muy enfadados con él, y eso se nota en las sesiones del interrogatorio ante los jueces.

En suma, dados los criterios exigidos por la Iglesia, Brandsma logró convertirse en el primer mártir de la era nazi no sólo porque rechazó la ideología nazi como anticristiana -argumento que, por sí solo, habría suscitado la objeción rutinaria de que no era más que un mártir político-, sino también porque sus abogados pudieron demostrar que fue asesinado por defender ciertos principios católicos [Esto no significa que la oposición al nazismo en defensa de la fe o de la moral católica no pueda ser un motivo válido del martirio. El padre Molinari está preparando una causa basada precisamente en ese argumento. El candidato es un sacerdote berlinés, el padre Bernard Lichtenberg (1875-1943), quien trabajó clandestinamente para ayudar a los judíos a escapar de la Alemania nazi. En 1938, denunció públicamente el antisemitismo de los nazis y acabó sufriendo un lento martirio en una prisión nazi]. Es cierto que los principios en cuestión -la libertad de educación y la libertad de prensa- no son en absoluto inherentes a la fe y la moral católicas; pero eran derechos que la Iglesia reivindicaba como institución, y Brandsma, según demostraron sus abogados, los hizo suyos.

No fue con estos argumentos, por cierto, como se presentaba al beato Titus Brandsma a los creyentes para su veneración. Valabek lo proponía como santo patrono de los periodistas, a quienes, Dios lo sabe, mucha falta les hace tener un santo propio de su oficio; pero establecer el significado del nuevo mártir de la Iglesia es prerrogativa papal [[la manera como un santo llega a ser el patrono de un determinado oficio es una cuestión de asociaciones -muchas veces, de imágenes- más que un ejercicio de lógica. Santa Lucía (luz, vista), por ejemplo, es la santa patrona de las personas que sufren enfermedades de la visión porque, según la leyenda, sus perseguidores le arrancaron los ojos. Santa Ágata, a quien, según la tradición, los torturadores le cortaron los pechos, es la patrona de las nodrizas. El arcángel Gabriel, que anunció a la Virgen María la "buena nueva" de su embarazo, es el patrono de los empleados de correos, de las emisoras radiofónicas y de las telefonistas. Esteban, que murió lapidado, es el patrono de los albañiles. Los peluqueros veneran a san Martín de Porres, que fue el barbero de su convento. El santo patrono tradicional de los periodistas es Francisco de Sales, un obispo aficionado a los libros y apasionado panfletista; no era periodista, pero sí jurista, lo cual probablemente aumenta su atractivo para los escritores contemporáneos. En 1958, el papa Pío XII nombró patrona de la televisión a la religiosa contemplativa santa Clara de Asís, a pesar de que ella vivió siete siglos antes de que se perfeccionara la técnica de la transmisión de imágenes: se dice que a Clara le fue dado contemplar, en una visión, una misa a la que no pudo asistir personalmente, por hallarse postrada en cama] En la ceremonia de beatificación celebrada el 3 de noviembre de 1985, Juan Pablo II declaró: "Elevamos a la gloria de los altares a un hombre que sufrió los tormentos de un campo de concentración, el de Dachau. En medio de ese tormento, en medio del campo de concentración, que sigue siendo una marca infame de nuestro siglo, Dios halló digno de Él a Titus Brandsma." El papa comentó que había un texto adecuado del Antiguo Testamento: "Dios los puso a prueba (...), como oro en el hornillo los puso a prueba y recibiólos como víctimas de holocausto."

Para los hacedores de santos, sin embargo, el éxito de la causa de Brandsma tuvo otro significado más preciso: ahora tenían un precedente para argüir que los católicos víctimas de los nazis podían ser declarados oficialmente mártires, en circunstancias en las que pudiera demostrarse que la jerarquía había provocado al tirano a proceder contra la Iglesia, denunciando sus actos injustos. Este precedente fue decisivo para la nueva argumentación empleada en la causa, más controvertida, de Edith Stein.

EDITH STEIN y LA TRANSFORMACIÓN DE UNA SANTA

El mismo domingo de julio de 1942 que fue asesinado Titus Brandsma, los obispos católicos de Holanda publicaron una carta en la que denunciaban el último proyecto nazi de deportar a los judíos neerlandeses "al Este": eufemismo de los nazis para los campos de la muerte situados en Polonia. Para vengarse, los nazis ordenaron el arresto inmediato de todos los católicos de origen judío. El jueves siguiente, Edith Stein y su hermana Rosa, que era lega, fueron detenidas en el convento carmelita de Echt. Siete días después, las enviaron a las cámaras de gas de Auschwitz, junto con otros trescientos judíos bautizados de los Países Bajos.

¿Quién era Edith Stein? Nació como la última de once hijos de una acaudalada familia judía de Breslau, Alemania -ahora Wroclaw, Polonia-, el día de Yom Kipur, el Día de Expiación de los judíos, en 1891. Su madre, que quedó viuda veintiún meses después, era religiosamente ortodoxa, pero ninguno de sus hijos, de los siete que sobrevivieron, se hizo judío practicante. A la edad de quince años, Edith había dejado de rezar. Se consideraba, en declaración propia, atea y feminista. La filosofía era su pasión y, en 1913, a la edad de veintitrés años, entró en la Universidad de Gotinga a estudiar con el padre de la fenomenología, Edmund Husserl. Se sintió atraída por la Sociedad Filosófica, un círculo informal de intelectuales con talento que se reunían en torno a Husserl durante los años inmediatamente anteriores al estallido de la I Guerra Mundial. Edith se convirtió en una estudiante tan capacitada que, en 1916, Husserl la invitó a ser su asistente en la Universidad de Friburgo, donde al año siguiente obtuvo el doctorado con una disertación titulada "El problema de la empatía".

Según enseñaba Husserl, el método fenomenológico implicaba una fuerte confianza ética. El maestro era luterano, y varios de los otros fenomenólogos que impresionaron a Edith Stein, como Max Scheler y Roman Ingarden, eran católicos romanos. Bajo su influencia, Stein comenzó a cuestionar lo que ella llamaba su "prejuicio racionalista" y a interesarse por el cristianismo. En 1917, la viuda de su antiguo profesor Adolf Reinach, que había muerto en el frente de Bélgica, le pidió ayuda para ordenar los papeles de su marido. Fue la impresionante paciencia que mostró la señora Reinach en ese período lo que acercó emocionalmente a Edith Stein a la fe cristiana. Durante sus años de estudiante, se enamoró de por lo menos uno de los miembros de la Sociedad Filosófica, Hans Lipps. En 1921, sin embargo, estaba comenzando a experimentar una atracción de índole muy diferente. En el verano de ese año leyó la autobiografía de santa Teresa de Ávila, la gran mística carmelita del siglo XVI. "Ésta es la verdad" concluyó. El siguiente día de Año Nuevo, recibió el bautismo de la Iglesia católica.

Durante los diez años posteriores, Edith continuó sus intereses filosóficos lo mejor que pudo y escribió un estudio en dos volúmenes sobre la filosofía de santo Tomás de Aquino. Pero, por ser mujer y pese a una generosa recomendación del propio Husserl, no obtuvo el profesorado en Friburgo. En lugar de ello, enseñó en la Escuela Superior Femenina de las hermanas dominicas en Speyer, donde hizo también los votos religiosos privados. En 1932, aceptó un puesto de profesora en el Instituto Alemán de Pedagogía científica de Münster. Al año siguiente fue expulsada del profesorado a raíz de un decreto nazi contra los judíos y, en octubre, el día de santa Teresa, entró en la Orden de las Carmelitas. A la señora Stein se le rompió el corazón: su hija más joven, la que nació el día de Yom Kipur, no sólo se había convertido al cristianismo, sino que incluso había elegido una vida de clausura que la aislaría de la familia.

A pesar de su aislamiento -o quizá a causa del mismo-, Edith Stein desarrolló un sentimiento explícito de su identidad como judía. "Mi retorno a Dios me hizo sentir judía de nuevo", dijo de su conversión, y pensaba que su relación con Cristo existía "no sólo en un sentido espiritual, sino en términos de sangre" Era plenamente consciente de lo que les estaba pasando fuera a los judíos; en vano dirigió en 1933 una impulsiva carta a Pío XII en la que lo instaba a "deplorar el odio, la persecución y las muestras de antisemitismo dirigidos contra los judíos en cualquier tiempo y vengan de quien vengan". En sus cartas y otros escritos explicó con precisión cómo veía ella la relación entre sus orígenes judíos y sus creencias cristianas. Comparaba su decisión de convertirse al cristianismo y hacerse monja de convento con el personaje bíblico de la reina Ester, que se sacrificó para ayudar a salvar a los israelitas; en este sentido, escribió en una de sus cartas: "Tengo la seguridad de que el Señor ha aceptado mi vida por todos los judíos. Siempre tengo que pensar en la reina Ester, que fue alejada de su pueblo con el propósito expreso de responder en nombre de su pueblo ante el rey. Yo soy Ester, la muy pobre, pequeña y débil; pero el Rey que me eligió es infinitamente grande y bondadoso." Posteriormente, al redactar su testamento y última voluntad espiritual, como se les exige a las carmelitas, rogó a Dios que aceptara su vida "en expiación de la impiedad del pueblo judío y por lo siguiente: que el Señor sea aceptado por Su propio pueblo y que Su reino venga en gloria, para la salvación de Alemania y la paz en el mundo".

Dentro del convento, Edith Stein era una anomalía por partida doble: una judía entre arios y una intelectual entre personas que no lo eran. En la tradición de la espiritualidad carmelita, se consagró al Cristo crucificado; de ahí el nombre que eligió como religiosa: Benedicta de la Cruz. Es significativo que su última obra mayor fuese un tratado sobre otro místico carmelita, san Juan de la Cruz, titulada "La ciencia de la Cruz". Todo ese material sería más tarde de gran importancia para su proceso ante el Vaticano. Sin embargo, desde la "Kiristallnacht" (9 de noviembre de 1938) era obvio que los muros del convento no la protegerían de la determinación de los nazis de eliminar a los judíos. Por su propia seguridad y la del convento, Edith Stein abandonó Colonia la víspera de Año Nuevo y se trasladó al convento de las carmelitas de Echt, en Holanda, llevando consigo a su hermana Rosa, también convertida al catolicismo.

Pero los Países Bajos resultaron ser un precario refugio para una monja judía. Como a los otros judíos, se le exigía que llevara la estrella de David. Y cuando salió la orden de detener a todos los judíos conversos, la SS supo dónde encontrarla. "Ven, vamos a por la gente", le dijo Edith a su hermana. A lo largo del trayecto en tren hasta Auschwitz, Edith Stein dejó notas en las paradas donde había vivido. La última, dirigida a las carmelitas de Echt, contenía el simple ruego: "Avisad urgentemente al consulado suizo que tomen todas las medidas necesarias para que podamos cruzar la frontera. Nuestro convento se hará cargo de los gastos del viaje."

Durante los primeros años de la posguerra, Edith Stein fue esencialmente un personaje desconocido, ni siquiera se conocían las circunstancias de su muerte; poco a poco, se reunieron sus escritos y, a través de las carmelitas descalzas, su historia se divulgó. No deja de ser interesante que las carmelitas la citaran con su nombre judío: en la universidad belga de Lovaina se fundó el Archivo Edith Stein, y la causa fue propugnada internacionalmente por la Hermandad Edith Stein. Eso reflejaba en parte el interés que ella había suscitado, bajo su propio nombre, como filósofa y pensadora religiosa; en parte reflejaba también el interés que provocó como católica que murió junto con otros, judíos en el holocausto.

Transcurrieron veinte años hasta que el cardenal de Colonia, Joseph Frings, abriera un proceso ordinario en favor de Edith Stein. Lo significativo es que el proceso no se basó en el martirio, sino en la demostración de su virtud heroica. Se daba por sentado que fue asesinada por ser judía. Se celebraron juicios en Colonia, en Echt y en Speyer. De los ciento tres testigos interrogados, sólo tres dieron testimonios negativos y sus objeciones fueron rechazadas con facilidad. Un testigo, que había conocido a Stein antes de su conversión, declaró que ella era arrogante; pero eso fue descartado por irrelevante, dado que la Iglesia valora la vida de los conversos solamente desde el momento del bautismo. Una monja de la escuela católica de Speyer, en la que Stein había enseñado de lega, recordaba que había mostrado un exceso de devoción religiosa; pero esa crítica se explicaba como el celo normal en los conversos y se contrastó favorablemente con las más bien tibias prácticas religiosas de las monjas mismas. Otra monja del convento de Colonia declaró que sor Benedicta defendía constantemente a los judíos y molestaba a las otras hermanas, pero se pudo demostrar que se trataba de meras habladurías.

Por el lado positivo, el postulador y el abogado defensor esgrimieron argumentos convincentes en favor de la virtud heroica, basándose no sólo en las declaraciones de los testigos presenciales, sino también en los escritos de Stein publicados y en su correspondencia personal. Arguyeron que el ejemplo o mensaje particular para el mundo era su identificación personal, casi mística, con el Cristo crucificado y sufriente en uno de los períodos más brutales de la historia humana, identificación que le permitió aceptar la muerte como acto final de una entrega total a la imitación de Cristo.

En 1983, la "positio" sobre Edith Stein estuvo lista para ser discutida por la congregación. No había muchas dudas de que sería juzgada heroicamente virtuosa y declarada "venerable"; pero sí había dudas considerables de que fuera beatificada muy pronto y, mucho menos, declarada santa. La razón: faltaba el milagro necesario. El problema era que los campos de exterminio nazis no dejaban cadáveres distinguibles entre los montones de huesos y cráneos enterrados en fosas comunes. Y sin cadáver no hay tumba adonde los creyentes puedan dirigirse para solicitar favores divinos a través de la intercesión del candidato. Sin cadáver, tampoco hay reliquias. En el caso de Edith Stein, incluso las reliquias de segunda categoría, como los rosarios y los crucifijos que usó, la ropa que llevaba, fueron destruidas cuando los nazis quemaron el convento de las carmelitas de Echt. Así pues, sin esos medios sumamente tangibles, mediante los cuales los católicos han invocado durante milenios la intercesión de los santos, la causa de Stein parecía destinada a una prolongada espera en el limbo reservado a los venerables que carecen de los milagros requeridos para los beatos y los santos.

Pero, el 3 de marzo de 1983, la causa de Edith Stein se encauzó por otro rumbo. Ese día, el sucesor de Frings, el cardenal Joseph Hoeffner, firmó una petición, dirigida a Juan Pablo II en nombre de la jerarquía alemana, con la solicitud formal de que la causa de Edith Stein se tratase como proceso de martirio. Esta solicitud la secundó una carta del primado de Polonia, el cardenal de Varsovia Jozef Glemp, en nombre de los obispos polacos. En sus cartas, los cardenales argüían que la muerte de Edith Stein podía considerarse un acto de venganza contra los obispos católicos de Holanda, por su protesta pública contra la deportación de los judíos holandeses; por consiguiente, concluían que había razones para reconocer a Edith Stein como mártir de la Iglesia.

Se podían suponer por lo menos tres buenos motivos por los cuales los obispos querían que Edith Stein fuese declarada mártir. Primero, se eludiría la necesidad de un milagro: como mártir, podía ser beatificada (si bien no canonizada) sin milagro. Segundo, en la opinión popular (aunque no en opinión de los expertos), la reputación de santidad de Edith Stein se basaba en la historia de su martirio; de declararla confesora, pero no mártir, la Iglesia se colocaría en la posición de cuestionar la significación no sólo de su muerte, sino también de las muertes de las decenas de miles de otros sacerdotes, religiosas y legos católicos que fueron víctimas de los nazis. Tercero, proclamarla santa, pero no mártir, sugeriría que la Iglesia católica, como tal Iglesia, no había aportado testigos de sangre a los crímenes y horrores de los nazis. Para los obispos de Alemania y de Polonia, eso era una distorsión de la historia que la Iglesia tenía el deber de corregir.

También para Juan Pablo II la causa de Edith Stein poseía un interés especial. Por un lado, compartía su interés en la fenomenología y su relación con la ética cristiana. Para su propia tesis doctoral de filosofía, Wojtyla eligió el tema de la fenomenología de Max Scheler y su relación con el pensamiento tomista. Lo que es más, el papa había conocido muy bien a Roman Ingarden, que enseñaba filosofía en la Universidad de Cracovia cuando Wojtyla era arzobispo de la ciudad. Aparte de esas relaciones personales, Juan Pablo II se sentía sinceramente conmovido por el ejemplo de una intelectual moderna que había llegado a la fe personificada en Jesucristo a través de la búsqueda desinteresada de la verdad. Pocos candidatos a la santidad de nuestro siglo ofrecían un ejemplo comparable para los intelectuales dentro y fuera de la Iglesia.

Aun así, la congregación no reaccionó inmediatamente ante la extraordinaria petición de los obispos. Sucedió que la carta llegó en un período en que la congregación atravesaba momentos agitados: la reforma de los procedimientos de canonización acababa de entrar en vigor y, por consiguiente pasaron catorce meses antes de que la causa se le asignara a Eszer, en su nueva función de relator.

Esencialmente, la tarea de Eszer era demostrar la afirmación de los obispos de que Edith Stein había muerto por la Iglesia -y, en consecuencia, por la fe- y no sólo por su origen judío. La clave para ese argumento la constituían una colección de documentos descubiertos en 1980 en el Instituto Real de Documentación sobre la Guerra, de Amsterdam. Según se desprendía de los documentos, los nazis se habían declarado dispuestos a no perseguir a los judíos conversos neerlandeses, bajo la condición de que los obispos católicos consintieran en no hacer pública su oposición a la orden de deportación. Cuando los obispos se negaron a obedecer, los nazis ordenaron el arresto inmediato de todos los católicos de origen judío. Por tanto, argumentaba Eszer, los nazis habían sido provocados por el desafío de los obispos a cometer un acto específico motivado por el odio a la fe.

Hasta aquí, la argumentación se parecía a la esgrimida en favor de Titus Brandsma. La diferencia crucial estaba en que Stein, a diferencia de Brandsma, no se encontraba personalmente vinculada a la decisión de los obispos, por lo que no se podía alegar que provocó al tirano con sus propios actos; y tampoco había prueba alguna de que, tras su detención, hubiese efectuado alguna profesión de fe ni de que se la hubiesen exigido. En efecto, en la única ocasión en que se identificó como católica (condición, por lo demás, evidenciada por el hábito que llevaba), el guardián del campo de concentración que la interrogaba rechazó la respuesta, gritando: "¡Maldita judía, quédate donde estás!"

Para hacer frente a las objeciones que esperaba oír por parte de los examinadores de la congregación, Eszer propuso una respuesta novedosa: "La provocación del "tirano" fue realizada por la acción de los obispos holandeses; a la cual, sor Teresa Benedicta se adhirió de un modo explícito, dado el hecho de que siempre criticó radicalmente cualquier conducta que pudiera considerarse muestra de excesiva condescendencia con el nazismo." El acto provocador de los obispos fue, por tanto, una especie de acción colectiva, en nombre de todos los judíos conversos que murieron en consecuencia. Además, añadía Eszer, el hecho de que no hubiera testigos no era motivo para suponer que ella no había perseverado en la fe; mediante su voluntad espiritual se había ofrecido ya a Dios como víctima expiatoria "por la paz" y por "la impiedad del pueblo judío". En otras palabras, Eszer argüía que la vida entera de Edith Stein como católica, y así lo demostraban sus heroicas virtudes, constituían una prueba suficiente de su disposición a aceptar el martirio por el motivo y en el momento que fuera necesario.

Éste fue, pues, el estrecho jurídico que la causa del martirio de Edith Stein logró finalmente atravesar. Pero al defender esta causa, Eszer hizo algo más: también propuso argumentos por los cuales se podía demostrar que los nazis, en realidad, no fueron diferentes de ninguno de los otros tiranos que habían perseguido a los cristianos. Era una perspectiva fascinante; sobre todo, para un hacedor de santos que era de origen alemán.

La primera vez que hablé con Eszer sobre Edith Stein fue en octubre de 1986. El jurado de teólogos acababa de entregar su "positio", y sólo faltaba que ésta obtuviera la aprobación de los cardenales y obispos de la congregación. Nos encontramos en la residencia dominicana de la Universidad del Angelicum, a veinte minutos en autobús desde el Vaticano. El cuarto de Eszer se hallaba dividido por una estantería que se doblaba bajo el peso de los libros, a un lado la cama y, al otro, por dos escritorios de madera sobre los que se amontonaban carpetas, libros abiertos y ceniceros rebosantes. La de Edith Stein era una de las sesenta causas en las que estaba trabajando como relator, pero era la que más lo inquietaba; al fin y al cabo, me dijo, él también era alemán, y había desarrollado el concepto del tirano moderno como una manera de privar a los nazis de la ventaja de que gozaban, si se partía de las reglas tradicionales para el reconocimiento de los mártires.

-El tirano moderno es muy sofisticado -afirmó-. Pretende no estar en contra de la religión y ni siquiera interesado en ella, así que no pregunta a sus víctimas qué creencias tienen. Pero, en realidad, o bien no tiene religión o bien convierte una ideología en sustituto de la religión. Esto lo vemos en los comunistas y lo vimos en los nazis. En mi "positio" sobre Edith Stein, mi principal argumento es que la Iglesia no puede aceptar argumentos de criminales y perseguidores de la religión. En el proceso [de la creación de santos] no podemos conceder ventajas a los mentirosos sólo porque ellos dicen que no están en contra de la religión.

Le pedí que me dejara ver un ejemplar de la "positio", pero Eszer se negó: hasta que el papa tomara su decisión sobre la causa, se trataba de información reservada. Estuvo dispuesto, sin embargo, a hablar del marco más amplio del argumento que presentó a la congregación. Aseguró que Hitler no sólo quería exterminar a los judíos, sino que también proyectaba eliminar la Iglesia católica, transformándola desde dentro, una vez terminada la guerra.

-Está absolutamente claro que Hitler quería fundar una nueva religión y aprovechar el ropaje exterior del catolicismo. Esa idea la sacó del Parsifal de Richard Wagner. Hitler consideraba a Wagner como su único precursor digno. Ya sabe usted que no hay nadie que conozca el nacional socialismo y no conozca a Wagner. En todo caso, debido a las preponderantes preocupaciones bélicas, Hitler pensó que la "solución final" del problema católico debía aplazarse hasta después del final de la guerra. Pero el odio que los nazis le tenían a la Iglesia salió a la luz espontáneamente cuando los obispos holandeses protestaron contra la deportación de judíos, lo que prueba que el asesinato de Edith Stein fue un acto motivado por el odio a la fe.

A medida que hablaba, comprendí que la causa de Edith Stein era para Eszer algo más que otro trabajo entre muchos. Eszer tenía nueve años cuando murió Edith Stein y once cuando los nazis capitularon, de modo que pertenece a la primera generación de alemanes que pueden afirmar no haber sido nazis. Para él, Hitler era un energúmeno venido de fuera, que infectó Alemania con el virulento antisemitismo racial de los austríacos. Al juzgar a los alemanes de la era de Hitler -la generación de sus padres-, había que, según él, hacer distinciones y tener debidamente en cuenta los hechos históricos.

-Cuando Hitler llegó al poder, prometió proteger a la cristiandad. El punto catorce del programa del Partido [nazi] declaraba que el Partido se basaba ideológicamente en el cristianismo positivo. Por supuesto que todo eso era mentira. Pero debemos recordar que en Alemania había seis millones de obreros en paro. Los obispos católicos no podían sostener una lucha prolongada contra Hitler sin que los creyentes se lo reprocharan. Y, además, hay que distinguir entre los campos de concentración y los campos de exterminio. Los campos de exterminio estaban todos fuera de Alemania. Y había pocos católicos verdaderos implicados en ellos, porque la SS no quería a católicos convencidos; los expulsaban incluso. Sabían que los católicos convencidos no sólo les causarían problemas, sino que acabarían por contarle a otra gente lo de esos campos de exterminio, pues se mantenían evidentemente en secreto.

Eszer se interrumpió para encender un cigarrillo y se dio media vuelta en la silla, que crujió bajo su peso. Nuestra conversación había llegado a un punto delicado.

-Los norteamericanos -continuó- no entienden el carácter diabólico de los sistemas totalitarios modernos porque nunca tuvieron la experiencia. Siempre están acusando a los alemanes por haber aceptado el nacionalsocialismo, pero era imposible prever lo que harían los nazis. Mi padre, por ejemplo, estuvo en el SA, el ejército político, no en la SS. Un jesuita le aconsejó que se afiliara e intentara cristianizar la organización. Pero era imposible. En una ocasión, cantaron una canción en que se criticaba al papa, y él se levantó y se negó a cantar. Lo llevaron a juicio por eso. El juez lo absolvió, pero, desde entonces, quedó excluido de la promoción. Cien mil alemanes fueron asesinados por los nazis, y de eso no habla nadie ahora.

"También hubo muchísimos católicos que ayudaron a los judíos hasta donde pudieron. En mi familia estaba prohibido hablar mal de los judíos. Mi madre siempre decía que son personas como nosotros y que no se les puede reprochar nada. Cuando otros niños llevaban a sus casas libros infantiles que mostraban a los judíos con grandes narices y panzas gordas, como unos tipos que siempre cometían maldades, mi madre decía que nos pegaría si los llevábamos nosotros a la nuestra. Pero nadie escribe libros sobre esas cosas. Actualmente, muchos autores judíos no admiten que los católicos hayan hecho algo por los judíos. Pero yo sé que, en el caso de Edith Stein, ella fue asesinada porque la Iglesia católica hizo algo por los judíos. Nuestros críticos dicen que debe ser venerada como una mártir judía, y eso no lo podemos aceptar.

Eszer se tomaba tan en serio la causa de Edith Stein que, cuando James Baaden, un judío norteamericano que estaba trabajando en Londres en una biografía de Stein, escribió a la congregación explicando por qué él pensaba que ella fue asesinada exclusivamente por su origen judío, el dominico cometió la imprudencia de contestarle personalmente -cosa que los funcionarios del Vaticano hacen muy raras veces con personas de fuera- y con considerable extensión. Como relator de la causa, le explicó a Baaden que no le cabía la menor duda de que Edith Stein abandonó el judaísmo cuando era estudiante y de que no llegó a valorarlo hasta después de su conversión al catolicismo. Y, lo que era más importante, tampoco había duda alguna de que quiso decir lo que dijo cuando escribió que ofrecía su vida por la "impiedad" de su pueblo, los judíos. En opinión de Eszer, eso significaba que ella quería sacrificarse, como lo formulaba él, "por la conversión de todos los judíos a la Iglesia católica". Para concluir, Eszer le recordó a Baaden, en términos provocativos, que se estaba entremetiendo en asuntos que no eran de su incumbencia: "Por supuesto que usted es muy libre de defender sus opiniones, pero la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos se apoya en unos criterios muy diferentes de los de usted. La Iglesia católica es soberana en materia de fe y de moral y no necesita interferencias desde el exterior."

Baaden se apresuró a hacer públicos los comentarios de Eszer. En un artículo publicado en "The Tablet", un influyente semanario católico de difusión internacional y editado en Londres, Badén contraatacó con la afirmación de que "el proceso supuestamente tan escrupuloso de escrutinio [de la congregación] (...) parece que, en realidad, apenas existe". Algunos funcionarios de la congregación se indignaron con Eszer por no haber dejado a su cuidado las relaciones públicas de la congregación. Los líderes judíos de Alemania pidieron aclaraciones a los obispos alemanes, temiendo que Juan Pablo II tuviera la intención de usar la beatificación de Edith Stein para predicar a los judíos un mensaje de conversión. Finalmente, un grupo de portavoces judíos del mundo entero se fueron al Vaticano para hacer públicas sus preocupaciones ante el papa en persona.

Mientras tanto, la causa de Edith Stein pasó rápidamente los trámites de la congregación. A instancias del postulador general de las carmelitas descalzas -y, sin duda, con el apoyo de Eszer-, la congregación consintió en basar el proceso tanto en las virtudes como en el martirio de la candidata. De esa manera, los argumentos en favor de sus virtudes podían servir para reforzar la reivindicación del martirio; sobre todo, si se tenía en cuenta que no había testigos de su muerte. Este enfoque no tenía precedentes, pero el 13 de enero de 1987 el proceso fue aprobado por los cardenales y obispos de la congregación. Doce días después y en presencia del papa, Edith Stein se convirtió en la primera persona, en los cuatro siglos de historia de la congregación, confirmada como confesara y mártir a la vez. Sean cuales fueren las implicaciones teóricas de tan novedosa decisión, en términos prácticos significaba que ella no necesitaba ya ningún milagro para obtener la beatificación.

Lo único que necesitaba el papa era encontrar una manera de beatificar formalmente a Edith Stein sin ofender a los judíos ni negar la lógica de los argumentos por los que la causa había triunfado. Así pues, en la homilía de la ceremonia de beatificación, Juan Pablo II declaró que Stein "murió en el campo de exterminio como hija de Israel "por la gloria del nombre más sagrado" y, al mismo tiempo, como sor Teresa Benedicta de la Cruz". El "motivo" de su martirio era, dijo el papa, la carta de protesta de los obispos holandeses en contra de la deportación de los judíos; pero, agregó, por su gran deseo de unirse a los sufrimientos de Cristo crucificado, "dio su vida por "la paz genuina" y "por el pueblo"". Omitió prudentemente, sin embargo, su deseo de expiar la "impiedad" de los judíos.

MAXIMILIAN KOLBE: MÁRTIR DE LA CARIDAD

El Evangelio de Juan declara que "no hay amor mayor que éste, que un hombre dé la vida por los amigos". Según la doctrina cristiana, Jesucristo mismo sacrificó su vida por los pecados de la humanidad entera. Y, en cambio, conforme a los criterios de la creación de santos, el hecho de dar la vida por otro no es en sí mismo una prueba de martirio. Para que sea declarado mártir, como hemos visto, debe demostrarse que el siervo de Dios murió, bajo una rúbrica u otra, por la fe. En uno de los casos más controvertidos que jamás se trataron en la congregación, la causa del padre Maximilian Kolbe, un fraile conventual polaco (de los franciscanos negros) que dio su vida por otro prisionero en Auschwitz, esa exigencia fue verificada no una, sino dos veces.

Los hechos esenciales del heroico gesto de Kolbe están por encima de toda discusión. A las seis de la tarde del 30 de julio de 1941, se ordenó a los prisioneros del pabellón 14 salir de la barraca y cuadrarse ante el "Kommandant" Fritsch. Uno de los prisioneros del pabellón se había evadido, y por ello, se eligiría a diez hombres y se los dejaría morir de hambre. Entre los elegidos se encontraba Francis Gajownicezek, que rompió a llorar: "Mi pobre mujer y mis hijos", repetía entre sollozos. Cuando estuvieron seleccionados los diez, Kolbe dio un paso adelante y pidió ocupar el lugar de Gajownicezek.

Fritsch lo miró fijamente.

-¿Y tú quién eres? -preguntó.

-Un sacerdote católico -respondió Kolbe.

Su petición le fue concedida. Obligaron a los diez a entrar en las celdas subterráneas del Bunker II y a desnudarse. No tenían muebles ni sábanas, solamente un cubo para orinar. Pero, según Bruno Borgowiec, un prisionero encargado de retirar los cadáveres de las celdas de muerte, los cubos estaban siempre secos. "Los prisioneros bebían su contenido para apagar la sed", declaró en el juicio eclesiástico de Kolbe. Durante dieciséis días, Kolbe dirigió las oraciones y los himnos de los condenados, mientras iban muriendo uno tras otro. El 14 de agosto, se les puso una inyección letal a los últimos cuatro, entre los que estaba Kolbe.

Ese heroico acto de amor -por un hombre a quien apenas conocía- agregó esplendor a una reputación de santidad ya de por sí considerable. Kolbe fue el fundador de los Caballeros de la Inmaculada, un movimiento religioso internacional que surgió de su intensa, casi fanática, devoción a la Virgen María. A través de ese movimiento, Kolbe inició una serie de publicaciones piadosas, entre ellas la revista mensual "Los caballeros de la Inmaculada", que en 1939 alcanzó una tirada de ochocientos mil ejemplares solamente en Polonia. También fundó la Ciudad de la Inmaculada, que se convertiría en la mayor comunidad masculina de franciscanos en todo el mundo, y una comunidad parecida, el Jardín de la Inmaculada, en Nagasaki, Japón. Kolbe, propenso a las visiones, gozaba entre los frailes de una reputación de presciencia espiritual: mucho antes de ser detenido, reveló a un grupo de cofrades que se le había garantizado "la seguridad del Paraíso". No sorprende que, tras su muerte, su intercesión fuera invocada por muchos polacos, conventuales y miembros de los Caballeros de la Inmaculada. Cuando la congregación aceptó la causa, Kolbe tenía en su haber dos milagros de curación.

Aunque el proceso de Kolbe se basaba en sus virtudes heroicas, había quienes insistían en que debía ser declarado mártir. La mayoría de los jueces concluyó que las pruebas no avalaban un decreto de martirio, y el papa Pablo VI se adhirió a este criterio. No obstante, tan extraordinario acto de abnegación y sacrificio merecía alguna clase de atención. Tras la beatificación de Kolbe en 1971, Pablo VI recibió en el Vaticano a una delegación de polacos, entre los que se encontraba el arzobispo Karol Wojtyla. En el discurso que les dirigió el papa, permitió que Kolbe pudiese ser considerado como un "mártir de la caridad".

Por muy justo que fuera, el término "mártir de la caridad" no poseía ningún significado teológico ni canónico. En rigor, Kolbe no podía ser venerado, por tanto, como mártir. La distinción, aunque fuera sólo de matiz, irritó a muchos polacos y, sobre todo, a los cofrades de Kolbe. En 1982, cuando una delegación de obispos alemanes viajó a Polonia, se les presentó, durante una visita a la celda de muerte de Kolbe, una petición de canonizarlo como mártir. Los alemanes habían apoyado oficialmente el proceso original de Kolbe, y dadas las circunstancias, les era difícil negarse. Así sucedió que los alemanes se sumaron a la jerarquía polaca en su solicitud formal de reconsiderar la cuestión del martirio de Kolbe.

Poca duda cabía de que Juan Pablo II aceptaría de buena gana canonizar a Kolbe como mártir; Auschwitz estaba dentro de su jurisdicción como arzobispo de Cracovia, y en la primera visita a Polonia que hizo como papa, rezó arrodillado, como hiciera muchas veces antes, en el suelo de hormigón de la celda de muerte de Kolbe. Aun así, lo que pedían los obispos polacos y alemanes requería unos procedimientos de excepción. El papa, como tal, tenía el derecho de eximir a Kolbe de la exigencia de un milagro de intercesión adicional; especialmente si se tenía en cuenta que tenía ya dos. Pero la cuestión de si Kolbe podía ser calificado de mártir era algo que había que discutir exhaustivamente.

A fin de resolver tal cuestión, el papa pasó por encima de la congregación y nombró a dos jueces para que revisaran las pruebas y los argumentos: uno, desde el punto de vista filosófico; otro, desde el histórico. Estos informes fueron escuchados ante una comisión especial de veinticinco miembros, entre ellos los cardenales Palazzini y Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en cuyo salón se reunieron los miembros de la comisión para efectuar la votación. El padre Gumpel fue el juez histórico; con la precisión que lo caracteriza, refirió lo sucedido:

-La cuestión era si Kolbe había muerto como mártir de la fe. Yo personalmente nunca dije que no era mártir; lo que sí dije es que no tenemos ninguna prueba absolutamente segura de que fue un mártir en el sentido clásico, y en tales casos, hay que estar absolutamente seguros. Alguna gente decía, por ejemplo, que el hecho mismo de ser detenido por los nazis y enviado a Auschwitz equivalía ya a una sentencia de muerte. Pero Auschwitz sólo se convirtió en un campo de muerte mucho más tarde y, en realidad, algunos de los internados sobrevivieron. -Hizo una pausa-. Además, debíamos tener en consideración las circunstancias de la detención, que fue parte de una gran operación, un gran barrido. Los nazis se estaban preparando para invadir Rusia, y como parte de esa operación, tenían que procurar, desde el punto de vista logística, que las líneas de suministro estuviesen seguras para el transporte de municiones, alimentos, gasolina, piezas de repuesto para los tanques, etcétera. Así pues, con el fin de garantizar la seguridad de todo eso, detuvieron a todos los intelectuales que pudieran causarles problemas: ateos, comunistas, católicos. Así que a Kolbe no lo detuvieron por sus creencias religiosas.

El odio de los nazis a los sacerdotes era notorio. Surgió, entonces, el interrogante de si era posible que el comandante Fritsch deseara matar a Kolbe por el hecho de ser sacerdote. Gumpel respondió, con bastante sensatez, que de haber sido ése el caso, Fritsch habría seleccionado a Kolbe desde el principio.

-Además -agregó-, Kolbe se arriesgó. Salió de la fila y se acercó al comandante, y, sólo por eso, podrían haberlo matado en seguida. Ahora bien, se ha interrogado escrupulosamente a los supervivientes que vieron y escucharon lo que pasó. Les preguntamos si habían escuchado o si habían visto en la cara del comandante o de alguno de los guardias alguna muestra de satisfacción o de regocijo ante la posibilidad de matar a un sacerdote. No había nada de eso. El comandante le dijo simplemente a Kolbe que, bien, que si quería ir, pues adelante.

El argumento de Gumpel convenció. A pesar de los llamamientos de los obispos alemanes y polacos, la inmensa mayoría de los miembros de la comisión decidió por voto que el gesto indudablemente heroico de Kolbe no satisfacía los criterios necesarios para un mártir de la fe. Pero este juicio era meramente consultativo. El 9 de noviembre de 1982, Juan Pablo II proclamó en la basílica de San Pedro, ante doscientos cincuenta mil creyentes, una de las mayores multitudes que jamás se habían juntado para una canonización: "Y, así, en virtud de mi autoridad apostólica, he decretado que Maximilian Maria Kolbe, que desde su beatificación ha sido venerado como "confesor", sea venerado también como mártir de ahora en adelante."

Pero ¿qué clase de mártir? En ningún pasaje de su declaración de canonización, el papa se refería a Kolbe como a un mártir de la fe ni lo llamaba "mártir de la caridad", como hiciera su predecesor. Recordó, sin embargo, las palabras del Evangelio de Juan: "No hay amor mayor que éste, que un hombre dé su vida por los amigos." Algunos de los hacedores de santos afirman que, al usar ese texto en una solemne declaración de canonización, Juan Pablo II sancionó el concepto de mártir de la caridad como una nueva categoría de santo; y, con ello, la posibilidad de conceder el título de mártir a un grupo más amplio de candidatos.

EL FUTURO DEL MARTIRIO

De 1982 a 1987 fueron, por tanto, años decisivos para la creación de mártires; años en los que la congregación comenzó a ocuparse de las primeras causas de martirio de la era nazi, y al resolverlas, sentó precedentes importantes. En adelante, los relatores y los postuladores no tendrían ya que demostrar que los nazis estaban ideológicamente opuestos a la fe católica; se daba por sentado. En consecuencia, las causas de víctimas de los nazis que habían empezado como procesos basados en virtudes heroicas podían transformarse, si los promotores así lo deseaban, en procesos de martirio. Y, con cada nuevo mártir, la Iglesia añadía nuevas pruebas de que también los católicos, y no sólo los judíos, fueron perseguidos por los nazis.

El primer proceso que se benefició del cambio fue el de Marcel Callo, un joven francés que en 1945 murió de enfermedad y desnutrición en el campo de concentración nazi de Mauthausen. No había, sin embargo, ningún milagro atribuido a su intercesión, así que parecía que habrían de pasar muchos años hasta que pudiera ser beatificado. Pero el papa Juan Pablo II había convocado, para el otoño de 1987, un sínodo mundial de obispos con el fin de que discutieran el papel de los legos católicos, sobre todo, en las esferas política y social; y quería una selección de jóvenes y convincentes siervos de Dios, entre los que elegir a algunos para las ceremonias de beatificación y de canonización que se celebrarían durante el sínodo. Callo era el candidato ideal... con tal que se lo pudiera considerar mártir.

Callo nació en 1921, en Rennes, y en su adolescencia militó en el movimiento de las Juventudes Obreras Católicas. Durante la ocupación nazi de Francia se ofreció voluntario para trabajar de misionero entre los obreros franceses proscritos a los campos de trabajos forzados de Alemania. En 1944, Callo y sus colaboradores católicos fueron detenidos por los nazis por realizar actividades religiosas "nocivas para el pueblo alemán". Testigos supervivientes declararon que, aun en el cautiverio, Callo siguió encabezando a los prisioneros en las oraciones y la instrucción religiosa. Igual que a los otros, lo obligaron a trabajar y a alimentarse de patatas mohosas y agua arenosa. Durante los seis últimos meses de su vida, se encontraba a menudo tan débil que lo dejaban en una cama, que compartía con varios cadáveres. Finalmente, murió de agotamiento a la edad de veintitrés años. Después de la guerra, un sacerdote francés escribió un libro sobre Callo, que se hizo popular entre los jóvenes trabajadores alemanes. Erigieron un monumento en su honor en Mauthausen, pidieron a Roma su canonización y obtuvieron el apoyo del obispo de Rennes, quien inició el proceso ordinario.

En enero de 1987, el mismo mes en que el proceso revisado de Stein llegó a los cardenales, Beaudoin acabó su "positio" sobre Callo. En el escrito, documentó la evolución del compromiso espiritual del joven y sus extraordinarias virtudes heroicas. Pero, considerando las causas de Brandsma y de Stein, los funcionarios de la congregación decidieron que Callo contaba con buenas posibilidades de ser beatificado como mártir. En efecto, era precisamente el tipo de ejemplo que el papa deseaba presentar a los obispos en el sínodo de otoño. El cardenal Palazzini le otorgó preferencia ante otras causas y fijó para marzo la fecha del examen teológico de Callo, basándose tanto en sus virtudes como en su martirio. No cabía duda de que Callo llevó una vida virtuosa ni de que verdaderamente había "provocado al tirano". Pero no había ninguna prueba conclusiva de que estuviera dispuesto a aceptar el martirio; por el contrario, en unas ciento cincuenta cartas que Callo escribió a sus padres y a su novia, les dijo repetidamente que no se preocuparan, que estaba convencido de que, después de la guerra, lo esperaban el matrimonio y la buena vida. Durante los seis últimos meses de su vida no escribió ninguna carta. Sin testigos presenciales, ¿cómo podía la Iglesia estar segura de que no se había derrumbado bajo la tortura, como les sucedió a otros? Beaudoin consiguió presentar, sin embargo, el testimonio de dos supervivientes del campo, quienes juraron que Callo aceptó serenamente su destino; declaró incluso un coronel que afirmaba que, el día de su muerte, a Callo "se le apareció un santo". La prueba era convincente y el tribunal renunció a exigir un testimonio ocular de la muerte. El 4 de octubre, Juan Pablo II beatificó a Callo como mártir y lo alabó ante el sínodo de obispos como "un signo profético de la Iglesia del tercer milenio".

El legado de Kolbe como primer "mártir de la caridad" aún deja lugar a dudas. Algunos de los hacedores de santos no están convencidos de que el papa pretendiera establecer una nueva categoría en la que los candidatos puedan ser declarados mártires. La única manera de saberlo es, pues, presentarle al papa un caso parecido.

Molinari está preparando una causa que él cree que cumple esa condición. Se trata de un joven policía nacional ("carabiniere") italiano que, como Kolbe, dio su vida para salvar a otros. El incidente ocurrió el 23 de septiembre de 1943, cuando los soldados alemanes retrocedían desde Roma hacia el norte: Mussolini había sido capturado, las tropas estadounidenses habían tomado Sicilia, y las autoridades italianas habían iniciado negociaciones secretas de paz con los aliados. A unas treinta millas al norte de Roma, un grupo de soldados alemanes en retirada entró en una torre para pasar la noche. De repente; se produjo una explosión. Hubo un soldado muerto y varios otros, heridos. Los alemanes, suponiendo que se trataba de un atentado, tomaron veintidós rehenes del pueblo más cercano y amenazaron con fusilarlos si no se les entregaba el culpable. Los cautivos estaban ya cavando sus tumbas cuando el policía, al enterarse de lo sucedido, se dirigió en su motocicleta a los soldados. Aunque no tenía nada que ver con la explosión -hecho que se cuidó de no mencionarles a los alemanes-, asumió la responsabilidad del acto. Sin hacer más preguntas, los alemanes lo fusilaron de inmediato.

-Lo presentaremos como mártir de la caridad, ahora que el concepto de martirio ha sido ampliado -dice Molinari, el postulador de la causa-. Es un caso hermoso. Posteriormente, le concedieron la medalla de oro, la más alta condecoración militar del Estado. Era muy buen católico, un buen servidor del pueblo, muy amable y muy solícito. ¿Por qué no presentado, pues, como un ejemplo de cómo se puede vivir en esa profesión como un auténtico cristiano?

Como uno de los pocos teólogos católicos en todo el mundo que han escrito sobre el significado de los santos, Molinari ve con auténtico entusiasmo la perspectiva de establecer una nueva categoría de mártires.

-Es como un abanico que se abre: por una cara, tenemos el mártir clásico, que da su vida por la fe; por la otra gente que ha vivido una vida cristiana ejemplar de virtud heroica. Ahora nos estamos preguntando: ¿no hay una tercera categoría de personas que, suponiendo que hayan llevado una vida justa, en un momento dado, por heroísmo, se sacrifican por otros? Al fin y al cabo, ¿es que hay alguna diferencia esencial entre las personas que han vivido una vida ejemplar hasta la muerte y que son declaradas beatos y santos por sus virtudes, y un caso como el de ese hombre, en el que ha sido difícil demostrar que haya cumplido los criterios de heroísmo que se les exigen a los santos, pero que, en un solo acto, llega al extremo de sacrificar su vida? ¿No es ésta una categoría propia de pleno derecho, de modo que en el futuro deberíamos considerar estos casos conforme a unas pautas especiales que les son propias? Si hacemos eso abriremos una puerta.

En teoría, la puerta ha existido desde hace mucho tiempo, en espera de que alguien la abriera. En el siglo XIII, Tomás de Aquino se preguntó si una muerte por el bien común podía considerarse martirio, desde un punto de vista teológico. Y contestó: "El bien humano puede transformarse en bien divino si se refiere a Dios; por tanto, cualquier bien humano puede ser causa de martirio con tal que se refiera a Dios." En menor grado, la Iglesia ha hecho ya extensivos los motivos de martirio a individuos que murieron en defensa de ciertas virtudes "cristianas". La más célebre de esas causas es la de María Goretti, la niña italiana de once años que murió asesinada en 1902 al resistirse a ser violada por un vecino. En la ceremonia de beatificación en 1947, el papa Pío XII la calificó de "mártir de la castidad".

Surge así obvia la cuestión: si alguien puede ser declarado mártir de la castidad, ¿por qué no se puede ser mártir de la justicia, de la compasión o de la paz, virtudes en las que Jesucristo mismo puso un énfasis mucho mayor que en la pureza sexual?

A ese respecto, es significativo que ningún católico ha sido declarado mártir, hasta ahora, por el solo hecho de haberse resistido al régimen, obviamente injusto, de los nazis o, por ejemplo, por proteger a judíos perseguidos, a pesar de que muchos católicos hicieron ambas cosas. Y es también significativo que, al cabo de varias décadas de debate sobre la vida y la muerte de Franz Jagerstatter, un devoto católico austríaco y objetor de conciencia, decapitado por los nazis en Berlín en 1943 por negarse a servir en el ejército alemán, no se haya iniciado aún ningún proceso en su favor. Hay pruebas más que suficientes de que Jagerstatter, que era sacristán de la iglesia de su pueblo, se opuso a los nazis por motivos cristianos; ¿por qué, entonces, se han negado hasta ahora los obispos austríacos a proponer su causa, a pesar del considerable interés local e internacional en el caso? ¿Será porque Jagerstatter fue un "testigo solitario", cuya negativa a apoyar la causa de los nazis no recibió ningún apoyo de su propio obispo austríaco? ¿Será porque muchos austríacos, la mayoría de ellos católicos, siguen considerando a Jagerstatter un traidor a su país, al haberse negado a luchar por los nazis? ¿O es porque esa beatificación, como sugiere un funcionario de la congregación, "podría trascender la declaración de santidad de un individuo particular, implicando una preferencia por el pacifismo, lo cual tendría una seria repercusión en la teoría [defendida por la Iglesia] de la guerra justa"? Esto último parece lo más probable. Los obispos austríacos, me dijeron en Roma, no quieren alentar el pacifismo y consideran que tal sería el efecto de la canonización de Jagerstatter.

Sean cuales. sean las razones, es patente que los obispos locales desempeñan un papel decisivo a la hora de determinar quién ha de ser nombrado mártir. Como ya hemos visto, fue a instancias de los obispos polacos y alemanes que los hacedores de santos asumieron la tarea de transformar a Edith Stein y a Maximilian Kolbe de confesores en mártires. Lo cual no es decir que los hacedores de santos carezcan de independencia al investigar y evaluar las causas; por el contrario, el caso de Maximilian Kolbe evidenció el alto grado de independencia que pueden llegar a tener. Pero sí se sugiere que la creación de mártires es, como el martirio mismo, un acto "político", entre otras cosas. Incluso después de que los hacedores de santos hayan examinado la causa de un mártir, le incumbe al papa calcular las consecuencias que pueda tener una declaración de martirio, tras consultar con los obispos locales y con el Secretariado del Estado Vaticano. Dos decisiones recientes ilustran lo delicados que pueden llegar a ser esos cálculos internos de la Iglesia.

En 1952, la congregación aceptó la causa del padre Miguel Agustín Pro, un jesuita mejicano de veintiocho años que, en 1927, fue ejecutado por el Gobierno de México en el momento culminante de la sublevación cristera. El padre Pro y su hermano Humberto formaban parte de la clandestina Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, un grupo militante de la oposición católica, que participó en la revuelta armada contra la supresión gubernamental de la Iglesia. El padre Pro negó estar involucrado en la conjura, pero, no obstante, fue ejecutado junto con Humberto y otros dos católicos convictos de conspiración. El padre Pro murió a la manera clásica, gritando "Viva Cristo Rey" cuando los soldados dispararon sus rifles, y fue aclamado inmediatamente como mártir por la mayor parte de los católicos mexicanos.

Hacia finales de los años sesenta, Molinari había conseguido un documento oficial escrito a mano que demostraba que la policía secreta había hallado al padre Pro inocente, pero que el Gobierno ordenó fusilarlo de todos modos. Molinari retrasó, sin embargo, la presentación de la causa ante la congregación, dado que el mismo partido, el actualmente llamado Partido Revolucionario Institucional (PRI), seguía gobernando México y, a juicio de los jesuitas mejicanos y de otros funcionarios de la Iglesia local, el Gobierno podría responder a la beatificación de Pro continuando la persecución de la Iglesia. En 1986, Juan Pablo II decidió que la Iglesia había esperado ya bastante. En noviembre de ese mismo año, aprobó un decreto para la beatificación del padre Pro como mártir. La noticia de la decisión papal llegó a México en un momento en que los obispos católicos acusaban al gobernante Partido Revolucionario Institucional de fraude electoral en el estado de Chihuahua. Funcionarios del partido advirtieron a la Iglesia que no procediera a la ceremonia de beatificación, porque se enfrentaban a unas elecciones difíciles en 1987 -que, efectivamente, ganaron con un escaso y duramente disputado margen- y consideraban que la beatificación podría ser interpretada como un gesto de apoyo de la Iglesia a la oposición. Temiendo represalias contra la Iglesia mejicana, el Vaticano aplazó la beatificación de Pro hasta el 25 de septiembre de 1988 [posiblemente haya habido en ello también un "quid pro qua" político. El papa tenía proyectada una visita pastoral a México, que realizaría en mayo de 1990. Durante su visita, se pronunció apasionadamente en favor de la plena restauración de las libertades de la Iglesia mejicana y, por primera vez desde la rebelión, el Gobierno aceptó un intercambio de representantes personales con el Vaticano].

En cambio, el 19 de junio de 1988, Juan Pablo II canonizó a ciento diecisiete mártires del Vietnam, entre ellos veintiún misioneros franceses y españoles, a pesar de las repetidas quejas y amenazas de las autoridades comunistas de Hanoi. Aunque los mártires en cuestión habían muerto en los siglos XVII y XVIII, el Gobierno comunista de Vietnam se quejó de que la atención concedida a los mártires glorificaría un período de dominación extranjera y, lo que era peor, sembraría discordia entre el pueblo vietnamita en un período de grave crisis económica. Tres meses antes de celebrarse la ceremonia en Roma, el director de la Comisión Estatal de Asuntos Religiosos vietnamita convocó a Hanoi a los obispos católicos del país y les comunicó: "Esto no es meramente un asunto interno de la Iglesia católica, sino un asunto que toca cuestiones históricas de nuestra nación, de nuestra soberanía nacional y de nuestro prestigio nacional".

Normalmente, tales advertencias bastarían para persuadir al papa y a su secretario de Estado a reconsiderar y, posiblemente, postergar una canonización; al fin y al cabo, los cuatro millones de católicos vietnamitas eran ya sospechosos a los ojos de los comunistas y funcionaban sometidos a severas restricciones gubernamentales. Pero los obispos vietnamitas insistieron. De 1979 a 1987, enviaron a la congregación treinta y seis cartas separadas, reclamando urgentemente la canonización de los mártires. Pese a las amenazas del Gobierno, insistieron en que la Iglesia del Vietnam necesitaba el ejemplo de sus propios mártires oficiales. El papa se mostró de acuerdo.

Por valiente que haya sido la decisión de los vietnamitas, es políticamente muy poco probable que la Iglesia llegue a beatificar o a canonizar, por lo pronto, a un mártir que haya muerto a manos de un "tirano" comunista, a pesar del reciente rechazo del comunismo en Europa Oriental. De todos modos, en los dos países comunistas más grandes, la Unión Soviética y la República Popular de China, la Iglesia no está en condiciones de conducir un proceso formal y, mucho menos, de proponer a alguien para el martirio. Pero, aun en el supuesto de que las Iglesias de los países comunistas tuviesen libertad para promover las causas de su mártires, las causas mismas no agregarían probablemente nada nuevo al significado tradicional del martirio.

Es diferente, en cambio, el caso de las Iglesias latinoamericanas. Si algún día hay una genuina expansión del concepto católico de martirio, el ímpetu de tal evolución nacerá, casi sin lugar a dudas, de la lucha de las Iglesias latinas por la justicia social. Las iglesias de Centroamérica y de Sudamérica, más los misioneros extranjeros que trabajan en ellas, poseen ya una larga lista de hombres y de mujeres considerados popularmente como santos; monjas, sacerdotes, obispos y trabajadores legos de la Iglesia, sin mencionar a los miles de anónimos campesinos y de habitantes de los barrios bajos urbanos. Sus historias, contadas una y otra vez, constituyen ya unas modernas "Acta Martyrum": en algunos países, sus nombres se insertan entre los de los mártires cristianos primitivos para conmemorarlos durante la misa. Es cierto, en efecto, que muchos católicos latinoamericanos están venerando a mártires que no han sido formalmente declarados santos por la Iglesia. No es que sea un fenómeno nuevo, pero sí algo que la formalización de los procedimientos de beatificación y de canonización estaba destinada a cortar. Los obispos pueden deplorar tal fenómeno o pasado por alto, como han hecho algunos prelados conservadores, o bien pueden tratado como un reto para la concepción que la Iglesia tiene de lo que constituye el martirio cristiano.

Este reto es, al mismo tiempo, de naturaleza formal, política y teológica. En apariencia, la mayoría de esos mártires modernos no satisfacen las pautas tradicionales del martirio por la fe. Los "tiranos" a quienes ellos provocan, a diferencia de los nazis o los comunistas, no se oponen ideológicamente a la fe católica; por el contrario, en la mayoría de los casos son católicos que matan a otros católicos en países que son culturalmente y, en algunos casos, oficialmente católicos. Es una situación sin precedentes en los cuatrocientos años de historia de la congregación.

Tampoco sería fácil justificar a los nuevos mártires de América Latina como "mártires de la caridad", pues ninguno de ellos se ajusta al modelo de un Kolbe, que dio su vida por otro individuo; en la mayor parte de los casos, los "otros", por los que los latinoamericanos sacrificaron sus vidas, fueron los pobres en general o "los oprimidos". Una investigación de sus vidas demostraría sin duda que estaban comprometidos como cristianos en el proceso, en gran medida político, de cambiar unas estructuras económicas y sociales que ellos consideraban injustas. En cualquier caso, la mayoría de ellos fueron muertos porque se los consideraba políticamente subversivos; posiblemente, incluso agentes de fuerzas guerrilleras ilegales.

Por último, es cuestionable, desde una perspectiva tradicional, si de los nuevos mártires latinoamericanos se puede afirmar que murieron "por la Iglesia". En primer lugar, las Iglesias latinoamericanas están divididas en sí mismas en cuanto a los métodos y los objetivos de los diversos movimientos de liberación política y social. Como descubrí al investigar la reputación póstuma del arzobispo Romero, indudablemente el personaje más reverenciado del nuevo martirologio latinoamericano, incluso sus propios colegas obispos de El Salvador están profundamente divididos sobre la sabiduría de su liderazgo, por no mencionar el significado de su vida y de su muerte. Además, Romero identificaba la Iglesia con "el pueblo" en tal grado que sería falsear sus convicciones insinuar que fuera asesinado por odio a la Iglesia. Lo que convirtió a Romero en blanco de los asesinos no fue "la Iglesia", sino, antes bien, su personal, aunque no exclusiva, identificación de la causa de Cristo con la causa de la liberación del pueblo salvadoreño.

De todos modos, si el papa y los obispos de la Iglesia creen verdaderamente que Dios mismo da a conocer la identidad de sus santos a través de su reputación de santidad, no pueden pasar por alto a los nuevos mártires latinoamericanos. En otras palabras, el problema que esos mártires plantean al sistema de creación de santos de la Iglesia no es, en primer lugar, un problema político ni legal, sino un problema teológico; un problema, además, que, en la insistente opinión de una serie de teólogos católicos, y no solamente latinoamericanos, la Iglesia debe encarar si el compromiso con la paz y la justicia, enunciado por el II Concilio Vaticano, ha de ser creíble.

Sus argumentos se pueden resumir en lo siguiente: Jesucristo es el modelo del martirio cristiano; aceptó la muerte por fidelidad al Padre y a su Reino venidero. Los cristianos primitivos identificaron ese reino escatológico con la comunidad cristiana; así, morir por la Iglesia significaba dar la vida por el Reino de Dios y por la misma fidelidad que Cristo manifestó al Padre. Pero la Iglesia actual considera que el Reino de Dios no se limita a la comunidad cristiana, sino que la Iglesia es la comunidad de Cristo, llamada a servir y a extender el Reino de Dios. Los santos son quienes con sus propias vidas dan testimonio de la realidad del Reino de Dios; los mártires, al aceptar el sacrificio supremo, atestiguan la reivindicación absoluta del Reino por encima de todos los demás valores, incluido el valor de la vida misma.

Los signos del Reino de Dios, sostiene el argumento, se revelan por el testimonio de Cristo. Los más importantes de esos signos son la justicia y la paz, y la vocación del cristiano es dar testimonio en Cristo de esos valores; morir por ellos es sufrir el martirio por el Reino. En la época presente, dar testimonio de la justicia y de la paz es comprometerse políticamente en favor de los demás; no simplemente de los demás miembros de la comunidad cristiana, sino, y ante todo, de los pobres y de los oprimidos, que, como enseñó Cristo, son los "primeros" en el Reino de Dios. Morir por tal compromiso es -o, cuando menos, puede sermorir como mártir. "Sería estúpido negarse a hacer extensiva la noción de martirio cristiano a aquellos que sacrifican sus vidas por el prójimo en un contexto político -escribe el teólogo irlandés Enda McDonagh; pero agrega-: Igualmente estúpido sería interpretar todas las muertes por causas políticas como ejemplos inequívocos de martirio cristiano."

Es cierto. Para el teólogo Jon Sobrino, de El Salvador, lo que la Iglesia necesita es un nuevo concepto, el "santo político", que habría de colocarse al lado del místico, del asceta y de otros modelos tradicionales. Pero, así como el santo tradicional sufre las tentaciones del orgullo, de la apetencia de poder espiritual y de otras ilusiones de santidad, Sobrino advierte con sensatez que el santo político debe cuidarse de que su "amor político" hacia los demás no acabe corrompido por la concupiscencia política.

Por su misma naturaleza, la acción política conlleva, en mayor o menor grado, la tentación de sustituir la liberación de los pobres por lo que nosotros hemos convertido en nuestra causa personal o colectiva, el dolor de los pobres por la pasión que genera la política, el servicio por la hegemonía, la verdad por la propaganda, la humildad por el dominio, la gratitud por la superioridad moral. Existe el peligro de convertir en absoluta la esfera de la realidad en la que se desarrolla la lucha por la liberación -social, política o militar- y de abandonar así otras esferas importantes de la realidad -[particularmente] la realidad de los pobres- que, tarde o temprano, se vengarán de ese carácter de absoluto.

En suma, Sobrino reivindica una nueva clase de santidad, una "santidad política", que distinguiría a un nuevo tipo de santo. Las virtudes necesarias para tal santidad no difieren esencialmente de las que la Iglesia ha buscado tradicionalmente en los santos. Para distinguirlas, sin embargo, de las virtudes tal como han sido concebidas clásicamente, los hacedores de santos deberían cambiar sus esquemas de pensamiento. ¿Serán capaces de ello? Antes de responder a esa pregunta, debemos considerar otro tipo de santos. Desde la Edad Media, el signo principal de la santidad ha sido una profunda vida interior de comunión con Dios; y, por lo menos en la imaginación popular -la más inclinada a invocar a los santos-, el santo por excelencia ha sido el místico. Es sorprendente que, aun en nuestra época secular, haya muchas más causas de místicos de lo que uno imaginaría. Pero lo que más sorprende, según he descubierto, es que los místicos causan a los hacedores de santos no menos problemas, aunque de índole muy distinta, que los mártires.

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