Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El Opus Dei: una interpretación
El Opus Dei: Una interpretación
Autor: Alberto Moncada
Índice
Introducción
I. El Opus Dei y los negocios
II. El Opus Dei y la política
III. El Opus Dei y la Iglesia Católica
IV. Propósitos y actividades del Opus Dei
V. Las reglas del juego
VI. El fundador
Epílogo, dos años después
FIN DEL LIBRO
 
Nuestra web:
Inicio
Quiénes somos
Correspondencia
Libros silenciados

Documentos internos del Opus Dei

Tus escritos
Recursos para seguir adelante
La trampa de la vocación
Recortes de prensa
Sobre esta web (FAQs)
Contacta con nosotros si...
Homenaje
Links

EL OPUS DEI: UNA INTERPRETACIÓN
Autor: Alberto Moncada

CAPÍTULO I: EL OPUS DEI Y LOS NEGOCIOS

MESES después de la ascensión al poder en España de los primeros socios de Opus Dei fui convocado a una reducida reunión interna. En ella uno de los más antiguos sacerdotes, venido al efecto desde Roma, nos confió un encargo que traía de parte del padre Escrivá.

Se trataba de explotar la posición clave de esos socios, persuadiendo a ciertos comerciantes a que se aliasen con nosotros para conseguir beneficios económicos derivados de negocios relacionados con el Estado.

El planteamiento era similar al de tantos grupos que rodean, o mejor acorralan, el poder público para explotarlo en provecho propio. Se suele dar más en países capitalistas donde las obras y servicios públicos, administrados por el Estado, ponen en marcha gigantescas operaciones mercantiles cuyo desarrollo depende de decisiones políticas. Sobre ello hay ya una literatura crítica amplia especialmente en relación con la alianza Ejército-Industria pesada en Estados Unidos. Se trata de negocios en que el grado de libre competencia es casi ínfimo, porque las decisiones de la Administración condicionan mucho los planteamientos empresariales.

En menor cuantía, naturalmente, nuestro país no ha sido ajeno a estos tinglados, casi inevitables en semejante contexto, y desde los affaires de las obras públicas de la segunda mitad del XIX hasta los velados escándalos del presente, el dinero ha producido favor político y el favor político ha producido dinero.

El fallo del planteamiento en este caso fue no contar con los citados socios, ya que ellos, al enfrentarse con asunto tan poco digerible, lo desecharon explícitamente y las operaciones, que parecía iban a ser muy sustanciosas, lo fueron muy poco y duraron meses.

Los comerciantes las abandonaron al comprobar la ineficacia de tal alianza, y los de la Obra a medida que las conciencias eran éticamente más lúcidas.

Paralelamente se desencadenaba una estrategia consistente en crear empresas mercantiles o apoderarse de otras existentes. El asunto está mal contado en la mayoría de los libros críticos por falta de datos ciertos y exceso de imaginación.

Un escaso número de financieros, encariñados con las personas o las actividades de la Obra, favorecieron los planes de unos poco socios, algunos hombres fuera de serie, y primero en España y después fuera de ella, ayudaron al establecimiento de una red de empresas de la que el Opus Dei ha sacado más quebraderos de cabeza que beneficios materiales. Y menos espirituales. Tan es así que desde Roma se intentó dar carpetazo al asunto cinco o seis años después con notorio desconocimiento de la realidad, porque los lazos de intereses son difíciles de desatar de golpe.

Esas empresas necesitan hombres para trabajar, para los Consejos de Administración, etc., y el Opus Dei no tenía bastantes. Aparte de improvisar unos cuantos, que aprendieron a base de fracasos, se fichaba a gente prometedora y cercana o se aceptaba a los que aportaban los aliados.

Un amigo mío dice que estar cerca de la Obra entonces era entrar en alguna de las empresas que se creaban a buen ritmo. Si no entrabas a la primera, lo hacías a la cuarta. Pero entrabas. Y cuando se mezclan ya intereses personales es más difícil gobernar las empresas con criterios extracomerciales e imponer decisiones que afectan al bolsillo de los que no tienen más motivación para su trabajo que la normal. Por eso, los lazos de intereses creados entonces persisten ahora aunque de manera más profesionalizada, como suelen decir los de la Obra.

Las sociedades eran de variada índole. Unas, mera plataforma de actividades apostólicas, como las que tienen en su propiedad los edificios para dar ejercicios espirituales, albergar estudiantes, etc. Otras, en el mundo del libro, de los periódicos, del cine, para la influencia doctrinal, y otra, en fin, sedicentes lucrativas, para ganar dinero. Esto de ganar dinero nunca ha sido fácil. Ni siquiera en los más tristes momentos del mercado intervenido. De modo que los pobres hombres a quienes tocaba administrar las lucrativas se las veían y se las deseaban para contentar el deseo insaciable de los dirigentes por obtener beneficios inmediatos sin poder calmarlos con argumentos tan sencillos como el de que toda inversión requiere un tiempo para producir.

Y que, a veces, hay negocios en que se pierde. Algunos de estos lances desembocaban en crisis de conciencia y abandono de la Obra.

Hoy, casi todas esas empresas, las que sobreviven, han pasado a grupos bancarios más o menos influidos por gentes de la Obra o están siendo protagonizadas por aquellos socios que las administran. Sin embargo, los problemas de transferencia jurídica y económica son complicados porque a cuestiones de mero interés se unen otras más enrevesadas, como es la capacidad real de tener y poseer de los socios numerarios en el contexto de la normativa de la Obra, de lo que me ocuparé más adelante.

Al reflexionar sobre esta etapa, la pregunta es automática: ¿Y por qué todo ese esfuerzo mal planeado, cuyas consecuencias negativas podían anticiparse, considerando aventuras similares de otras organizaciones religiosas?

1. Por qué surgieron los negocios.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que los protagonistas eran bastante jóvenes, con poca experiencia. Y que el mundo mercantil, con su toma y daca inexorable, favorece escasamente la filantropía.

Como dice con cinismo un Manual americano: "Las empresas deben librarse de los filántropos, porque su conducta es imprevisible".

En segundo lugar, las máximas financieras del padre Escrivá no difieren mucho de las consignas apostólicas: "Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gaste", "Dios más dos más dos". Pero con la diferencia de que los Apóstoles no pretendían montar un imperio comercial administrado por ejecutivos entrenados a la americana, sino plantear espiritualmente una vida de auténtico desprendimiento.

Tampoco es que inicialmente la Obra pretendiera crear una red de empresas propias, sino que el horizonte de tareas y actividades apostólicas, diseñadas con criterios de catolicismo a lo Spellman, demandaba y demanda cantidades fabulosas de dinero. Por una parte, había que albergar y dar de comer a cientos de socios solteros con pocos ingresos. Muchas veces el espectáculo de pobreza y falta de lo elemental que ofrecían las casas de la Obra, sobre todo fuera de España, estimulaba la compasión no sólo de los ajenos sino de los comerciantes de la Obra, que se veían así más espoleados a sacrificar la legitimidad de sus operaciones por una causa pía. Por otra parte, el padre Escrivá lanzó a sus subordinados a una orgía tal de realizaciones materiales que la tensión por conseguir dinero para financiar actividades básicamente deficitarias producía y produce crisis de conciencia y una deformación muy acusada del trato con terceros que van aprendiendo a esconderse de las incursiones mendicantes. Como en las Cruzadas, al grito de Dios lo quiere, la exigencia a terceros para que cooperen con haciendas y patrimonios ha sido una de las más fundadas causas de esa bien ganada fama de atracadores que tienen los socios del Opus Dei.

Lo malo es que en la Obra se cree de verdad que Dios lo quiere. Como dice Friedman, en la economía capitalista debería darse una ley según la cual cada uno es muy dueño de hacer el bien a los demás siempre que sea con su propio dinero.

Porque esta es la cuestión. La Obra ha nacido en una sociedad capitalista, sus miembros han sido extraídos mayoritariamente de la clase media y su formación los llevó a ejercer un apostolado de inserción en dicha sociedad y eventualmente de actividades benéficas dentro de ella. No comprendieron que así se tendían a sí mismos una peligrosa trampa.

La sociedad capitalista se rige por las leyes del interés individual, la propiedad privada y el mercado, más o menos impurificadas por la intervención gubernamental y las presiones de los grupos de interés. Salvo que se esté fuera de ella por la vía de la huida del mundo o se aspire a transformarla revolucionariamente, quién más, quién menos debe pagar tributo al sistema, erosionando sus planes y a veces también sus intenciones. Al plantear la Obra sus apostolados como centros de formación de la juventud, por ejemplo, debía plegarse a todas las reglas del juego en cuanto a adquisiciones, permisos, etc. Es decir, debía conseguir dinero e influencias dentro del sistema.

Si se tiene dinero, nadie te pregunta nada cuando compras o alquilas algo, generalmente basta enseñar el color de tus billetes. Esa es una de las invectivas más frecuentes de los socialistas contra la inmoralidad del capitalismo. En la sociedad de consumo se puede comprar prácticamente todo. Siempre que se tenga dinero. Incluso puede uno vivir, de ahí el nombre, no haciendo otra cosa. Y nadie pide explicaciones por ese comportamiento. Más bien, el sistema productivo y fiscal lo agradece. Pero cuando no se tiene, o no se tiene suficiente para lo que uno pretende, las cosas se complican.

Si la Obra en aquel momento hubiera elegido la vía que hoy predica más, es decir, el apostolado personal dirigido, o sea, que cada miembro de la Obra convenza al mayor número posible de personas de que hay que rezar y portarse bien, no hubiera necesitado tanta infraestructura. Al fin y al cabo los amigos se ven en el café o dondequiera que se reúnen las personas. Pero no, se trataba de tener plataformas.

Y cada plataforma cuesta un montón de sacrificios y genera otro montón de servidumbres.

2. Necesidad de estructuras.

A este planteamiento se unió la idea, general a las viejas concepciones apostólicas, de que hay que estar presente en las estructuras temporales. De dos maneras se puede estar. Hay una tercera que es el no aceptarlas y destruirlas cuando son injustas, pero eso hubiera sido pedir demasiado.

Las dos convencionales son: primero, introducir gente en las existentes para llevar a ellas la luz del Evangelio. Y entonces te sometes a las reglas del juego y, tal como son las cosas en el mundo occidental, tienes una eficacia relativa para cumplir tus objetivos. O crear estructuras paralelas donde tú pones las reglas.

El Opus Dei ha usado ambas, pero cada vez más la segunda. Léanse centros de enseñanza, medios informativos, etcétera.

En el asunto de las influencias pasa lo mismo. Cada socio del Opus Dei colocado en un centro de poder es un potencial benefactor para las actividades de la Obra. Dando créditos o sugiriendo que se den, abriendo el paso a sus correligionarios, protegiendo a los amigos. Todo ello se ha dado y se da, pero cada vez más de forma desorganizada e incontrolada, porque es inevitable que las personas no terminen utilizando en su propio provecho o en el de sus familiares y amigos las facilidades inicialmente destinadas a favorecer actividades apostólicas.

Todavía no hay experiencia para averiguar cómo se comporta el Opus Dei en países socialistas. El padre Escrivá sostiene que no quiere mandar al martirio a sus hijos y esa es una manera de enjuiciar tales países. De muy otra forma enjuician el asunto bastantes católicos polacos, checos o cubanos. Más bien, tras una inicial confrontación, comienzan a aceptar los idearios del socialismo y se esfuerzan por entender su cristianismo desde ellos. La mayoría, por supuesto, no creen que la sociedad capitalista sea mejor lugar para la fe católica. Y van adquiriendo derechos de culto, asociación, etc. Con mil malentendidos, fruto del pasado, pero en un camino posibilista que parece tiene el apoyo de la Iglesia oficial.

La sedicente riqueza e influencia económica del Opus Dei hay que entenderla, pues, así. Es un modesto flujo de sueldos y rentas que puede disminuir, si varía la normativa interna sobre propiedad y disposición de bienes de los socios numerarios. Y una cierta afluencia de ayudas. Todo ello mal administrado y totalmente insuficiente para los gastos de presente y las previsiones de futuro de la organización. Y mucho menos para seguir alimentando la fiebre expansiva, en ladrillos y cemento, del padre Escrivá.

Las inversiones no resistirían un estudio de rentabilidad. De modo que, siempre en términos de economía capitalista, y salvo que existan fondos secretos, no sería buen negocio adquirir acciones de la Asociación si salieran al mercado de valores.

Sin embargo, la fuerza de esa dinámica imprime un feo tinte de interés a muchas de las reglas, instrucciones y actividades de los dirigentes, que no pueden dejar de ver, en cada miembro o amigo, una vaca que ordeñar.

De ello tienen triste experiencia las familias de los socios, con frecuencia expoliadas en el interés supremo de la Obra, y los que han dejado la Asociación tras una penosa negociación de supervivencia económica.

 

Arriba

Anterior - Siguiente

Volver a Libros silenciados

Ir a la página principal

Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?