Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El Opus Dei: una interpretación
El Opus Dei: Una interpretación
Autor: Alberto Moncada
Índice
Introducción
I. El Opus Dei y los negocios
II. El Opus Dei y la política
III. El Opus Dei y la Iglesia Católica
IV. Propósitos y actividades del Opus Dei
V. Las reglas del juego
VI. El fundador
Epílogo, dos años después
FIN DEL LIBRO
 
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EL OPUS DEI: UNA INTERPRETACIÓN
Autor: Alberto Moncada

CAPÍTULO V: LAS REGLAS DEL JUEGO

1. El secreto.

Averiguar cómo organizan su vida los socios del Opus Dei ha sido una obsesión típica de los periodistas durante cierto tiempo. Deseaban encontrar la fórmula mágica, escondida sin duda en algún sanctasanctórum, que explicara el comportamiento de los socios y la rápida difusión de la Asociación. Que diera razón también de ese cambio de voz, de actitud y de modales que experimentan cuando se solicita de ellos información.

La mayoría de los profesionales han decidido tirar la esponja e incorporar el tema a la ya nutrida relación de asuntos tabúes que tanto contribuye a la falta de ventilación y claridad de la convivencia española. Los españoles, a falta de noticias fiables sobre sí mismos, tienen que alimentarse de bulos y susurros.

En virtud de un proceso de radicalización del silencio, tan propio de quienes tienen mala opinión de la condición humana, los dirigentes de la Obra han prohibido últimamente a sus súbditos que mantengan conversaciones explicativas sobre ella, a menos que las condiciones de la conversación impidan que surja toda posible confrontación.

Los socios, que en su inmensa mayoría tampoco están demasiado bien informados de las cosas que les preguntan, tienen el recurso de apelar, una vez más, a las intenciones y a los escritos programáticos, pidiendo finalmente un voto de confianza en su propia rectitud. Esto va erosionando sus relaciones con la jerarquía interna porque, al final, también ésta, sin dar explicaciones, solicita el mismo voto de confianza de sus súbitos.

2. La libertad personal y lo jurídico en permanente cambio.

La vida en el Opus Dei está sujeta a unas reglas. A primera vista parecería que lo jurídico, los compromisos, etc., deberían tener poca importancia. La actual versión pública del padre Escrivá y el ánimo inicial del prosélito son contrarios a estructurar jurídicamente una vida de amor, de oración y de servicio. Y sin embargo resulta que tanto las crisis internas como las confrontaciones externas han surgido principalmente en torno a la interpretación de los compromisos, de los derechos y de las obligaciones de los socios entre sí y con la organización. Es inevitable. Por mucho que se quiera reducir el comportamiento a la esfera de la conciencia y se ponga énfasis en que lo importante son las disposiciones interiores y las intenciones, no hay manera de eludir el preguntarse, generalmente en los momentos de crisis, a qué me obligo, quién interpreta mis obligaciones y qué sucede cuando mi manera de entenderlas y la del intérprete oficial son distintas.

Las instrucciones que recibe el socio del Opus Dei afectan a cómo debe rezar, cómo debe pensar respecto a un montón de cosas, cómo debe comportarse en relación con Dios, los superiores y los demás socios, y, finalmente, a cómo utilizar su tiempo y su dinero en beneficio de la Asociación. Antes de analizar sistemáticamente esas áreas de disciplina convendría detenerse un momento en examinar la forma como los socios se enteran de esas obligaciones. Hay fuentes escritas y orales. Las escritas están constituidas por diversos documentos, unos con valor permanente y otros de carácter circunstancial, que les son leídos, nunca entregados, después de ingresar. Con tal procedimiento, nadie sabe a lo que se obliga en términos concretos hasta después de hacerlo.

Las orales son el producto de una tarea de magisterio ejercida por los superiores en diferentes momentos y tiempos de la vida del socio. Sobre los documentos existen varios problemas. Por una parte, una estrategia que nunca he entendido bien impide el acceso habitual del socio corriente a la masa de la documentación. Dudo mucho que más del uno por mil de los miembros conozcan las Constituciones. Se les deja usar una versión abreviada de ellas, llamada Catecismo, que ha sufrido numerosos cambios en sucesivas ediciones.

El resto del material, también de difícil acceso, son exhortaciones del padre Escrivá en forma de cartas e instrucciones y reglas para cosas concretas que van promulgándose y modificándose con el transcurso del tiempo.

En segundo lugar, la mayoría de los documentos son de naturaleza heterogénea, una mezcla de consejos ascéticos, actitudes idealizadas de la mente o del corazón y aspiraciones apostólicas con reglas concretas de comportamiento que se supone derivan de tales consejos, actitudes o aspiraciones, pero que no siempre se sabe muy bien cuándo obligan y cómo y qué pasa si no se cumplen.

Por último, la notoria modificación de los puntos de vista y las estrategias del padre Escrivá ha producido una barahúnda tal de derogaciones e interpretaciones del material documental que hace muy difícil la exégesis. A veces, lacónicamente, se dice: donde dije digo, digo Diego. Pero otras, en una especie de equilibrio de prestidigitación, se escamotean párrafos, se cambian de sentido las frases y hasta se pone en boca del enemigo lo que antes fue declaración propia. Por citar un solo ejemplo, al pregonar las excelencias de la labor que la Obra iba a realizar entre los casados se la consideraba, en un primer texto, como un nuevo brazo secular de la Iglesia. En el texto corregido se dice que algunos podrían decir que tal labor iba a ser un nuevo brazo secular de la Iglesia, cuando lo que es..., etc., etc.

Si alguna vez, lo que dudo mucho, el Opus Dei pusiera a disposición de los historiadores la totalidad de sus documentos desde que se empezó hasta hoy, un equipo investigador, a base de paciencia, podría seguir con tablas paralelas el desarrollo del pensamiento y las actitudes del padre Escrivá, con sus idas y venidas, retrocesos y avances, fintas y ambigüedades.

Y no es que se discuta la posibilidad de cambiar. Todos cambiamos. Las personas y los grupos. Pero lo que es imposible es pretender que no se ha cambiado y forzar los textos para hacer creer lo increíble.

3. Varios tipos de socios.

Los socios de la Obra son de diversas clases. Pero el destinatario principal de las reglas es el numerario. A los demás se les aplican de acuerdo a criterios variables. Por eso, tras un breve comentario sobre ellos, centraré el análisis en torno a la vida del numerario. Los agregados constituyen una curiosa figura, ya que en principio son consecuencia de una estructura clasista que luego se ha querido modificar sin criterio claro.

En principio eran socios que se obligaban a casi todo lo que se obligan los numerarios, incluido el celibato, pero no vivían juntos ni habían de tener formación intelectual. Así entraron en la Obra oficinistas y obreros. La figura se ha ampliado después para conseguir vocaciones entre personas que ya tienen su vida organizada, viudos con hijos, etc., y que son utilizados de manera similar a los numerarios, de acuerdo a sus posibilidades y disposiciones. Actualmente no se podría decir con exactitud dónde está la diferencia porque existen numerarios muy dedicados a una profesión no intelectual y que no viven en las residencias, y agregados intelectuales totalmente entregados al servicio de la Obra y que sí viven en ellas.

Los supernumerarios son quizá la clase más inteligible y normal porque respecto a ellos la Obra cumple la función que tantas otras organizaciones católicas han venido realizando durante mucho tiempo. Se trata de personas, generalmente casadas, que utilizan los servicios religiosos de la Obra mediante el pago de una aportación periódica.

Por temporadas, de acuerdo con sus posibilidades y estado de ánimo, colaboran más, especialmente en gestiones económicas, y en ocasiones presiden Patronatos y sociedades auxiliares, etc., o figuran como sus responsables externos. Los conflictos surgen cuando las obligaciones que se imponen en relación con la Obra colisionan con el cumplimiento de las propias, familiares, profesionales, etc. Y también cuando su trabajo remunerado se produce en el seno de las actividades corporativas, porque entonces les es difícil distinguir derechos y obligaciones de una y otra especie. Muy criticados han sido los casos en que la ascensión política o económica ha sido debida a sus relaciones con otros miembros de la Obra que los han promovido o seleccionado teniendo en cuenta la especial relación de confianza y solidaridad que la vinculación religiosa produce.

Los sacerdotes que se vinculan a la Obra después de su ordenación pueden ser agregados o supernumerarios. La Asociación les da medios de formación y los utiliza como a los sacerdotes propios siempre que es posible. Naturalmente, esta utilización plantea colisiones con los respectivos ordinarios, y aunque al principio se pedía permiso a éstos para entrar y el voto de obediencia se hacía al obispo propio, hoy han dejado de practicarse estas costumbres y, postulando el derecho individual de asociación, dichos sacerdotes constituyen un grupo cuasi clandestino y no siempre bien visto por sus colegas diocesanos.

Las características de la vida de los numerarios se pueden describir en este orden: ingreso, formación, compromisos, vida de familia y salida.

4. Cómo se recluían nuevos socios.

La captación de vocaciones ha sufrido una importante modificación a partir de la segunda mitad de los años 50. Anteriormente lo normal era que se buscaran entre universitarios, estando expresamente prohibido reclutar chicos jóvenes. Más tarde, debido a las dificultades del proselitismo universitario, se ha optado por permitir el ingreso hasta con quince años. La Obra aplica hoy el mismo criterio que tanto criticaba antes respecto a otras organizaciones religiosas, pues de todos es sabido cómo la Iglesia tiende a aconsejar una cierta madurez previa antes de adquirir compromisos de esa naturaleza.

En la Obra se aceptan muchachos, casi niños, hijos de supernumerarios, alumnos de los colegios que controla, etc., apostando a que durante una etapa de intensa formación y cuidados, alejados de amistades del otro sexo y demás influencias mundanas, cuaje la vocación. Y aunque se da un nutrido porcentaje de abandonos en esa etapa, siempre queda un saldo positivo que justifica el procedimiento. La leyenda forjada alrededor de las presiones que se ejercen sobre los candidatos tiene como fundamento real el convencimiento absoluto de los presionadores de que al hacerlo cumplen la voluntad divina y ofrecen al prosélito la mayor felicidad que se puede conseguir sobre la tierra. De modo que cabe casi todo.

Alrededor de dos años después de la primera decisión, y si se persiste en ella, ingresa el muchacho en centros de formación donde tiene que hacer compatibles sus estudios civiles con otros similares a la carrera eclesiástica, además de una dedicación intensa a la piedad y al apostolado. Allí comienzan a surgir los primeros conflictos, porque todo no se puede hacer bien a la vez. Los que pasan tan dura prueba, dulcificada por el buen humor juvenil, el deporte y el apoyo sincero de sus tutores, son incorporados de una u otra forma a la vida de la Obra en casas más pequeñas, recibiendo encargos específicos y aprestándose a ejercer una carrera civil salvo que los superiores los tengan reservados para más altas v burocráticas actividades.

Sobre los compromisos que se adquieren ha habido también una evolución interna al hilo como siempre de las diferentes ideas del padre Escrivá y de las influencias externas. Y aunque se niega una y otra vez la existencia de los votos tradicionales, yo no veo otra forma más clara de sistematizar las obligaciones de los socios que en torno a la pobreza, a la obediencia y a la castidad, verdaderos pilares de la vida del numerario.

5. Los votos.

a)La pobreza.

La pobreza tiene dos aspectos principales. El que se refiere a cómo se practica el desprendimiento de los bienes terrenales y el que afecta a la faceta económica de la persona y del grupo. El pacto a que se llega entre el numerario y la organización es que aquél debe entregar los frutos económicos de todas sus actividades y ésta debe mantenerle y proveer a sus necesidades. Su aparente sencillez esconde, sin embargo, un sinfín de complicaciones a medida que la persona en cuestión va organizando su vida civil. Con los jóvenes o con quienes se dedican a las tareas internas apenas hay dificultades mientras se encuentran en esa situación. Como siempre, son los mayores los que plantean los conflictos. Si el numerario es un empleado retribuido periódicamente por sus patronos, lo que ha de hacer con sus ingresos está bien claro. No está tan claro el cómo proveer a sus necesidades o deseos menos elementales, porque se tiende a que gaste poco, lo cual no siempre es fácil y hay un tira y afloja constante, desagradable sobre todo cuando se trata de las relaciones económicas con la familia. Sosteniendo el padre Escrivá que hay que sentirse indiferente hacia ella en este terreno, cada vez que alguien desea ayudar económicamente a sus parientes tiene que incoar un enojoso expediente interno para que sea la Obra y no él quien haga el favor. Cuando se trata de personas que trabajan por cuenta propia, comerciantes, arquitectos, médicos, etc., la complicación es mayor porque las decisiones sobre reinversiones, amortizaciones, personal, etc., de sus actividades han de ser aprobadas por los dirigentes, que, apremiados siempre de dinero, tienden naturalmente a escatimar para que el socio ingrese la mayor cantidad posible en la caja interna.

Este intervencionismo suele producir erosiones en la conciencia de los individuos, que se encuentran así en un conflicto de deberes. Como en la Obra hace falta de todo, se usa también el crédito y la solvencia de los numerarios para las actividades corporativas o aledañas, de modo que hay hasta una entrega del nombre comercial. Alguna vez me he enterado por los periódicos de haber sido nombrado o destituido como socio o directivo de tal o cual entidad, con los consecuentes equívocos. Los dirigentes, que no aciertan a encarrilar tal desorganización burocrática, apuestan a la entrega personal ilimitada y no dan importancia a estas cuestiones cuando en realidad las tienen en términos de libertad profesional. Parece que se están tomando medidas para arreglar todo esto, pero son lentas al estar dentro del contexto más amplio y condicionado de la naturaleza jurídica de la Asociación.

Las limitaciones llegan a la prohibición de tener cuentas corrientes individuales y en todo ello no se sabe qué lamentar más, si la falta de confianza o la puerilidad de tal esquema. La verdad es que a los dirigentes les ha cogido de improviso la madurez civil de sus súbditos y, ocupados en cosas más importantes, no terminan de ocuparse en serio de materia tan conflictiva como es el ejercicio real de la libertad, que en teoría tanto proclaman. Y apelan al recurso de resolver caso por caso las situaciones que se plantean.

En cuanto a los bienes propios, el socio debe ceder su administración a otros de la Obra y hacer testamento en igual sentido, aunque normalmente los patrimonios que se heredan de la familia suelen ser rápidamente liquidados dada la permanente falta de tesorería del Instituto.

Respecto a la economía de las casas y centros se tiende a la autonomía de las unidades y a que éstas ahorren para sostener a las personas y actividades que, como la burocracia interna, son deficitarias. Ello produce una variopinta situación, pues mientras hay casas donde malviven unos cuantos estudiantes, asediando a sablazos a familiares y amigos, otras son un modelo de comodidades. La Obra no ha contribuido a la nivelación social ni siquiera en sus numerarios, ya que los mejor situados se las arreglan para llevar una vida externa similar a sus colegas, generalmente mediante el uso de los recursos de las empresas o entidades en que actúan, mientras que los sacerdotes o los peor colocados, a veces conviviendo con aquéllos, tienen que andar contando las pesetas para hacer un viaje o renovar la indumentaria.

El aspecto ético de la pobreza es confuso. Individualmente los socios tienden a comportarse como sus colegas y las casas reflejan más o menos el nivel de bienestar que han alcanzado sus habitantes. Las instrucciones de los superiores van por la línea de la sobriedad y la moderación, especialmente en la apropiación individual de los bienes temporales. Muy escasamente se insiste en las facetas positivas de esa virtud. En evitar el pluriempleo atenazante que crea tensiones perjudiciales para la piedad y la libertad apostólica. En contribuir a la justicia real en los negocios y cargos. En dar ejemplo de desprendimiento y generosidad, etc., etc. La necesidad de llevar dinero a la Obra falsea cualquier actitud evangélica.

Con frecuencia se critica a los socios por no tomar un partido más decidido a favor del oprimido y del débil en las actividades concretas que desempeñan. En este sentido el mensaje de la Obra es prácticamente inexistente. Tampoco es la Asociación un modelo de buen empresario en las actividades corporativas, pues apela constantemente a la cooperación desinteresada de sus empleados en razón de la alta causa que sirven. Ello crea una vez más conflictos de conciencia.

b) La obediencia.

El tema de la obediencia es el más comentado, precisamente porque es el más confuso. En principio, los numerarios fueron concebidos como la espina dorsal de la Asociación, cantera de directores y sacerdotes, estado mayor de la empresa. Así se entienden todas las limitaciones vigentes o derogadas a su actividad individual porque su vida, su tiempo, sus ilusiones debían estar consagradas al servicio de sus hermanos, a la realización de los apostolados.

Con esta subordinación total eran compatibles, mientras lo fueran, tareas civiles poco exigentes. Así la docencia en los tiempos en que bastaba una mínima dedicación para cumplir y el puesto además era utilizado para la captación de prosélitos. La idea central era estar siempre dispuesto a cambiar de lugar de residencia y de profesión. Con los primeros casos de madurez, la capacidad de planificación de los dirigentes sobre los socios empezó a encontrarse con los obstáculos naturales. Los contratos laborales, las ofertas de trabajo no podían incluir tal cláusula. Los primeros que se dieron cuenta fueron los propios socios numerarios que comenzaron a evitar la contratación de sus hermanos ante tales riesgos, practicando una curiosa discriminación al revés. No siempre era la amenaza de un despido del empleado lo que contaba, sino la eterna cantinela de los permisos para las obligaciones apostólicas.

La densidad de deberes de este tipo es muy grande, y si no se les pone coto termina convirtiendo a los socios numerarios en verdaderas excepciones al comportamiento habitual de sus colegas. Invocando una tanda de ejercicios que recibir o atender o cualquier otra causa pía, lograban de sus patronos, generalmente amigos, un status laboral poco serio y comparativamente injusto. Con frecuencia han sido los mismos socios los que han tenido que defenderse del asedio de los directores que no acaban de comprender, dado su aislamiento, que cumplir con las obligaciones en los términos pactados es la primera obligación moral de un cristiano.

Ello produce lógicamente la existencia de dos clases de numerarios: los que a fuerza de defender su dedicación civil cumplen con las mínimas exigencias de dedicación a cosas de la Obra, y aquellos que van ingresando en la burocracia interna y hacen de todo, generalmente con una experiencia monodimensional porque no han tenido ocasión de trabajar o actuar en la vida civil.

Así se da la paradoja de que un muchacho que ha terminado a trancas y barrancas la carrera, porque ha estado muy dedicado a lo interno, se convierta en director espiritual de hombres casados que le plantean los problemas de su familia, o de su trabajo, y a los que tiene que ayudar y aconsejar. Los más avisados se limitan a dar consejos espirituales, pero algunos menos prudentes se meten en camisa de once varas y terminan por complicarle la vida al supernumerario en cuestión.

Cuando un numerario, dedicado a su tarea civil, llena de posibilidades y de problemas, empieza a recapacitar acerca de su dedicación a la Obra, llega a la conclusión de que, salvo las obligaciones de piedad y algo de apostolado personal, debe aislarse de la burocracia. Y ahí empiezan muchas de las crisis de vocación, mal entendidas por los directores, a quienes les parece que el modelo ideal de súbdito es el que nunca dice que no a las llamadas al servicio de la Obra.

Para obviar esto, se aplica provisionalmente a tales numerarios la ascética y la mecánica de los supernumerarios, y el resultado es la obtención de un soltero muy peculiar. Es un señor no condicionado en principio por nada, defendido por su libertad profesional y que sin embargo está viviendo en unas residencias en donde las necesidades y problemas de la Obra llevan su mensaje de exigencias en términos de tiempo y preocupaciones, a las que él honestamente se debe negar. Cuando proporciona dinero o influencias, todo va bien, pero cuando además de eso o en su lugar trae a casa los problemas normales de toda persona se produce una permanente contradicción para la actuación de los directores que, debiendo atenderle, no saben cómo hacerlo. Y si tiene problemas graves de dinero o de trabajo o de política, la cuestión se agrava porque su familia, los que conviven con él, no pueden echarle una mano porque no se diga.

Ello crea una situación muy común de soledad, de la que uno se libera por el desahogo con los amigos de dentro o de fuera, pero en la que se tiene la impresión de que la institución queda al margen, porque para ella has dejado de ser un asset para convertirte en una liability.

La típica afirmación de que si vas a la cárcel te llevaremos bombones es, aparte de cínica, una verdad clarísima avalada por la extraña doctrina de la libertad profesional. Es lógico que la gente común no entienda tal obediencia y sobre todo tales relaciones entre gobernantes y gobernados, más aún cuando se insiste en que la Obra es una familia. Y ¿cómo es la obediencia desde el que manda?

El estudio sociológico del gobierno en la Obra daría lugar a más de una sorpresa. El padre Escrivá no tardó mucho en asociar a su tarea gubernativa a socios probados más por su fidelidad que por otra cualidad. Y la fidelidad sigue siendo criterio fundamental en la elección de los directores.

Teniendo que resolver éstos asuntos muy heterogéneos y entre ellos el bienestar espiritual de los socios, la competencia en razón de la lealtad al jefe superior es muy parvo criterio. Por otra parte, el entrenamiento que se adquiere está más encaminado a decir que sí a Roma que a entender y ayudar al socio, de modo que la jerarquía del Opus Dei a lo largo de la geografía no es precisamente un muestrario de figuras intelectuales, ni de hombres contemplativos, ni de expertos en psicología. Durante tres o cuatro años, de los nueve miembros del equipo que gobernaba las cosas de España, tres eran marinos. El énfasis en la disciplina y en la subordinación no puede ser más notorio.

Hasta los cargos más pequeños que impliquen poder deben ser aprobados por Roma, que, careciendo a veces de un conocimiento directo de las personas, tiene que confiar en el juicio de los superiores nacionales basado principalmente en la fidelidad. Todo ello conduce a un sistema burocrático bastante cerrado en sí mismo, donde la crítica es prácticamente inexistente y el disentimiento poco favorecido. La gente se eterniza en los cargos, pasando de uno a otro una vez probada su lealtad. Tal es la cantidad de cuestiones previas y de antecedentes que hay que tener en cuenta cuando se actúa como dirigente, que los períodos reglamentarios de tenencia de los cargos tienden a incumplirse.

Las asambleas de socios que, nombrados por el padre Escrivá, deben reunirse cada cierto tiempo a fin de examinar la labor, nunca han dejado de ser más que una mera tarea de ratificación y dación de confianza al presidente vitalicio. Incluso la última celebrada lo fue sin convocar a algunos de los que tenían derecho a asistir. Y quedó convertida, una vez más, en otro acto de devoción filial orquestado probablemente para causar alguna impresión en el Vaticano.

La Curia romana, desde donde gobierna el padre Escrivá, está compuesta por gentes adiestradas en adivinarle el pensamiento y escasamente familiarizadas con el mundo exterior. Sus choques con las autoridades regionales de la Obra y en especial con las personas maduras son muy frecuentes y tienen como principal causa la tensión entre unos modos de gobernar autoritarios y exigentes y las mil y una circunstancias que en cada país contradicen el esquema.

El vehículo de la obediencia son conversaciones periódicas entre el súbdito y su director, o la llegada de papeles de arriba. Nunca ha estado muy claro a quién se debe obediencia porque sobre cada socio hay una autoridad local colegiada, una autoridad regional también colegiada, otra nacional y la romana. De modo que a veces se dan contradicciones entre lo que le dice la persona que convive con él y lo que le ordenan o sugieren autoridades superiores. Esto se complica con la posición del sacerdote, quien también da consejos, a veces imposibles de cumplir a no ser que se desoiga a las otras autoridades. Lo que en la práctica ocurre es que el superior inmediato se convierte en defensor del súbdito frente a las exigencias de las autoridades superiores. Y todo ello bajo el lema de que hay que oír a los superiores como si fueran Dios mismo. Por ello cuanta más fe tienen los súbditos peor lo pasan, mientras que los cínicos o los experimentados saben filtrar convenientemente los entusiasmos del mando. Si las autoridades están en buenas relaciones de confianza y amistad con los súbditos, lo cual es muy frecuente, se lima y dulcifica en privado lo que en los papeles o en reuniones generales se sostiene, de modo que, como en tantas crisis de los grupos humanos, nada sustituye a una franca conversación de persona a persona.

El problema es que cada vez son menos frecuentes estas conversaciones con los directores realmente importantes y se sustituyen por confidencias y desahogos a niveles inferiores, cordiales pero imbuidos de temor reverencial hacia arriba. Aunque en las reglas de juego hay todo un repertorio de curiosas sanciones para los que se portan mal, copiado del capítulo correspondiente de las penas eclesiásticas, no parece que se haya utilizado mucho hasta el momento, aunque circulan rumores de alguna que otra fantástica sanción administrada por el padre Escrivá a sus más fieles servidores. Cogidos en el dilema de procurar el bien de la Obra, es decir, las aventuras diseñadas desde Roma, y el de las personas individuales, muchos directores pasan de un exagerado autoritarismo a una compasión extrema, momento en el que normalmente son marginados del mando.

Más que sanciones, lo que hay son broncas en privado cuando los comportamientos individuales se estiman poco leales a la causa o capaces de provocar el desprestigio de la organización, tal como lo entiende el mando. Y preferentemente, una progresiva desatención que se traduce en dejar que cada uno se las componga como pueda, siempre que guarde unas mínimas consideraciones con las reglas del juego. Para los directores es más cómodo y refrescante tratar con los recién ingresados, más propicios a dejarse impresionar y más respetuosos, o dedicarse a cuidar de las obras, que al fin y al cabo son empresas burocráticas donde de momento las cosas se resuelven desde arriba. Y el resolver siempre es excitante y aleja del ánimo la preocupación por los verdaderos problemas.

c) La castidad o celibato.

La desenfadada discusión sobre el celibato sacerdotal y las nuevas luces que en la Iglesia existen al respecto han cogido desprevenidos a los dirigentes de la Obra. Ellos debían tener más motivo que nadie para confiar en el valor salvífico de la unión matrimonial, ya que, tras unos años de titubeo, nunca negaron que los casados pudieran ser tan contemplativos y perfectos como los solteros.

El énfasis sobre el celibato de los numerarios se explica en base a los dos criterios tradicionales de la Iglesia católica y ya convenientemente discutidos. El primero es funcional, la libertad que se logra para la tarea apostólica cuando no se tienen obligaciones familiares. Nadie pone en duda tal pragmatismo, aplicable por otra parte a cualquier planteamiento unidimensional de la vida. Políticos, guerreros, intelectuales y hasta ejecutivos mercantiles han clamado por la plena dedicación a un solo afán, rezongando contra las cargas del hogar. Sin embargo, un planteamiento más sincero y pastoral de la tarea del hombre de Iglesia reconoce hoy la indudable mutilación que el celibato supone para una inserción plena en el medio ambiente y la cantidad de lastre mítico y económico que tiene esa cualidad sacerdotal. En el caso de los numerarios que se dedican casi plenamente a la vida civil, el celibato es un contrasentido, desde este primer punto de vista. Porque estaríamos frente a un celibato político, comercial, etc., verdadera hazaña de confusión religioso-temporal.

La otra razón, aparentemente más profunda, es la incompatibilidad evangélica entre matrimonio y unión perfecta con Dios. Aquí, como en tantos otros temas de espiritualidad, se vuelve uno a topar con la grosería de determinadas concepciones ascéticas. Ninguna religión desconoce la importancia del celibato como componente de los últimos estadios de la ascensión espiritual.

La progresiva elusión de ataduras corporales, incluido el sexo, ha sido siempre afirmación mística, hecha realidad en la vida de tantos hombres y mujeres que han llegado a la sublimación de su existencia, según nos testifica la historia de las religiones. Pero se trata de una conquista paralela a las del resto de los instintos y apetitos. Es un colocar toda la vida bajo el control del cerebro y lanzarse éste a una de esas aventuras del espíritu que nos ayudan a entender que el hombre es de linaje divino. Plantearlo como punto de partida de cualquier status religioso, hasta de los menos espirituales, no deja de ser una altivez que se paga muy cara.

En ello está enredada la vieja cuestión del equívoco enjuiciamiento del sexo, inserto en la tradición de la Iglesia católica por lo menos desde San Agustín. Un típico dualismo, el de partes nobles e innobles del cuerpo humano, viene sofocando el recto entendimiento de las relaciones sexuales. A partir del Vaticano II parece que la Iglesia católica va desprendiéndose de esa obsesión monocorde por el llamado fin primario del matrimonio, planteado como si la biología y la psicología no existieran.

Afortunadamente para las conciencias, los sacerdotes dejan cada vez más de actuar como investigadores de alcoba y hacen posible una responsabilidad real de los individuos en las decisiones sobre su vida sexual. Han de pasar años hasta que en la Iglesia católica se clarifiquen las cosas y se reciban, tanto legislativa como pastoralmente, las averiguaciones de la ciencia. Muchas de ellas interpretan mejor el mensaje evangélico y las experiencias místicas que las actuales reglas de juego para los distintos grados y estados del fiel cristiano. En todo caso, para el celibato de los numerarios se dan más razones prácticas del primer criterio, la liberación de ataduras, y por consiguiente, su problemática es más acusada entre los socios que se dedican a tareas civiles y actúan en la calle.

A éstos les parece imposible vivir en un mundo masculino del que debe desaparecer la mujer a tenor de las curiosas disposiciones que al efecto les obligan. Un numerario no puede ir en coche con una mujer, ni trabajar en la misma habitación con ella, ni leer revistas femeninas. El efecto de tales reglas es, naturalmente, crear una obsesión y convertir la sedicente liberación en un problema. Gandhi decía que los pueblos hambrientos se representan a Dios en forma de alimento. Yo creo que las personas que no han dado en el momento oportuno cauce normal al sexo viven una vigilia aberrante de sueños y símbolos sensuales y terminan creándose un extraño filtro en la mirada que les hace ver suciedad y malicia en todas partes.

Su reacción típica ante el espectáculo más limpio y espontáneo, menos hipócrita que la juventud hoy nos ofrece, es de enfado y agresividad, quién sabe si envidiando el fácil "ligue" de estos tiempos en comparación al contorsionado y desequilibrante encuentro con el sexo de generaciones anteriores. No aciertan a ver el hondo contenido ético que tiene el énfasis en la voluntariedad y en la lucha contra cualquier clase de explotación sexual de la nueva moralidad, que con sus inevitables excesos de primera hora, abre un nuevo capítulo en la experiencia humana del amor.

Los defensores de cualquier ideal sexual no deberían nunca invocar argumentos ad hominem. Aquella pía organización que hizo una encuesta entre jóvenes universitarios se llevó un gran susto al comprobar que la mayoría de los chicos y chicas daban poco valor a la virginidad como condición del compañero que elegirían para formar un hogar estable.

Los clamores por la otra moralidad sexual son hoy en la Obra casi tan estrepitosos como los de la lealtad a la autoridad, y los consejos ascéticos para la guarda de la pureza son cualquier cosa menos un acercamiento delicado y comprensivo a ese abismo de riqueza y plenitud que es el encuentro entre hombre y mujer. Cancelando los aspectos de comunicación y de juego que tiene el sexo, se tiende a animalizarlo, a ver en él solamente un sentido instrumental de la propagación de la especie al que el amor, entendido unilateralmente en términos de fidelidad conyugal, serviría de protección eugenésica y de estímulo para la domesticidad de la pareja, atada a un hogar que no sería sino una granja de producción ilimitada de crías.

Menos mal que el sentido común y el instinto capacitan a las personas para defenderse por sí solas de tales asesoramientos, que puestos a ser enjuiciados socialmente podrían calificarse de intrusismo perseguible por tantos psicólogos y psiquiatras, hartos de recibir los despojos humanos de semejante tutoría moral.

Los aristócratas del amor, como llama el padre Escrivá a sus numerarios, se convierten así en celosos guardianes de un orden sexual mecanicista para los amores más plebeyos. Pero, como en tantas ocasiones, las lindas pueblerinas terminan conquistando el corazón de los poderosos que en algún caso buscan sus encantos sin querer darles palabra de matrimonio.

6. La vida en comunidad.

La vida de familia es la manera de denominar la convivencia que los socios de la Obra practican. Y aunque se dice que no es la materialidad de vivir bajo el mismo techo, así residen habitualmente los numerarios y por temporadas los demás socios. Hay períodos, demasiado largos para cualquier profesional de la presente sociedad occidental, destinados a estudiar, a recibir formación en las diversas fincas que al efecto existen.

Coinciden con las vacaciones y se pretende que sirvan también como descanso, lo cual no siempre es posible por la cantidad de deberes que los superiores señalan para tales ocasiones. Sin embargo, la insistencia en el cumplimiento de esta obligación de descansar ilustrándose es tal que para no cumplirla se requiere autorización personal caso por caso del presidente general. Las argucias de los socios para conseguir permiso en su trabajo a fin de no encararse con tamaña perspectiva son parecidas a las que el honrado padre de familia de clase media utiliza para veranear de acuerdo con los deseos de su mujer, pero con la diferencia de que la presión de la Obra sobre el tiempo de los numerarios haría palidecer de envidia a las más exigentes de las esposas americanas.

En términos de tiempo, el numerario medio debe dedicar, después del período de formación inicial más intenso, unos cuarenta y cinco días al año a actividades espirituales y de estudio interno para provecho propio. Si además ha de atender a otros, la inversión puede crecer indefinidamente. Basta con estar cerca de los centros de poder y no poner mala cara.

Diariamente, el numerario cumplidor ha de distraer unas dos horas y media de su jornada de vigilia para las obligaciones de piedad contabilizables, aunque se supone que durante todo el día debe estar rezando pequeñas oraciones para mantener la presencia de Dios.

De ello ha de dar cuenta a sus superiores, si bien hay que reconocer que con el paso del tiempo éstos se han vuelto más comprensivos y no castigan como antes a hacer las normas después de cenar al que las omitió. También se observa un mayor desinterés de la empresa por la calidad de la piedad de sus súbditos y podrían contarse con los dedos de una mano los hombres verdaderamente expertos en los caminos de perfección espiritual, aptos para ayudar a sus hermanos en tan escarpadas sendas.

El talante voluntarista de la espiritualidad se traduce en el énfasis sobre la ascesis, sobre la mortificación con miras a la subordinación del individuo a los fines colectivos. La mayoría de los consejos ascéticos oficiales van por ese camino, aunque los directores más inmediatos que tratan con personas y no con entes de razón se las arreglan para mantener a sus dirigidos en un equilibrio entre esos consejos y el despliegue de la personalidad propia.

Muy escasamente tienen en cuenta los directores oficiales los diferentes estados de ánimo o etapas de la biografía individual. La estrategia es siempre ordenar un comportamiento ideal con carácter general por escrito y luego cada director aguarlo para su acomodación a las personas. Con frecuencia, las aventuras de expansión burocráticas van unidas a motivaciones espirituales, de modo que conseguir tantas adhesiones para las revistas o sociedades del grupo o comentar un asunto con más o menos cantidad de personas es el único horizonte espiritual que se señala a los socios para un cierto período. Los hombres verdaderamente contemplativos que, aun escasos, todavía existen, sienten la comezón de tamaña confusión introducida de contrabando en el mensaje doctrinal y comienzan a sospechar que agradar a los superiores en la Obra tiene más que ver con la obtención de resultados tangibles y exteriores que con esas conquistas interiores de desprendimiento, lucidez y paz espiritual.

La vida de familia material se realiza en casas en las que el numerario se supone que descansa de sus trabajos y afanes. Pero es mucho suponer. Las casa donde vive gente joven son lógicamente lugares bullangueros en los que se hacen compatibles el estudio y la expansión juveniles y en las que, a fuerza de actividades disipantes comienza a deteriorarse la dedicación académica. Aquí ha ocurrido indudablemente una clara devaluación de la situación fundacional. Sea por la influencia del consumismo o por la clase de chicos que las frecuentan o por la manera de coordinar la piedad, el estudio y el ocio, lo cierto es que ya no es tan fácil como antes distinguir entre una residencia de la Obra y otra cualquiera de estudiantes por lo que hace al nivel de dedicación y de preocupaciones escolares.

Los licenciados que se dedican al cuidado de esas casas están en un peligroso equilibrio inestable. Por un lado han de mal cumplir con sus deberes o ilusiones profesionales, momentáneamente sujetos a un período de mediocridad. Por otra, hacer de embrague entre las directrices superiores y las necesidades y apetencias de los chicos con quienes conviven. Y finalmente, a tenor del propio estado de ánimo, embarcar a éstos en las aventuras apostólicas del momento.

Estas tienen más que ver con la captación de prosélitos y su indoctrinación que con inducirlos a una reflexión personal cara al mundo en que viven. Por citar algún dato, las visitas a los pobres o la catequesis del menesteroso no suelen atraer a los muchachos ilusionados por afanes de justicia social. Lo que va más allá de eso se entiende curiosamente como terreno inviolable de libertad política personal y por tanto ni es objeto de formación ni demasiado bien visto como tema de tertulia. Actualmente, con el asunto de la fe en peligro, ya no hay otros temas sobre los que predicar a los jóvenes más que ese, y como tal predicación es aburrida y sectaria, termina produciendo el marginamiento de la juventud más atractiva.

En cuanto un chico descubre por dónde va la civilización, se aleja de ese ambiente, salvo que quede atrapado por la infusión en él del peculiar moralismo sexual que se administra y que puede costarle una deformación psíquica. Sin embargo, los temas importantes están en las casas de mayores, pues al fin y al cabo no hay bacilo que resista una aireada juventud. Incorporados de manera estable a una profesión liberal o a una burocracia, interna o externa, los socios numerarios comienzan a producir equívocos a su alrededor. Son gentes que no hablan de su intimidad, nadie sabe cómo comen o duermen. No figuran en la guía de teléfonos. Cambian de casa en la misma ciudad por razones no explicables en público.

Tienen que mentir con frecuencia antes de confesar que han de pedir permiso para participar hasta en los más cotidianos compromisos de la vida civil. Esquivan un montón de temas que tratan de sustituir por trivialidades y los más metidos en la burocracia interna son francamente pueriles. Su cultura es de mass-media, apenas de experiencia personal, pues les está vedado no sólo ir a cualquier espectáculo público sino, como es lógico, participar en actividades donde de manera habitual concurran mujeres, salvo que se den los prescritos distanciamientos. ¡Como si la sociedad actual anduviera por esos vericuetos! Cualquier afición a actividades no convencionales les otorga inmediatamente un status peculiar, pues una persona que tiene que pedir autorización para salir por la noche, sabiendo además que no le sienta bien al mando, es cualquier cosa menos normal.

En síntesis, se trata de un estilo de vida muy parecido al conventual o cuartelero, sólo que mucho más raro. Como en la vida de familia está prácticamente prohibida la discusión abierta, ella transcurre en torno a temas triviales o al receptor de televisión, salvo alguna que otra indoctrinación superior sobre los tristes tiempos que corren y la necesidad de rezar y mortificarse para que cambien.

Para colmo, en virtud de una extraña adaptación de reglas conventuales, se prohíbe hasta la apariencia de una amistad particular, sin duda para reforzar el gobierno. Con ello sólo se logra hacer menos gratas las auténticas buenas amistades que entre socios de la Obra existen y que son probablemente el mejor balance de cualquier estancia en la organización, pues años de compartirlo todo no pueden producir otra cosa que nobles vínculos de afecto y compenetración incluso con quien peor se llevó uno. Los gobernantes temen mucho esos bloques solidarios, de modo que cada cierto tiempo desorganizan las casas mandando a unos para acá y a otros para allá, con la pena y hasta con alguna débil protesta de los interesados.

La práctica de la corrección fraterna, hoy casi inexistente, tiene mucho más que ver con la inspección recíproca sobre un comportamiento grato al mando que con una auténtica preocupación por el bienestar global del hermano y nunca es una sincera confrontación sino una verdadera bronca en la que está expresamente prohibido el defenderse. Un capítulo importante de la vida de familia es la peculiar estrategia diseñada para el buen orden y atención de las residencias. Los solteros de más de cuarenta años de nuestra clase media no son precisamente gente adiestrada en labores domésticas. Tampoco la Obra los entrenó a guisar o a limpiar, salvo en los tiempos fundacionales. La sección femenina, en los países latinos, básicamente en España, tiene las casas como los chorros del oro, al precio de la incomodidad de la férrea separación establecida que hace casi inaccesible la cocina o todo aquello que, siendo zona de administración, está cerrado con doble llave. La obsesión típica del sexo impide la comunicación verbal y todo ha de decirse por teléfono y a través de las personas autorizadas. La regulación al efecto llega a rizar el rizo del detallismo sin advertir que en los tiempos que corren hasta las residencias de la Obra se van a quedar sin ese servicio doméstico tan envidiado por las amigas. Es curiosa la mezcla de ideología y baratos slogans que rezuma toda la doctrina de la Obra sobre las empleadas de hogar, como en un último esfuerzo de persuasión religiosa para mantener una estructura burguesa.

Sin embargo, como falten las chicas, las casas de mayores no van a ser precisamente lugares gratos para vivir, salvo que los socios que las habiten reciban un reentrenamiento doméstico compatible con sus actividades profesionales o recurran a la ya muy costosa inversión del servicio mercenario. A lo mejor necesitan resucitar la vieja distinción entre profesos y legos, que se advierte en algún escrito del padre Escrivá sobre las relaciones entre numerarios y agregados.

7. Salida de la Obra: obstáculos, razones y tragedia.

Ante semejante perspectiva cabría preguntarse: ¿y cómo la gente no se sale de la Obra? Aparte de que sí se salen, y cada vez más, e incluso podría decirse que en número superior a los abandonos de cualquier institución religiosa, hay muchas razones para quedarse.

En primer lugar está el cariño. La convivencia en la Obra genera afectos. A los hermanos, a los afanes comunes convertidos en casas o en realidades materiales llenas de recuerdos, de las horas buenas y de las horas malas. Abandonar la Obra en ese sentido es como romperse el corazón a trozos. Luego está el sentido de responsabilidad apostólica en el contexto religioso del país; ¡tantas gentes encarriladas por una vida mejor desde el sitio que uno ocupaba en la Obra! ¡Tantas personas viendo en ti un apóstol que no les debe fallar y en quien apoyarse en los momentos de debilidad!

Más fuerza aún tiene la sensación de que Dios, lo Absoluto, viene a ti a través y sólo a través de la organización. Esa idea de que tu camino hacia la felicidad plena pasa por la Obra justifica todas las sumisiones que te impones o te imponen. Las ansias de ser feliz y de no terminarse, de durar siempre, aquellas que hacían estremecerse a Miguel de Unamuno cuando sintió la agonía de su cristianismo, son capaces de lograr en ti todas las renuncias, si estás convencido de que son el precio de su realización.

Sólo que cuando notas que tus mejores tensiones hacia lo Absoluto no son encauzadas e incluso son estorbadas por el vínculo con la organización, empiezas a andar un camino de reflexión dolorosa y solitaria que quema por dentro. A veces te defiendes del reto de tu conciencia enseñando tus miserias, arguyendo con tus debilidades y echándoles la culpa de tu sedicente ceguera. Pero cuando uno se persuade de que no es un monstruo pecador, indigno de la libertad, sino una persona normal, con su dosis relativa de virtudes y defectos, de aciertos y desaciertos, tampoco sirve ese argumento de la propia abyección.

Y mientras tanto, la organización ¿qué hace contigo? En virtud de su fatal opción a favor de la idea y de la institución y en perjuicio del individuo concreto, cualquier proceso de identidad personal que tenga que ver con una posible salida es temido y frenado por los dirigentes. Persuadidos éstos de que no hay más felicidad que la de la entrega ni mayor traición que la de romper el vínculo con la Obra, echan mano de los mejores recursos para retener al rebelde. Es también el momento de abrir la caja de los truenos y sugerir que no perseverar puede llevar a la condenación eterna, así como amenazar a los cómplices o a los neutrales con la idea de un pecado grave.

Les preocupa más, como es lógico, el caso de una persona mayor o de un sacerdote por la simple razón de que el asunto puede hacer peligrar el buen nombre de la institución y su prestigio proselitista. Alguna vez me he preguntado cuánto tiempo va a pasar hasta que esas organizaciones monten un buen departamento psicológico desde donde apuesten a la persona y la ayuden a tomar sus propias decisiones sin más horizonte que ayudar. Departamentos que no teman el fomentar y aconsejar la salida cuando tres o cuatro personas de buen juicio, y a ser posible con algún asesor no interesado, estimen que el individuo tiene razones suficientes para plantearse un reajuste de su propia vida.

En la Obra es justo al revés.

La idea básica es que la perseverancia es la regla y la excepción debe ser abundantemente demostrada. Porque estás debes estar, es el barato e incomprensible consejo. El primer dirigente al que conté mis tribulaciones me arguyó con argumentos místicos. Es la noche pasiva del espíritu, hay que sufrir quizá hasta la muerte. Menos mal que el instinto de conservación le defiende a uno, porque si no, hubiera apostado a tal perspectiva. Todo hombre, dice Radhakrishna, busca suscribir un compromiso con la muerte y así obtener vida, cosa que logra con la consciente aceptación de la muerte, y eso fue lo que hice.

El segundo experto me aconsejó mortificación y me obsequió con uno de esos cilicios con los que el numerario debe castigar su carne dos horas al día, por si no fuera bastante mortificación la vida de trabajo y frustraciones que se lleva en la capital de nuestro país.

Al tercer experto ya no le hice caso.

La salida de la Obra es un fenómeno curioso porque de pronto sientes lo poco que importas a unas personas que han sido testigos de años de tus mejores afanes. Eres un expediente para archivo. Se acabó. Y cuantas menos señales de vida des, mejor. Porque constituyes un recordatorio andante de sus fracasos y un reproche a su indiscutible rectitud.

Las personas, tantas, que bordean esa frontera no pueden dar el paso sin obviar los obstáculos mencionados y otros menores pero no menos compulsivos. La comodidad, la inercia, la dificultad de volver a empezar. El problema es mayor para los que no tienen una identificación externa suficientemente autónoma.

La sociedad burguesa española no deja de mirar a los socios solteros de la Obra como asimilados al religioso y reaccionan de manera similar, o sea, negativa, ante comportamientos no convencionales. Es decir, dificulta el proceso. De modo que salvo que se tengan plataformas de despegue como una familia receptiva o dinero y status social o el amor de una mujer, la decisión es penosa. Y los ambientes más liberales te reciben con una mezcla de recelo, conmiseración y satisfacción poco agradable.

A veces la etiqueta que antaño te distinguía tarda mucho en ser borrada por el experto que te etiquetó. Puestos a pronosticar por dónde van las defecciones pienso en cuatro clases de personas. Los intelectuales, poco aptos para aceptar censuras sobre libros y doctrinas e instintivamente abiertos al progreso omnidimensional. Los profesionalmente honestos que, embarcados en una tarea civil, tendrán que elegir entre ser fieles a sus obligaciones o dóciles a los requerimientos de la organización. Los contemplativos, que prefieren una vida de oración y recogimiento a las aventuras del catolicismo contrarreformista. Los maduros, que empiezan a sospechar que sus años de senectud no van a ser demasiado gratos en una organización que no cuenta todavía con una previsión real de esas circunstancias limitativas de la personalidad.

Asustado me quedé, después de conocer en América a uno de los primeros socios que pasea de casa en casa sus sublimaciones místicas y sus desequilibrios, de la receta que me dio R. C. cuando yo protesté de situación tan trágica y de lo mal atendido que le encontraba. "El Padre ha dicho que Fulanito se irá derecho al cielo." Allí mismo me prometí no volver a hacer proselitismo. Quizá cabría añadir un quinto grupo si la Obra iniciara su propia reforma. Y sería el de los conservadores, los indoctrinados en la presente mentalidad, que probablemente reaccionarían mal frente al cambio.

Un proceso judicial pendiente hoy en España puede aclarar la extraña situación económica de los socios que se van. El petitum es sencillo. Si un hombre entregó a la organización el total de sus ingresos durante su vida y puede probarse que gastó menos que ingresó, ¿tiene derecho a alguna restitución e incluso a una indemnización? Los dirigentes de la Obra sostienen que no. Y amargan la vida de unas cuantas personas que se hacen de nuevo a la mar de la búsqueda de empleo desde el declinar de sus años. ¿Qué dirán los Tribunales?

8. La Obra, estructura alienante.

Para sus socios la Obra se ha convertido en una estructura alienante. Lo es, por lo difícilmente que acepta el aire puro de la confrontación. Por fomentar una dualidad de comportamientos. El que cada socio tiene en virtud de sus propias averiguaciones y el que se le impone en razón de las exigencias de la organización. Por imponer un silencio excluyente sobre los asuntos internos.

Por manejar un lenguaje esotérico con claves interpretativas aptas sólo para los iniciados. Por alentar la reacción violenta contra los contradictores, creando en éstos el temor a la venganza.

Por cercenar una parte del mensaje cristiano, haciendo hincapié solamente en una versión histórica del mismo y no precisamente la más cercana a las fuentes. Con frecuencia he meditado en el mecanismo mental que hace posible tal comportamiento. En términos psicológicos podría resumirse así. El socio de la Obra es animado a crear en su interior una imagen de Jesucristo lo más viva posible. Hasta poder dialogar internamente con ella. Algo parecido a quienes conversan con la persona querida que murió y cuyo recuerdo se excita hasta resucitarla con la imaginación. El diálogo así establecido conduce a una identificación con esa imagen, en los términos de la documentación y las sugerencias que cada uno maneja y recibe. Si se hace sistemáticamente y no se sale de tal carril, uno recibe, por una parte, fuerza interior para convertirse en imitador de Jesucristo en los términos dictados y, por otra, paz y sosiego cuando se apela a tal imagen, desde las dudas o los conflictos.

Cuantas veces los acontecimientos u otras fuentes de información ponen en duda ese esquema, se los enjuicia y critica desde la encarnación del mismo en que uno se transforma, condenándolos o simplemente apartándolos de la imaginación para que no incomoden. Es como el rico que aparta de sí el pensar en los pobres y termina por creer, como aquella marquesa, que los mineros no existen.

La persona es entonces tributaria de un esquema mental que se transforma en conciencia moral y que produce un comportamiento homogéneo en un determinado sentido. Identificar su espíritu con el de la Obra es el fin de la dirección espiritual que se imparte a los socios del Opus Dei, reza el catecismo interno.

Esas mentes entrenadas a pensar y reaccionar de una determinada forma, que tiene además la sanción de la aprobación divina, no pueden ver más que a través de un pronunciado astigmatismo. Cuando la vida les zarandea y se quedan a la intemperie, surgen las neurosis y depresiones, fruto del esquematismo monodimensional de su estructura mental. Si regresan al esquema, se serenan al precio de olvidar la vida y las otras interpretaciones de ésta. Si se mantienen en un tira y afloja, hacen falta compensaciones físicas o mentales. Si aceptan el reto de encararse con toda la realidad, el esquema queda derribado.

En estos tiempos en que, junto a la oscuridad previa a todo amanecer, brotan ya las nuevas auroras, habría que hacer llegar al padre Escrivá un mensaje de tolerancia y fe en la humanidad. Un mensaje que sirva para romper ese curioso artificio que enfrenta a los que se dicen defensores de los derechos de Dios en la sociedad y el hombre. El hombre concreto, hijo de su historia y de sus condicionantes, sobresaltado por ellos, deseoso de olvidar una leyenda que lo califica de intrínsecamente corrompido. Que trata de entenderse y entender lo que le rodea y a veces sólo logra hacer daño a sus semejantes.

Que no es malo sino ignorante. Y que muchas veces tortura a otros hombres porque es la única manera que entiende de saciar patológicas deformidades. Que está empezando a vislumbrar una civilización de abundancia donde la escasez propia o el deseo de remediar la ajena no le impongan el regreso a la belicosidad del predador que fue su padre.

 

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