Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
FIN DEL LIBRO
Inicio
Quiénes somos
Correspondencia
Libros silenciados

Documentos internos del Opus Dei

Tus escritos
Recursos para seguir adelante
La trampa de la vocación
Recortes de prensa
Sobre esta web (FAQs)
Contacta con nosotros si...
Homenaje
Links

Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 13. LA DEFENSA DE LA FE

1. El don de la fe

La fe en Jesucristo es un don, un regalo divino que no podemos darnos a nosotros mismos. La fe es virtud sobrenatural "quam Deus in nobis, sine nobis operatur".

El ser humano tiene, por su condición de haber sido creado por una llamada que tiene a la vez una dimensión divina y otra humana, la capacidad fundamental de aceptar el testimonio de otras personas, prestándoles de esta manera una fe humana. Esta fe tiene el carácter de algo profundamente natural, pero al mismo tiempo sitúa a la persona en un ámbito de donación y de gracia. Por eso la fe no es natural en el sentido de que esté producida por la mera fuerza activa de la persona individual.

El ámbito de la vida verdaderamente humana está lleno de contenidos que proceden de esta fe humana. Si los elementos que proceden de esta fe desaparecieran de su vida, la persona se vería terriblemente empobrecida. Estos contenidos, en la medida en que proceden de la donación ajena tiene el carácter de algo que ha de ser custodiado. Es tremenda la situación de quien ve que su fe en alguien se desmorona. La caída de la fe es una tragedia para quien la sufre.

2. La custodia del don precioso de la fe

La fe humana requiere una disposición personal adecuada. Si la persona no puede darse la fe sobrenatural, sí puede, sin embargo, disponerse de manera que esa fe, cuando le es concedida pueda ser aceptada. También puede disponerse de manera que la fe le sea muy difícil: hay actitudes mentales que hacen casi imposibe que el corazón se abra a la fe que se le concede.

Cuando se tiene fe sobrenatural en Jesucristo, es necesaria una actitud de custodia cuidadosa de ese tesoro. Siempre acechan los peligros de la desconfianza, de los intereses, de la crítica, de la búsqueda de autosuficiencia. Por el pecado original, el ser humano tiene en él mismo la huella de la rebeldía originaria, la tendencia a curvarse sobre sí mismo e indisponerse ante la gracia de la fe, que siempre requiere una humildad de fondo en la criatura.

Cuando la fe exige sacrificio aparece con facilidad la tentación de adoptar actitudes que hacen difícil la fe. La fe supone que la persona sale de sí misma, que renuncia a ponerse en el centro, y mira sobre todo a Jesucristo, confiando en su Persona amable y en sus palabras, que se custodian en la Iglesia.

La fe verdadera se puede desvirtuar en una actitud que parece que es de fe porque afirma la existencia de Dios, y su omnipotencia, pero que en realidad vicia la relación con Dios. Esto sucede cuando Dios es visto sobre todo en función de la propia vida, de los propios intereses, cuando se acude a Él para que solucione los problemas coyunturales que se presenten en la propia vida. Es una relación con Dios en la que el centro está en el propio yo, y Dios se sitúa en función de ese yo.

La fe sobrenatural ha de ser custodiada aceptando los hechos que nos contrarían, que obstaculizan nuestros proyectos e ilusiones, y reconociendo también esos hechos como provenientes de la providencia omnipotente y amorosa de Dios.

La fe se custodia sobre todo con la humildad y con el amor. Es el amor el que todo lo cree, el que nos sitúa en la posición de apertura confiada, de salida de nosotros mismos, de poner el centro de gravedad de la propia existencia fuera de nosotros en la Persona de Cristo, autor y consumador de la fe.

También requiere la fe el poner a su servicio todas las capacidades mentales de la persona. A la fe se la sirve cuando la hacemos siempre más significativa, y más decisiva en la propia vida. esto requiere un ejercicio de la inteligencia, la reflexión profunda, el empeño porque la propia visión del mundo tenga como referente fundamental los contenidos de la fe sobrenatural cristiana. Así la fe se hace también cultura, porque modula la manera de configurarse la sociedad y los valores en que ésta se apoya.

La defensa de la fe se hace entonces "apologética", que es la argumentación racional en defensa de la fe. pero es justamente en este aspecto donde la defensa de la fe debe ser más cuidadosa de la misma naturaleza de la fe y no olvidar que la fe sobrenatural, y los contenidos que en ella encontramos, son regalo, don, y que nunca pierden ese carácter.

La razón humana puede defender la fe ante los asaltos de la razón agnóstica, o de la mentalidad racionalista. Pero esta defensa no puede tratar nunca la fe como algo propio en el sentido de producido y dominable por la razón. Como enseña el magisterio del Concilio Vaticano I: "Ciertamente, la razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto. Porque los misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal "peregrinamos lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión [2 Cor. 5,6 s]".

Por eso, cuando se observa que la fe es esgrimida en polémicas para defender ciertas posiciones, a veces se vislumbra una actitud que, más que defensa de la fe, es defensa de las propias posiciones, aunque se aduzca que esas posiciones están basadas en la fe sobrenatural. Esto sucede cuando los argumentos de fe, las verdades reveladas se esgrimen de una manera tal que parece que se dominan como armas "propias" con una seguridad y desenvoltura excesiva. Por eso, algunas argumentaciones o defensas que se hacen apoyándose en las verdades sobrenaturales, aparecen sospechosas. La fe es un don, que debe ser recibido como propio, pero sin que ese ser-tenido-como-propio parezca que supone una superación del ser-recibido. La fe sobrenatural hunde sus raíces en el corazón

de la forma más profunda, pero siempre debe tener el sello de que es algo recibido, algo regalado. La fe nunca se debe convertir en una posesión "propia" en un sentido que olvide su carácter de don gratuito.

3. La defensa de la fe en la sociedad

Cuando la fe se ha vivido con fidelidad y ha configurado una "cultura" concreta, las personas se encuentran en un mundo cultural en el que consideran, con razón, que esa cultura está apoyada en la fe. Pero entonces es muy fácil que el impulso que los hombres sentimos para defender nuestro mundo, se interprete como impulso hacia la defensa de la fe sobrenatural.

Esto es fácil de entender cuando se ve que el mundo cultural de muchas personas está constituido por elementos que tienen su origen en una larga historia cultural y social en la que los contenidos de la fe se considera que han estado presentes de manera decisiva. Entonces es fácil pensar que las instituciones, la configuración política, las leyes, la ordenación de la sociedad, son como una "materialización" de la fe cristiana, de manera que esa sociedad se califica de sociedad cristiana de una forma peligrosamente unívoca.

Esto es especialmente sutil en el ámbito de las ideas, cuando la historia intelectual de un pueblo o de una civilización, tiene como puntos de referencias sistemas de pensamiento que se erigieron al mismo tiempo que se pensaba la fe. Entonces es fácil que surja la tentación de considerar que la fe casi se identifica con los sistemas filosóficos o, en general, intelectuales, que sirvieron para hacer sistemas cristianos de pensamiento. Si estos sistemas se consideran como la expresión cabal de la fe, la advertencia de que el propio mundo cultural se tambalea, se interpreta como el derrumbamiento de la misma fe.

En la historia ha habido situaciones de este tipo con cierta frecuencia. Cuando algunos cristianos han visto que ciertas formas políticas se derrumbaban, o que ciertos modos de pensamiento perdían su vigencia social, o que sociedades enteras entraban en crisis, esos cristianos han experimentado un profundo sentimiento de que el cristianismo estaba en trance de ser arrojado del mundo de los hombres. San Agustín realizó en su "De civitate Dei" una reflexión poderosa sobre este sentimiento.

Una de las claves para identificar cómo es el temperamento de las personas proclives a estos juicios, es mirar su manera de entender la relación entre la reflexión humana sobre la fe, y la fe misma. Cuando la fe se identifica con una cierta explicación racional, es decir, cuando la teología se considera ya sustancialmente realizada, al menos en lo que se refiera a determinados aspectos o partes de sus contenidos; cuando, por ejemplo, se piensa que la doctrina cristiana de los sacramentos está ya sustancialmente "terminada" con la teología de Santo Tomás de Aquino, y con las definiciones del Concilio de Trento, entonces la formación en la fe, se verá ante todo como el deber del estudio de un sistema que ya ha sido escrito de manera definitiva, sin que se deba plantear la posibilidad de nuevos enfoques.

Hay que tener en cuenta que los "sistemas" de pensamiento son organizaciones de la visión de la realidad fuertemente "interpretativos", es decir, sustituyen la realidad por interpretaciones racionales bien ordenadas y fácilmente inteligibles. Estos sistemas suelen mostrarse afines con determinadas visiones del mundo, del hombre, y también de la sociedad. Entonces, la crisis de la sociedad tiende a identificarse con crisis de la misma fe. Cuando el siglo pasado entró universalmente en crisis el "Ancient Regime", muchos cristianos se sintieron inclinados a defenderlo en nombre de la fe. Pensaban que si se caía aquel sistema político, se tambalearía necesariamente la fe cristiana y la misma Iglesia.

4. Riesgos de la defensa de la fe

La defensa de la fe se debe distinguir cuidadosamente de la defensa de sus concretas formulaciones racionales y, más aún, de los sistemas sociales a que la visión de los cristianos dio lugar en épocas históricamente pasadas.

Quizá esta distinción no sea fácil de realizar, pero hay algunos criterios bastante claros que pueden ayudar a identificarla.

En la historia hay casos muy claros en que figuras, por lo demás muestras egregias de santidad, que se alzaron con la bandera de la defensa de la fe, en realidad estaban defendiendo una visión de la fe que era muy angosta y reducida. San Bernardo, por ejemplo, atacó violentamente el intento de Pedro Abelardo, cuando éste intentaba aplicar la racionalidad lógica a la inteligencia de la fe, porque lo consideraba una degradación racionalista de la fe pura. Le parecía que aplicar a la fe sobrenatural la filosofía de hombres paganos como Aristóteles, no podía suponer sino una corrupción de la pureza de la fe cristiana. Ciertamente el intento de Abelardo era aún titubeante y no carente de limitaciones. Pero los grandes pensadores de la Escolástica, como Santo Tomás de Aquino, o San Buenaventura, o el Beato Juan Duns Scoto, son más continuadores del proyecto de Abelardo que de las reservas de San Bernardo. Por eso, el celo del gran fundador del Císter contenía en sí mismo algo de dudoso. Por supuesto, cuando San Bernardo atacaba a Abelardo, pensaba que no lo hacía por defender opiniones suyas personales, sino por defender algo que era la misma fe que Jesucristo había entregado a su Iglesia. Pero la pasión con que se alzó como defensor de la fe, la seguridad con que se erigió en juez del pensamiento de Abelardo, a quien no entendía, mostraba que estaba tratando la fe de una manera demasiado propia, estaba esgrimiendo los argumentos sobrenaturales de un modo tan poco abierto y considerado, que en muchos de los mejores espíritus de su tiempo, suscitó justificadas reservas. Más prudente fue Pedro Venerable, abad de Cluny, porque fue más abierto, y no vinculaba precipitadamente la pureza de la fe, con el rechazo de toda novedad en la forma de pensamiento.

Seguramente San Bernardo actuaba movido por lo que él creía un impulso de fidelidad a la fe sobrenatural. Él pensaba que no estaba defendiendo nada propio, sino únicamente la fe de la Iglesia, en la cual no se podía transigir. Pero el modo en que se cerró a la novedad, y la violencia con que juzgó a la persona a la que se oponía, muestra que trataba la fe de una manera inadecuada. Él mismo, al final de su vida, sintió que se había dejado llevar más de una vez por una "nimia nimietas", una "excesiva excesividad", una pasión que por ser demasiado ardiente y apasionada, le aparecía al final como de dudosa autenticidad.

Ejemplos parecidos hemos contemplado en nuestros días ante intentos teológicos que se han mostrado en pocos años extraordinariamente enriquecedores para la misma fe. Algunos de los teólogos que a fines de los años sesenta eran considerados por los más celosos como llenos de peligros, al cabo de muy pocos años se han mostrado defensores providenciales de la fe de la Iglesia en un mundo que cambia. En estas últimas décadas se alzaron algunas voces muy apasionadas en contra de proyectos teológicós que no se identificaban con los modos y las expresiones de la neoescolática. En algunos casos, se ha llegado a condenas virulentas y casi a anatematizaciones públicas, y a reprochar a las más altas instancia del Magisterio el que no intervinieran con todo el rigor de la condena formal.

Las figuras que adoptaban esta actitud no han sido, en general, grandes teólogos, sino eclesiásticos o simples cristianos especialmente sensibles a la "situación del mundo" en que los valores cristianos ya no determinaban de manera inmediata, como se consideraba que debía ser, los elementos configuradores de la sociedad humana. Eran personas que advertían con profunda inquietud el advenimiento de una formas sociales en las que las verdades cristianas no iban a estar protegidas directamente desde el ejercicio del poder político.

5. La defensa de la fe en la Iglesia

El Señor no garantizó la fidelidad que la Iglesia había de guardar a su doctrina y a su obra, a un documento jurídico, o a unas formulaciones exactas e inequívocas, sino al envío del Espíritu Santo. Si no fuera descabellado, podría pensarse que el Señor actuó de manera un tanto imprudente, pues parece que con una pocas indicaciones claras se podrían haber evitado tragedias tremendas de cismas y de rupturas de la unidad de la Iglesia. Por eso vale la pena tratar de deducir algunas consecuencias del modo de actuar del Señor, para así poder entender cómo debe ser la verdadera defensa de la fidelidad al legado sobrenatural del Redentor a su Iglesia.

El hecho de que Jesucristo confiara la fidelidad de la Iglesia al Espíritu Santo, nos hace ver que la defensa de la fe, tiene su ámbito propio en el modo de actuar del Espíritu divino. Sabemos que la acción del Paráclito no es de tipo "eficiente", sino que se encuentra más bien en el orden de la causalidad "formal". Esto significa que lo que protege a la Iglesia no es un factor del tipo del gobierno que interviene enérgicamente cuando se vislumbran desvíos, sino que es algo parecido a lo que se expresa cuando se dice que es "el amor" el que protege a la familia. El amor no es ningún sujeto externo que pueda tomar medidas cuando alguien amenace romper la unidad, sino una cualidad que impregna los corazones en virtud de la cual esos mismo corazones se mantiene unidos.

Juan Pablo II ha dado muestras claras de actuar según este criterio. Su empeño por vigorizar la unidad de los cristianos se ha basado sobre todo en fomentar el "espíritu", encender la fe, transmitir su misma devoción a Jesucristo, recordar a los hermanos separados que tienen una historia de heroísmo en la fidelidad a la Persona de Cristo. Cuando se ha visto en el trance de tener que decidir claramente ante situaciones conflictivas, ha apelado más al espíritu de las personas que a sus propias decisiones de gobierno. Ha habido quien le ha acusado de ser remiso a la hora de tomar decisiones drásticas. Pero él ha preferido apelar al corazón de las personas y de las instituciones, porque sabe que ciertas actitudes han de nacer del corazón o, en caso contrario, son necesariamente ineficaces. Con este modo de actuar, el Papa ha mostrado un fe práctica en la acción propia del Espíritu Santo como "alma" de la Iglesia.

Por eso mismo Juan Pablo II ha actuado con un sorprendente respeto ante los impulsos de las diversas instituciones que ha contemplado en el seno de la Iglesia, aunque es seguro que no sintonice con algunas de ellas. Podría decirse que ha respetado y fomentado todo lo que podría ser un soplo del Espíritu, con la confianza en que si no es de Dios, morirá solo.

Esto no implica una debilidad, sino justamente lo contrario. Cuando se cree de verdad en la fuerza del espíritu, no se ve la necesidad de actuar con medida externas de imposición disciplinar. La Iglesia de los Padres no se apoyaba en la rigidez de sus gobernantes, sino en la riqueza de espíritu de sus miembros.

Ese modo de hacer es una señal clara de que la Iglesia no es una sede de fanatismo. El fanatismo es en el fondo un signo de debilidad. "El fanatismo de la pasión es aparentemente la antítesis del cientificismo. En él, el individuo se niega a darse por enterado de la significación "objetiva" de su acción: se encierra en su vivencia subjetiva, obra, sufre, valora y no acepta ninguna relativización de lo que para él es efectivo. Como Don Quijote, desafía a todo el que no quiera confesar que Dulcinea del Toboso es la más bella dama del orbe. Sin embargo, esta "fanática" indiferencia del "amour fou" frente a cualquier parecer exterior tiene en sí -tanto como la propia tarea científica- el relativismo como veneno mortífero. En la medida en que se niega a percibir todo significado de su obrar que trascienda su propia perspectiva, el fanático muestra con la mayor evidencia que no cree en absoluto en la realidad que defiende. Secretamente sabe que su modo de ver las cosas no resiste un examen "desde fuera". Por eso no se expone en modo alguno a esa prueba. El fanático renuncia a convencer a los otros. Le basta con estar él mismo convencido y con que nadie le contradiga. Esto es, sin embargo, la muestra de que él no está en absoluto realmente convencido. Se parece al soñador que empieza a notar que sueña, pero que intenta demorar el despertar para poder ulteriormente considerar el sueño como realidad, pues en el fondo el fanático cree también que la "verdadera realidad" es aquella que expropia el propio agente de sí mismo" (Robert Spaemann, "Felicidad y benevolencia", Rialp, Madrid 1991, pp. 221-222).

Ciertamente ha habido casos en que se ha hecho necesaria la medida disciplinar, porque los cristianos necesitan también de la disciplina, pero con sumo cuidado de que eso no suponga poner la confianza en unos medios que han de ser siempre secundarios. La confianza en la unidad y en el vigor de la Iglesia no puede radicar en su fuerza organizativa, ni en su disciplina implacable, ni en un cerramiento a todo diálogo sino, hoy como ayer, en la donación del Espíritu, que es el único que puede garantizar al mismo tiempo la unidad perfecta y la libertad plena propia de los hijos de Dios.

6. El deber de cada cristiano de defender a fe

Cada cristiano tiene el deber de defender su propia fe frente a los asaltos de las dificultades que inevitablemente encontrará en el camino de su vida. Esta defensa se refiere ante todo a la fe sobrenatural que Dios le ha concedido haciéndole encontrar a Cristo y tiene lugar sobre todo en el seno de su propia intimidad, en el sagrario de su alma, que es donde se cree, y también donde se libran las batallas más de fondo sobre la fe cristiana.

Un aspecto importante de la defensa de la virtud de la fe por parte del cristiano es el deber acrecentar esa fe para que sea viva. La fe se defiende ante todo viviéndola, haciendo que sea fe de vida, operativa. Por eso el cristiano debe defender su fe procurando que se traduzca en su vida, de manera que venga a ser una auténtica "vida de fe". Esta expresión puede entenderse en dos sentidos. Por una parte está el sentido de vivir en confianza y abandono en manos de la providencia paternal de Dios. Este sentido considera la fe sobre todo desde el punto de vista de que es una virtud sobrenatural, que es la que tradicionalmente se ha denominado "fides qua (de fides qua creditur", la fe por la que se cree). Por otra parte, la expresión "vida de fe" puede entenderse desde la perspectiva de que la fe tiene una serie de contenidos intelectuales que engendran de suyo una visión del mundo, y que esa visión de la realidad y de las personas da lugar a un tipo de comportamiento determinado. La fe en cuanto cuerpo de doctrina o conjunto de contenidos intelectuales, es lo que se llama tradicionalmente fides quae (de fides quae; creditur, la fe que se cree).

En realidad, en la fe cristiana esta distinción, aunque pueda se útil para los estadios penúltimos de la revelación, cuando la revelación llega a plenitud, este distinción pierde vigencia. En efecto, en la plenitud, la revelación ya no es un conjunto de verdades más o menos divinas, sino la Verdad infinita, que es el Hijo eterno del Padre, que ya no es una proposición ni se expresa en un conjunto de proposiciones, sino que es una Persona. Las proposiciones se entienden, pero las personas sólo se pueden "poseer" en la entrega mutua. La posesión de la Verdad personal, es inseparable de la entrega a la verdad Personal.

Estas características de la plenitud de la revelación y autocomunicación de Dios en Cristo, abren un nuevo modo de tratar intelectual o teológicamente la fe. Ya no se deberá contar tanto sobre los problemas inmediatamente gnoseológicos, cuando sobre la realidad dialógica del hombre. La base de razón natural propia para una teología de la fe ya no deberán ser tanto las cuestiones de la teoría del conocimiento o del razonamiento lógico, cuando aquellas que se refieren a las relaciones interpersonales. Ciertamente en la fe hay también conocimiento intelectual, pero cuando nos encontramos en la fe propiamente cristiana, los contenidos inteligibles de la fe están intrínseca e indisolublemente involucrados en la misma experiencia de la relación personal con Cristo.

La fe cristiana no debe ser defendida solo desde la argumentación racional teológica. Pero tampoco desde la apología del puro amor como entrega personal. Más bien hay que advertir siempre que la entrega personal está cargada de implicaciones "intelectuales", de modo semejante a lo que se expresa cuando el enamorado dice a la amada que ella "ha vuelto los misterios del revés"; y, al mismo tiempo, ha que tener siempre en cuenta que el conocimiento más profundo de las verdades de la fe, debe llevar de suyo a un amor más intenso por Aquel que es la plenitud de los misterios revelados.

Una defensa de la fe que se mantuviera en la vigilancia de la ortodoxia doctrinal, sería necesariamente insuficiente, si no se articulara con el amor testimonial de Cristo. Por esto, la defensa personal de la fe, debe tener como elemento esencial el "dar razón de la esperanza", más que argumentar en el plano puramente intelectual. La enseñanza de la fe, también en los ámbitos intelectual-teológicos, debe ser una tarea esencialmente personal. La fe cristiana es tal que no puede ser mostrada adecuadamente desde una pretensión de mera exactitud aséptica o impersonal. La fe no puede ser presentada de modo desencarnado. La pretensión de que la fe se predique de manera que no "aparezca" la persona del predicador, es una pretensión que, en el fondo, es contraria a la misma fe.

La experiencia de quien asiste a lecciones o predicaciones de la fe cristiana, ha de ser necesariamente una experiencia humana plena y no meramente una experiencia "intelectual". Aunque los libros puedan cumplir un papel importante en la pedagogía de la fe, ésta requiere de suyo que esté presente en una vida humana concreta. Al mostrar o explicar la fe, esta vida concreta del que enseña, no debe moverse en un ámbito de argumentaciones teóricas, sino que ha de trasparentar que, sobre todo "es poseído" por la Verdad, más que "poseerla" como contenidos teóricos en su inteligencia.

El "ser poseídos" por la Verdad implica tener el Espíritu de Cristo, en el cual tiene lugar la unión vital con Él, y el Espíritu de Cristo es el Amor consubstancial del Padre y del Hijo, el Amor fontal. Por eso se puede afirmar que "sólo el amor es digno de fe": sólo quien ama merece ser creído.

El amor y la comunión con Jesucristo que el Espíritu induce en la persona que cree, debe llevar a buscar "entender" racionalmente lo que ya se posee al estar en unión al Verbo. La llamada tradicionalmente "fe del carbonero" expresa el aspecto de confianza personal, pero esta entrega confiada sería equívoca, si el que afirma tenerla quedara satisfecho con esa situación, y no buscara explicitarla en la dimensión intelectual y racional de su persona.

7. El riesgo del "celo"

Las personas que, en la práctica, identifican completamente la fe con determinadas manifestaciones culturales o con alguna de las construcciones intelectuales que se han elaborado a lo largo de la historia, se manifiestan con un celo particular en la defensa de lo que consideran un legado divino sobre el que no les está permitido transigir. Estas personas quizá están convencidas, como se ha dicho antes de que están defendiendo a Dios mismo, y allegado de salvación que Cristo ha dejado a su Iglesia. Por este celo, esas personas pueden llegar a arrasar a las personas, y a tratar de agostar manifestaciones de la vida de fe, que son plenamente legítimas. Una cuestión importante que surje entonces es "qué actitud tomar ante estos celosos indiscretos de lo sobrenatural".

La cuestión no es ciertamente sólo teórica. Se plantea muy en la práctica, cuando, por ejemplo, se defienden posiciones que son evidentemente "de parte" esgrimiendo argumentos que involucran inmediatamente lo sobrenatural, y la unión con Dios. Esas personas celosas, parecen identificar completamente la propia situación institucional o cultural con la fidelidad estricta a Jesucristo.

Frente a esta realidad, me parece que la actitud debe ser muy prudente, de manera que la defensa propia no derive inmediatamente en un ataque a la posición de aquellos que defienden imprudentemente la fe. No se debe menospreciar la angustia de quienes ven que los logros culturales de la fe, o que las formas concretas en las que han vivido la fe, se tambalean y se muestran contingentes. Es un caso parecido al que vivió la Iglesia en el Concilio de Jerusalén: muchos convertidos al cristianismo naciente habían vivido en el seno de la tradición del Pueblo elegido, y es muy comprensible que no pudieran admitir que aquellas leyes venerables, de origen ciertamente divino, habían caducado para siempre. Aún entonces se mantuvo el precepto de no comer carne sin desangrar, aunque luego, poco después, decayera también ese precepto.

La actitud práctica ante esos defensores apasionados del espíritu, debe ser siempre, de caridad. No se trata pues de desenmascarar ante todo las limitaciones estrechas de sus planteamientos, o de reprocharles el escondido apego a unas formas temporales contingentes e incluso falsas, sino ante todo el mostrar la comunión en lo esencial. Puede ser, ciertamente que en muchas de esas defensas celosas del espíritu haya en efecto, mucho apego a cosas temporales, pero el cristiano debe ser comprensivo y evitar en lo posible, todo aspecto que pueda resultar chocante para los que desde este punto de vista se manifiestan como los "pequeños". Nunca es buena señal de tener el amor de Cristo el gozarse en escandalizar a los que quizá no han tenido otra forma de acceder al misterio que a través de unas instituciones muy visibles.

De todas formas, es frecuente que el celo imprudente se manifieste en un ataque explícito a los que pretenden vivir su unión con Cristo de una forma más libre e independiente de las formas institucionales determinadas, y más aún a los que tratan de abrir formas nuevas de vivir la fe. Entonces la actitud que se debe adoptar es la de la huida de esos ataques, el ignorarlos, sin caer en la tentación del contrataque. Hay que tener en cuenta que sólo los más fuertes de espíritu, y quizá también de temperamento, serán capaces de vivir serenamente la unión con Cristo en medio del asalto de los "institucionalistas" del tipo que sean.

En cualquier caso, será el momento de afianzar la autenticidad de la propia vida cristiana, aún sin el apoyo de instancias institucionales que pretendan garantizarla. Sobre todo, en los tiempos de crisis, personal o institucional o cultural, los esencial es salvar la fe, la comunión con Jesús, la propia vida en el Espíritu Santo. Quien vive esa situación ha de volverse siempre más a los fundamentos inconmovibles de la fe, al Evangelio, al Catecismo de la Iglesia Católica, y sobre todo a la oración, a la penitencia personal, a la búsqueda de la santidad con la ayuda de buenos maestros.

FIN DEL LIBRO

Antonio Ruiz Retegui
Madrid, febrero 2000

Anterior

Arriba

Volver a Libros silenciados

Ir a la página principal

Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?