Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
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Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 4. LA FORMACIÓN Y EL GOBIERNO DE LOS HOMBRES

1. Contenido de la formación

La persona humana se caracteriza frente a las demás criaturas del mundo en que sus acciones son propias de una manera específica, pues le pertenecen de modo pleno en cuanto que la persona, por su libertad, es principio de su actuación.

Las acciones, cuando son propia y plenamente de la persona, no son como eslabones de una cadena de causalidades, es decir, no se pueden retrotraer a una serie de causas previas, sino que tienen un principio en cierto modo absoluto en la causalidad específica de la criatura racional. La existencia de la persona humana es un factor de novedad en el mundo. Si el hombre no existiese, conociendo la situación de todas las cosas del universo en un momento dado, podríamos saber cómo serán las cosas en cada momento del futuro, de la misma manera que sabiendo la posición de los astros en un instante determinado, podemos saber cuál será la posición el cualquier momento del futuro.

La libertad humana consiste precisamente en eso, en la capacidad de "dar" lugar a una "novedad". "Dios creó al hombre para que en el mundo hubiera "inicios" dice San Agustín. Por esto, cuando se trata de entender el comportamiento de alguien no se debe remitir a la serie de condiciones previas a ese comportamiento o a las influencias que ha recibido, como se hace cuando priva el empeño de buscar responsables de la conducta de otra persona. Ese empeño es propio de una visión mecánica del mundo. Las acciones humanas no se pueden "explicar" refiriéndose a los factores antecedentes, sino que hay que tener en cuenta como elemento decisivo la capacidad de dar origen a una novedad radical, en que consiste la libertad.

Pero este ejercicio de la libertad humana se cumple con todo su alcance solamente con aquellas acciones que son propiamente humana en sentido pleno. Hay, en efecto, otras muchas acciones que sólo relativamente pertenecen a la persona y que sí se pueden explicar por influencias anteriores.

Por eso es decisivo entender que no todas las acciones que realiza una persona le pertenecen de igual manera. Las acciones de la persona humana, son propiamente suyas cuando esas acciones no son realizadas de manera inducida o "causada" desde una instancia exterior a la persona, sino que tienen su origen en la forma de causalidad que denominamos libertad. A este respecto decía Santo Tomás de Aquino: "La persona es libre cuando se pertenece a sí misma; el esclavo, por el contrario, pertenece a su dueño. Así quien actúa espontáneamente, actúa libremente, mientras que quien recibe su impulso de otro, no actúa libremente. Así pues, quien evita el mal, no porque es un mal, sino porque hay un mandamiento de Dios, no es libre. Por el contrario, quien evita el mal porque es mal, éste es libre" (Comentario a la II Epístola a los Corintios, capítulo 3, lección 3).

Condición indispensable para que una acción pueda considerarse propia, es decir, libre, es que sea conocida, en su calidad esencial, por el que actúa. Este conocimiento puede ser de origen diverso, pero es decisivo que sea verdadero conocimiento que pertenezca al que actúa, y que ese conocimiento tenga tal fuerza que sea realmente orientador de la acción. La persona libre se guía en su acción por la realidad en cuanto conocida por ella. En cambio, la persona no es libre cuando no alcanza la realidad sino que recibe la orientación de su acción desde una instancia externa a ella. En este sentido la acción no libre es semejante a la de un ciego que no puede percibir la realidad y es conducido por otro.

No basta, pues, remitirse a la bondad o a la malicia de la acción en sí misma para que podamos calificar la de libre: es decisivo tener en cuenta también que la dinámica interna de la acción en la persona sea tal que la acción le pertenezca en sentido pleno.

Hay muchas maneras de que la acción no pueda calificarse propiamente de madura o libre. Estas maneras son tantas como las formas que puede tener el hecho de que la acción no nazca del conocimiento de la cualidad de la acción por parte de la persona que actúa. Así, por ejemplo, quien actúa "abandonándose" simplemente a los "lugares comunes", o a las pautas convencionales de comportamiento, no posee esas acciones en plenitud y, por tanto, no puede ser considerado plenamente libre. También, quien se deja llevar por el puro sentimiento o por el estado de ánimo, no actúa desde la raíz más auténtica de la acción humana y, por eso, su comportamiento no es plenamente maduro y libre.

Análogamente, quien, por la razón que sea, actúa remitiéndose a las indicaciones de otra persona, no es plenamente libre. Por esto, la obediencia, para ser conforme a la libertad, debe llevar consigo un conocimiento de la naturaleza de sus acciones y de las razones que le llevan a aceptar la autoridad de aquel a quien obedece. Pero en todo caso, la obediencia a una autoridad que impera acciones concretas, no puede dar lugar a acciones tan plenamente propias como las que nacen del conocimiento de la realidad: en cuanto que esas acciones tienen su principio fuera del sujeto que actúa, aunque, como dice santo Tomás, ese principio sea la misma ley de Dios, son menos propias que las que nacen del conocimiento de la realidad. Por eso, en la plenitud de la revelación Dios no revela simplemente una ley, sino que da conocimiento de la realidad. En la religión cristiana, la revelación no remite primariamente a una ley, como en el caso de la religión judía, que se remite ante todo a "la Ley", la "Torah", sino que tiene primariamente el carácter de una "fe", de un cuerpo de doctrina sobre la verdad de Dios, del hombre y del mundo. De esta manera la acción del cristiano puede y debe ser consecuencia de un conocimiento de la verdad de su obrar.

Esta visión de la acción humana libre, es esencial para poder juzgar la actuación de las personas y el grado de "propiedad" que tienen sus acciones. Ciertamente no son excesivamente frecuentes los casos en que las personas actúan con una libertad tan plena, pero es importante tener en cuenta que las realidades y las situaciones imperfectas, deben ser conocidas desde lo que es su perfección y, por eso, sólo cuando se entiende cómo deber ser la acción humana "cumplida" de la persona, se pueden entender adecuadamente las acciones humanas menos plenas.

Además de las condiciones "internas" en la persona que actúa, es necesario un "ambiente" propicio a la acción libre, que es el ámbito de la libertad. Los hombres más ricos de vida detectan cuándo se encuentran en un ámbito libre. Pero casi todas las personas experimentan el gozo de un ambiente en que pueden actuar libremente. Por eso cuando se habla de libertad hay que distinguir la mera libertad interior del ser espiritual, y la libertad en cuanto cualidad de un determinado ambiente o sociedad. Así, hay veces que se dice que el hombre es siempre libre, pero otras veces se clama pidiendo libertad. La relación entre estos dos significados de la palabra "libertad" se encuentra en que la falta de libertad ambiental no sólo impide el despliegue pleno de la libertad personal sino que además suele repercutir en las condiciones orgánicas de la libertad de la persona humana.

Es difícil definir cómo son los componentes de estos ámbitos de libertad, pues no es estrictamente algo concreto que pueda añadirse como un ingrediente más a un ambiente ya dado. Son ámbitos en que las capacidades de acción y de vida se ven estimuladas y favorecidas. Un ejemplo de ese tipo de ambiente es el que se suele encontrar en algunas de las grandes universidades. Allan Bloom describió expresivamente el ámbito de libertad que encontró cuando llegó a la Universidad de Chicago:

"Se respiraba una atmósfera de libre investigación, y por eso, se excluía lo que no la ayudaba o lo que le era hostil. Allí se podía distinguir lo que es importante de lo que no lo es. La universidad protegía la tradición, pero no en cuanto tal, sino en cuanto que ésta proporcionaba ejemplos de debates de nivel exclusivamente elevado. Contenía maravillas y hacía posibles amistades basadas sobre la experiencia común de tales maravillas. Sobre todo había allí algunos pensadores verdaderamente grandes, pruebas vivientes de la existencia de la vida especulativa, cuyas motivaciones no podían ser precipitadamente reducidas a ninguna de aquellas que la gente gusta de considerar universales. Esos maestros tenían una autoridad que no se basaba sobre el poder, el dinero o la familia, sino sobre una cualidades naturales que, con toda justicia, imponían respeto. Las relaciones entre ellos, y entre ellos y los estudiantes, eran la revelación de una comunión en la que hay un verdadero bien común. (...) Los años me han hecho ver que gran parte de todo esto existía solamente en mi imaginación entusiasta y juvenil, pero no tanto como se podría suponer. Las instituciones eran mucho más ambiguas de cuanto hubiera podido sospechar y ante el embate de vientos contrarios se han mostrado mucho más frágiles de lo que parecían. Pero vi allí auténticos pensadores que me abrieron mundos nuevos. La sustancia de mi ser ha sido plasmada por libros que he aprendido a amar. Me acompañan cada minuto de cada día de mi vida, haciéndome ver y ser mucho más de lo que habría podido ver y ser si la suerte no me hubiese colocado en una gran universidad en uno de sus momentos más grandes. He tenido maestros y discípulos de esos con los que se sueña. Y, sobre todo, tengo amigos con los cuales compartir pensamientos sobre lo que es la amistad, con los que hay una comunión de almas y en los cuales está activo el bien común del que acabo de hablar. Todo esto, naturalmente, mezclado con las debilidades y las fealdades que la vida conlleva. Nada de todo esto borra las bajezas que hay en el hombre. Pero también sobre ésas deja su impronta. Ninguna de las desilusiones que he padecido en la universidad (...) me ha hecho dudar jamás de que la vida que me ha permitido ha sido la mejor que hubiera podido vivir. Nunca consideré que la universidad debiera depender de la sociedad que la rodea. En todo caso he pensado y pienso que es la sociedad la que depende de la universidad, y bendigo la sociedad que permite para unos cuantos una especie de eterna infancia, una infancia cuya alegría y fecundidad puede ser a su vez una bendición para la sociedad. Enamorarse de la idea de la universidad no es ninguna locura, porque sólo con ella se puede vislumbrar lo que uno puede llegar a ser. Sin ella todos los espléndidos resultados de la vida especulativa se deslizan hacia el barro primordial, sin poder volver a salir. Las desmitificaciones fáciles de nuestro tiempo no podrán destruir su imprescriptible belleza. Pero sí pueden oscurecerla, y de hecho la han oscurecido" ("The Closing of the American Mind")

Un ambiente de libertad no puede ser fruto solamente de la organización material y menos aún de las meras disposiciones legales. Se podría decir que es necesariamente fruto de un espíritu personal. Hay personas que engendran alrededor de sí un ámbito específico de alegría de vivir y de libertad que es maravilloso. Este espíritu no se puede dar por el hecho de tener muchos conocimientos o por un simple "dejar hacer". El espíritu de libertad es algo esencialmente positivo, que procede de la riqueza vital de quien lo da. Sólo puede dar lo un "maestro" de libertad. Además para dar ese espíritu la persona que es su fuente ha de darse, a semejanza de Cristo que, desde su sacrificio en la Cruz, entregó "su espíritu".

Como decía, la criatura humana tiene una dinámica interna propia que hace que si sus acciones no son conformes a su naturaleza libre, su misma naturaleza orgánica puede llegar a resentirse gravemente. Aunque los elementos de la naturaleza como principio de operaciones sea compleja, constituyen una unidad, y si se estimulan o se imperan separadamente, la unidad activa de la persona se distorsiona y la fuerza vital de la naturaleza decae. Puede asegurarse que buena parte de las depresiones que abundan en ciertos ambientes tienen su origen de estos "violaciones" de los principios activos de las personas.

El ser humano no es un espíritu separado, necesariamente vive en un "mundo", en una historia, y, por eso, este ambiente de libertad es condición indispensable para que se desarrolle la vida en toda su riqueza. Esto se insinúa ya incluso en la vida infrahumana. Hay muchas especies animales que cuando viven en cautividad casi nunca se reproducen. Las funciones más complejas se paralizan cuando se advierte la falta de libertad. En la cautividad esos animales pueden tener una seguridad mayor, y pueden tener cubiertas más plenamente las necesidades puramente biológicas de alimentación y salud, pero perciben "algo" que les anula las funciones vitales más complejas y delicadas. Esto puede ser una muestra de que la libertad no es solamente una cualidad que radique en el espíritu separado, sino que tiene su incidencia en las dimensiones inferiores de la existencia, hasta en la mera biología.

Cuando los seres humanos están en un ámbito en que la libertad es dificultada, su constitución anímico corporal se resiente de diversas maneras. Una de ellas es, sin duda, la depresión. Pero otros trastornos funcionales, especialmente los que radican en las funciones digestivas, como la anorexia o la bulimia, tienen seguramente el mismo origen. Entonces para curar estas disfunciones, no bastan los remedios farmacológicos o psicológicos concretos, porque su raíz se encuentra en el modo como la persona se sitúa en el mundo o en la existencia.

Los psiquiatras son expertos en el funcionamiento del complejo principio activo de la persona o en la intervención farmacológica en ese funcionamiento. Pero dado que el conocimiento en que se apoyan suele ser la mayoría de las veces de tipo técnico, es decir, consideran las fuerzas activas de la persona al modo de los artefactos, sus remedios no suelen superar el nivel técnico. Es necesario un conocimiento de la naturaleza humana en su alcance unitario y teleológico. Si la naturaleza teleológica humana no es fielmente respetada, sus disfunciones podrán repararse relativamente en el nivel biofisiológico, pero los desequilibrios de fondo quedarán intactos y continuarán distorsionando más o menos gravemente los componentes o elementos vitales de la persona en cuestión. Una úlcera de estómago, cuando es detectada, puede y debe ser tratada directamente con fármacos adecuados, pero, si tiene su origen en una tensión psicológica excesiva, el tratamiento bioquímico será insuficiente.

2. La educación para la madurez

La persona humana no alcanza la situación adecuada para su actuación plenamente libre, desde el momento del nacimiento. Es necesario el proceso de maduración que denominamos educación.

El proceso de la primera educación de las personas que nacen a la vida humana tiene unas características propias que, en cierta medida, son exclusivas de la infancia. En efecto, en la educación infantil se debe poner en acción todo el conjunto de las potencias operativas de la persona, por eso a los niños se les debe enseñar, no solamente los principios de fondo que llenarán su inteligencia, sino que además hay que ir adiestrando cada una de sus potencias activas para que luego puedan responder con fidelidad a los dictados de la razón. A los niños se les va enseñando a andar correctamente, a manejar con soltura los cubiertos en la mesa y los útiles de escritura, a respetar y a saludar a los demás, a comer en la mesa junto con otras personas. Hay todos un conjunto de acciones que van encaminadas a que la persona que comienza a vivir esté en condiciones de usar de sus facultades activas con soltura. Pero, al mismo tiempo, es muy importante que las pautas de actuación que se utilizan para adiestrarlos no predeterminen su acción futura, sino solamente que sus capacidades activas le respondan armoniosamente.

Además los actos que se inducen en los niños tiene la misión de hacerlos sintonizar con las acciones buenas y con las realidades nobles y bellas. El ser humano tiene una sorprendente capacidad de aprender que hace que, cuando realiza acciones grandes y buenas o se pone en relación con cosas grandes y nobles, no solamente alcanza esa acción o esas realidades en su realidad aislada y concreta, sino que es capaz de alcanzar una cierta afinidad con el bien, con la verdad, con la belleza. En esta afinidad consiste la virtud. Por eso la virtud es más que la mera práctica o "acostumbramiento" de realizar determinadas acciones o de conocer unas realidades concretas. La virtudes auténticas implican afinidad con dimensiones de la realidad que capacitan a la persona no sólo para repetir mecánicamente lo que ha aprendido, sino para descubrir o realizar situaciones inéditas, es decir, para ser propiamente creativa. En esta capacidad creativa consiste la libertad.

Por eso, una buena educación no debe encerrar a las personas en frases hechas y en actitudes estereotipadas. Eso sería forzar a las personas a un formalismo rígido. Más bien deberá encaminarse a dar paso a una situación en que esa persona pueda actuar con madurez según el modelo que hemos expuesto en el párrafo anterior. Esto es semejante a la educación que recibe un estudiante de piano. En las primeras lecciones se deberá enseñar el solfeo y el uso adecuado de ese instrumento musical. Pero esa educación se encamina a que, llegado determinado momento, el sujeto sea capaz de interpretar personalmente las partituras e incluso componer piezas nuevas.

Si la educación fuera rígida y las pautas del comportamiento predeterminado fueran demasiado omniabarcante, es decir, si a los niños se les enseñara detallando demasiado cómo debe ser su actuación en todos los casos posibles que se presentan en la vida, se estaría impidiendo que llegaran a actuar desde dentro de ellos mismos, y entonces inevitablemente quedarían encerrados en un mundo de "lugares comunes". Entonces, sus acciones, en vez de nacer de su interior, remitirían simplemente a las pautas que estuvieran vigentes en el ámbito de su educación. Esto es lo que sucede cuando quien educa pretende que el niño actúe siempre de la manera concreta que se le ha indicado, sin apartarse nunca de ella. Entonces el educador celoso está constantemente corrigiendo a su pupilo y no le deja el espacio mínimo para que el niño vaya haciendo propia su actuación. Esa educación no se limita a dar principios de fondo, por una parte, y, por otra, la destreza suficiente para llevar una vida de acuerdo con esos principios, sino que impone el modo de vivir en todas sus determinaciones.

Esto sucede en los ámbitos en los que se desconfía de la libertad de cada persona y se pretende garantizar un comportamiento correcto en todos los casos sin dar lugar a ninguna espontaneidad por parte de las personas singulares. Entonces, quien ha sido educado de esa manera se mantiene siempre en un nivel un tanto infantil, y no llega nunca, o llega con muchas dificultades, a apropiarse plenamente de las acciones que realiza y de la actitudes que adopta.

En el fondo, la desconfianza de la libertad esconde una falta de seguridad, no sólo en la capacidad de la persona, sino en la connaturalidad que los principios de fondo que se han enseñado, tienen con el sujeto. Hay, en efecto, una gran diferencia entre unos principios de fondo arbitrarios, y aquellos principios que son connaturales a la persona. A esta connaturalidad se refería C. S. Lewis cuando describía su experiencia al llegar a la universidad de Oxford:

"Cuando recién llegué a la universidad tenía tan poca conciencia moral como pueda tener un muchacho. Una leve aversión a la crueldad y la tacañería era el máximo al cual podía llegar, de la castidad, la veracidad y el sacrificio personal, pensaba tanto como pueda pensar un mandril acerca de la música clásica. Por misericordia de Dios, caí en un grupo de jóvenes (dicho sea de paso, ninguno de ellos cristiano) que me eran suficientemente afines en lo intelectual e imaginativo como para establecer una amistad inmediata, pero que conocían la ley moral y trataban de obedecerla. Por lo tanto su opinión respecto al bien y al mal era muy diferente a la mía. Ahora bien, lo que sucede en esos casos, en nada se parece a que a uno le pidan que considere "blanco" lo que hasta ese momento ha llamado "negro". Los nuevos criterios morales nunca pasan a la mente como simples inversiones de criterios previos (aunque efectivamente los inviertan), sino como "señores a los que ciertamente se espera" (C. S. Lewis, "El problema del dolor", cap. I, la cita final es de S. T. Coleridge, "El poema del viejo marinero", parte IV, comentario: "y también su reposo, su país, su hogar, en el que pueden entrar sin anunciarse, como los señores a los que se espera y se recibe con silenciosa alegría").

El proceso educativo de las potencias es necesario, pero debe estar encaminado a dar paso a la situación de madurez en que la persona actúa desde sus principios internos. La confianza real en la libertad y en la fuerza interna los principios que se le dan a la persona y, consecuentemente, la confianza en la buena voluntad de ésta, debe manifestarse en que no se tiene un miedo excesivo a que las personas se equivoquen, porque se sabe que los errores son necesarios para aprender las lecciones verdaderas, es decir, aquellas que tienen realmente fuerza para configurar una vida. Los cuerpos vivos se muestran realmente sanos en que no solamente son capaces de actuar, sino también en que tienen la capacidad de sanarse cuando se aparecen los defectos o las enfermedades normales. Por eso una máxima del buen educador debe ser la de dejar que su educando se equivoque y él mismo aprenda a corregir sus errores remitiéndose a los principios de fondo que ha asimilado.

Todo esto tiene una manifestación inequívoca en el hecho de que la educación propia de los primeros tiempos de la vida, ha de dejar paso a una situación esencialmente distinta. La dirección de las personas maduras debe ser distinta de "la primera formación". El protagonismo que en nuestro mundo han tomado los pedagogos muestra que en el fondo se pretende un control continuo de las personas y que, por eso, se las mantiene en una situación constante de dependencia de los que gobiernan, es decir, en una especie de minoría de edad. "Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas" (Juan Pablo II, "Fides et ratio", n. 25, § 2).

Esos posibles defectos de la educación se ven favorecidos por la tendencia que tenemos los seres humanos a la seguridad. Los hombres deseamos la seguridad a veces más que la propia identidad y, por eso, muchas veces en las cuestiones más importantes nos remitimos de buena gana a las indicaciones de las autoridades más que a la responsabilidad personal. La madurez en la actuación es ciertamente muy arriesgada y requiere poner en juego todas las energías vitales, lo cual es muy comprometido y, además, muy cansado. Hay muchas personas que prefieren confiarse a "lo normal" y a "lo acostumbrado" antes que asumir excesivas responsabilidades. El amor a la posesión de un "título académico", o de un puesto de trabajo "en propiedad", o de una situación social convencional bien reconocida, es muestra de que se ama la seguridad antes que poner en juego toda la capacidad personal. Hay sociedades enteras que se rigen por estos criterios. Pero hay familias en las que se forma a los hijos con tal energía vital humana que casi se podría decir que se desprecian los títulos y las seguridades institucionales, y se enseña a confiar decisivamente en la cualidad creativa y en la iniciativa de cada uno.

Además quienes tienen la responsabilidad de la formación de otros, aunque con las palabras afirmen la fuerza configuradoras de los principios que propugnan, en la práctica con frecuencia dan muestras de desconfiar de ellos y de la libertad de las personas. Por eso son muchos los "formadores" de hombres, que se abandonan al "apasionado empeño por protegerlos. La carrera hacia sanciones o censuras cada vez más severas, hacia normas cada vez más particulares, la exasperada búsqueda de una reglamentación minuciosa de cualquier posible suceso, parecen darles seguridad en sí mismos: pero tendrán hijos inhibidos, ignorantes o díscolos. La "seguridad antes que nada" es un lema antivital por excelencia" (B. Torelló, "La espiritualidad de los laicos").

El buen educador o formador sabe que su misión debe llegar a un momento en que él mismo debe desaparecer, al menos en ese carácter determinador de actos concretos, y dejar que cada uno asuma libremente con responsabilidad las riendas de su vida. A partir de entonces, la formación deberá tener fundamentalmente el carácter de enriquecer y afianzar los principios de fondo. Ciertamente siempre será necesaria una cierta disciplina en las capacidades operativas pues, por la herida del pecado original, nunca son plenamente dóciles a la dirección de la razón iluminada por la verdad, pero esto debe ser claramente secundario y nunca debe ahogar la acción libre de las personas.

3. Los riesgos de la educación: seguridad versus libertad

Si la finalidad de la educación es disponer a la persona para que pueda cumplirse como tal persona, la educación tendrá también con un objetivo suyo la felicidad de esa persona. Pero ese objetivo debe ser esencialmente ulterior, no inmediato, ni buscado directamente o por sí mismo.

El cumplimiento de la persona es algo distinto de la actualización de sus potencia o de sus posibilidades, porque la persona trasciende el ámbito en que puede llevar a cabo sus acciones y la plenitud de su vida no se identifica con la realización de todas y cada una de sus posibilidades activas por separado. Además, las acciones se realizan en el mundo, pero la persona está llamada a la trascendencia.

La consecuencia de esto es que la educación debe dirigirse a la persona en cuanto que es la unidad que da cohesión a todas sus dimensiones operativas. Si la raíz de la acción, el corazón, es fuerte, la vida de la persona será también fuerte y unitaria. Todas sus potencias actuarán en concordia, y sus acciones serán acciones de "una" persona. En cambio, si la educación se dirige directamente a dar destrezas o pautas de acción concretas y aisladas, la persona como unidad radical queda en el olvido y, aunque pueda resultar un ser relativamente útil para ciertos fines, se pierde como tal persona. Esto es lo que sucede con aquellos que han aprendido ciertas destrezas concretas, pero han dejado de lado el fondo de su ser verdadero. Esas personas tienen, antes o después, implícita o explícitamente, la lacerante convicción de que no son ellos los que viven su vida, sino que la vida se les vive desde fuera, es decir, que son "utilizados".

Por el contrario, quien se resiste a adoptar comportamientos concretos y procura siempre que sus acciones le salgan de lo más íntimo, a veces parecen personas un poco "suyas", e incluso un tanto "indómitas", pero enseguida se advierte que son estas personas las que realmente viven la vida. Sus acciones no podrán ser tan exactamente dominadas o provechosas por los que gobiernan, porque son personas que no se dejan "instrumentalizar", ni se dejan tampoco inducir acciones concretas si estas acciones contrastan con lo que ven en su conciencia. No se dejarán encajar en un conjunto como una pieza en un artificio. No obstante, a la larga se percibe que son estas personas las que son capaces de realizar las acciones más propiamente humanas y defender los más grandes ideales.

Se puede llegar a juzgar que esas personas viven mal la unidad con los demás, especialmente porque son muy capaces de establecer relaciones muy personales y libres con otros con los que sintonicen especialmente y hablan libremente con ellos de las cosas más importantes, como es propio de las amistades profundas. Estas relaciones no son controlables por los que gobiernan y, por eso, suelen ver esas amistades como sospechosas de sedición. En realidad, la unidad que viven, o pueden vivir, es la unidad que no las disuelva en un conjunto. Ésta es la unidad más perfecta, la que no disuelve las personas en la unidad superior. En efecto, la unidad de Dios la debemos confesar "neque contundentes personas, neque substantiam separantes" (Símbolo "Quicumque").

Las personas bien formadas, las que son auténticas y dueñas en verdad de sus propios actos, resultan evidentemente algo incómodas para quien pretende un gobierno inmediato, de tipo técnico, pero son las que viven la vida de verdad y pueden colaborar de verdad a la realización de los grandes fines. Sus opiniones sobre la realidad que ven es una opinión que merece confianza, y no se remite a lugares comunes o una mera servidumbre a las dimensiones más superficiales de su existencia.

Además, cuando alguien es muy fiel a sí mismo y no se deja dominar por instancias externas o superficiales, es decir, cuando es sacrificada y fuerte, cuando sabe querer a los demás, podrá dar oído con confianza al juicio interior de su conciencia y de sus sentimientos, aunque este juicio se oponga a lo que le viene más desde fuera, sea la instancia que sea: la autoridad o sus pasiones.

Por esto es tan importante que las personas crezcan de forma armónica y en fidelidad a sí mismas. Sólo así cuando pasa el tiempo y maduran pueden ser personas capaces de confiar en sus opiniones formadas en conciencia. A veces se dice que las personas de conciencia recta y tranquila son temibles porque hablan desde la seguridad de su propia rectitud. Por esto mismo, cuando actúan desde ellas mismas y se resisten a abdicar de su conciencia, corren el riesgo próximo de ser acusadas de soberbias. Si crecieran en servidumbre a sus debilidades se verían siempre inseguras, dudando de si sus opiniones son rectas o se deben más bien a la debilidad de sus pasiones. Quien claudica ante las tentaciones del orgullo o de la sensualidad tenderá a refugiarse en los dictámenes de la autoridad, porque en el fondo se sabe llena de oscuridad y poco de fiar.

No es que estas personas sean de suyo imposibles de dirigir. Sencillamente reclaman un tipo de dirección que no las convierta en simples piezas de un conjunto. Ellas son un "todo de sentido", es decir, no se dejan integrar sin más en un pretendido contexto más amplio omniabarcante, no se les puede pedir que "actúen como se les indica" y que "se queden tranquilas". Por esto, cuando se pretende una acción de conjunto muy mecánica, estas personas son vistas con cierta desconfianza, y se las califica de "rebeldes" o "difíciles".

Al mismo tiempo, estas personas son intensamente sensibles a la dirección buena, que es aquella que se dirige equilibrada y armoniosamente a la cabeza y al corazón. En efecto, esas personas que actúan desde el fondo de su ser, advierten que necesitan un alimento constante de sus principios y de su visión de la vida. Por eso sintonizan enseguida con la formación que tiene en cuenta su capacidad personal de entender las cosas. Son más sensibles a la calidad de la formación que se dirige a la cabeza y al corazón, ávidas de doctrina rica, verdadera, que dé conocimiento de la realidad, para que pueda orientar la conducta. Lógicamente son más bien reacias a las indicaciones coyunturales o simplemente autoritarias.

A su vez, cuando están en puestos de gobiernos, ejercitan su misión dirigiéndose más al fondo de las personas que imperando actuaciones concretas. Por eso engendran ámbitos de libertad e inducen sentimiento de respirar aire puro. Hacen que quienes dependen de ellas actúen con conocimiento de la realidad, y desde ese conocimiento de la realidad. Su gran misión es poner constantemente a los demás en contacto con la verdad de las cosas, para que sepan responder a las interpelaciones de esa realidad desde los principios que cada uno tiene en su interior. Esto hace que su gobierno sea muy exigente porque reclama que cada cual ponga en juego toda su libertad y capacidad activa. Al mismo tiempo esa forma de gobierno resulta lógicamente un tanto "suave", y quizá será calificado de "débil" por quienes son inseguros y por eso pretenden seguridades inmediatas o proteccionismo por parte de la autoridad. En efecto, ese gobierno se ciñe fielmente a "gestionar la creatividad" y se niega a dar esa peculiar protección que es orientar en concreto toda la acción que cada uno ha de decidir con su libertad.

4. La tentación del gobierno asegurador

Cuando el gobierno no pone en primer lugar la confianza en la calidad humana y espiritual, y en la buena voluntad de aquellos a los que se dirige, se desconfía de la fuerza de la libertad y se alza la pretensión de establecer al .detalle todos los comportamientos, y resulta un gobierno que prima la cantidad de información sobre el ser y la conducta de los que debe dirigir. Entonces las referencias o los ejemplos se toman muy fácilmente del orden que existe entre los artefactos o de las organizaciones mecánicas de los hombres como son los ejércitos, cuya unidad es muy material, externa y, en definitiva, superficial. Si el gobierno decae hacia esta línea, los efectos serán relativamente satisfactorios a muy corto plazo, pero enseguida mostrarán sus peligros y sus graves limitaciones.

En un ámbito dominado por esa forma de gobernar a las personas, quizá no se temerán "sorpresas", porque los actos concretos habrán sido rígidamente determinados. Pero esto se logra al precio de no saber muy bien hasta qué punto quienes actúan como se les ha indicado son personas de fiar: sólo se han asegurado sus actos externos, no su fondo, ni su cabeza ni su corazón. En consecuencia, ese modo de actuar deviene enseguida un fomento de la vigilancia mutua, y se insiste para que cualquiera que advierta algo que no se acomode a lo indicado, lo ponga en conocimiento de quienes gobiernan.

Esta actitud conduce a soportar a duras penas la exigencia del sigilo sacramental que, en consecuencia, se trata de reducir al mínimo. De esta forma se insiste a los sacerdotes para que exijan a los penitentes que no se refugien en esa protección de su conciencia, sino que comuniquen todo a los directores. Se ha llegado a indicar a los confesores que nieguen la absolución a aquellas personas que no se comprometan gravemente a manifestar todos sus pecados fuera de la confesión. De ese modo, los que gobiernan se sienten en posesión de un conocimiento profundo y seguro de las personas. Pero esto es equívoco. Es muy distinto conocer todos los datos sobre la conciencia de las personas o conocerlas verdaderamente como personas. Como sabemos ya, estos dos ámbitos no son completamente separados, pero el ser humano tiene dos dimensiones que no se deben confundir. Uno es su dimensión de relación directa con Dios, es decir, su dimensión teologal. Ésta es la dimensión de la conciencia. En esa dimensión haya veces rupturas radicales, como cuando se comente un pecado mortal y reparaciones también radicales cuando se recupera la gracia en el sacramento de la penitencia.

Pero la persona tiene una dimensión de relación con los demás, que es "terrena", y que es la que está en la base de su complejidad existencial. Por esa dimensión los hombres tienen, a diferencia de los ángeles, una historia, y en consecuencia una dotación propia adecuada a su ser histórico. En esa dotación personal encontramos la propia historia de la persona, que es lo que define su identidad. Encontramos también sus cualidades para su acción en el mundo y en la relación con los demás, su temperamento, su carácter, sus virtudes y sus limitaciones, sus inclinaciones y preferencias, su formación cultural, sus opiniones y su capacidad para tratar a los demás y para conocer y formarse juicios maduros sobre la realidad. Esta dimensión de la persona enlaza ciertamente con la dimensión teologal, pero no se identifica totalmente con ella. De hecho experimentamos que cuando alguien tiene una disposición humana correcta, está mejor dispuesta para que su relación con Dios sea buena. Estas disposiciones de cada ser humano concreto no se pueden conocer sabiendo solamente cómo es la moralidad de sus actos singulares. Personas de tiempos y culturas distintas, de temperamentos dispares, pueden coincidir en virtudes o defectos morales, pero ser completamente distintas.

A las personas en su singularidad irreductible se las conoce en el trato. La Iglesia sabe que debe conocer a aquellos de sus miembros a los que piensa confiar misiones de especial responsabilidad. Pero para obtener ese conocimiento no consulta nunca a los que acceden a la conciencia es decir, a los directores espirituales, y jamás a los confesores. Sabe que los datos de conciencia son un ámbito exclusivo de Dios. Precisamente por eso, cuando es imprescindible que un hombre, acceda a la conciencia de los otros, como es el caso del ministro de la confesión sacramental, sella el conocimiento que adquiere con el sigilo, que es inviolable.

Cuando se afirma que los directores conocen mejor a las personas porque tienen más datos, la referencia que se considera segura, la "información privilegiada", suelen ser los datos sobre la conciencia. Así se menosprecia de hecho el conocimiento que se alcanza a través del trato personal, de la vida ordinaria, que es accesible a casi todos los que están en el mundo de esa persona.

Además, como se descuida el ámbito de las condiciones personales, se pretende que las persona sean lo más indiferentes posible respecto a los diversos modos de vida, y actúen sobre todo bajo la orientación directa de los que detentan la autoridad. Por eso se tiende a imperar los actos concretos sin hacer que broten del fondo del alma. Esto hace que las personas se muestran constantemente necesitadas de ser "animadas", "alentadas" para realicen lo que se les pide, pues su impulso vital no lo tienen en ellas mismas, sino en quienes les gobiernan.

Pero todo esto no sucede solamente con los que son gobernados. Los mismos que gobiernan se limitan a transmitir lo que reciben desde arriba. Tampoco los que gobiernan son auténticos dueños de sus actos, y al gobernar se remiten directamente a unas pautas que suelen ser tan concretas y externas como las que transmiten.

Dada la desconfianza en la capacidad de cada uno, se prestigia más el gobierno, la tarea de indicar qué es lo que hay que hacer en concreto, que la formación, pues lo que las personas piensan de fondo, es en definitiva irrelevante en la práctica. Por eso, la afirmación de la primacía a los medios de formación personales sobre los medios de formación colectivos, esconde con frecuencia una búsqueda de control inmediato y de seguridad.

En el mismo gobierno se prestigiará una forma de energía que es más "violencia" que virtud de la fortaleza. Los gobernados serán más imperados que escuchados pues no se cuenta tanto con la iniciativa, opiniones, o inclinaciones de cada uno, cuanto con sus cualidades de tipo técnico, que son las directamente aprovechables en los modelos de unidad mecánico. Entonces la sinceridad se resiente: ya no tendrá el carácter de dar a conocer la situación personal, que ha de realizarse en el seno de un diálogo confiado, sino la comunicación de hechos concretos. Las personas se verán impedidas de comunicar sus opiniones más personales, sus dudas o perplejidades sobre las cosas que más les interesan, y sólo hablarán de ellas con sus íntimos. Aparecerá el temor a decir francamente lo que se piensa porque, de hecho, los que gobiernan no consideran a las personas como posibles sujetos de conocimiento, sino solamente como instrumentos con ciertas cualidades prácticas. Decir con claridad la propia opinión puede dar lugar a serias dificultades institucionales. Si la propia situación es relativamente grata y depende de los que gobiernan, se pensará que es mejor callarse que ponerse en peligro de ser apartado de la situación en que uno se encuentra.

Esto es gravemente negativo también para las personas que se confían plenamente a ese modo de vivir. Quienes viven en este ámbito, aunque tengan pautas de actuación concretas muy aseguradas, resultan personas "sin mundo", es decir, sin un contacto real y comprometido con la realidad, es decir, sin referencias reales consistentes. El mundo real que tenía que ser la orientación ha sido substituido por las indicaciones de gobierno. Por eso, las personas antes o después acaban reclamando de los gobernantes lo que deberían saber encontrar en la realidad: apoyo, orientación, consuelo y, en definitiva, impulso vital. Como esto no es algo electivo, sino que responde a lo que las personas son en la realidad, éstas con gran frecuencia se rompen.

Si se trata de formar a las personas de esa manera, cuando éstas se encuentran en situaciones que no son las previstas en el conjunto de indicaciones vigentes, es decir, en situaciones para las que no hay pautas concretas determinadas, carecen de la creatividad necesaria para dar una respuesta personal y responsable ante lo que tienen delante. Pero es que nunca su conducta es original y propia, siempre es derivada de la norma general, es "un caso" de lo general, no algo verdaderamente personal, es decir, inédito y libre.

5. La formación espiritual

En efecto, en los medios de formación colectivos se deberían predicar los grandes principios de fondo y sus implicaciones, de manera que cada cual pudiera personalizarlos. En esta línea, los mismos textos espirituales podrían tener eficacia para situaciones muy diversas. En cambio, cuando se pone el acento en los medios de formación personales, fácilmente se trata de un deseo de detallar la conducta que se pide a cada uno. Pero entonces, las personas se encuentran en una situación en que sus actos remiten no tanto al "espíritu" que deberían tener en el corazón, cuanto a lo que se les ha indicado. Por eso, la dirección espiritual personal tenderá a decaer hacia una manifestación, no poco auto complaciente y prolija, de los propios estados de ánimo, por parte del dirigido, en la espera de recibir aliento y estímulo, y a un detalle estrecho, por parte de quien dirige.

Los mismos medios de formación colectivos dados en esta perspectiva resultan degradados. De ellos se esperan no ya los principios generales, sino un conjunto de indicaciones concretas, bien determinadas y listas para ponerlas en práctica. De este modo se convierten casi exclusivamente en una serie de consignas para la acción. Si alguna vez se hacen referencias a cuestiones de fondo, se juzga que aquello es un discurso abstracto, teórico o, incluso, "intelectualizante", en definitiva, inoperante e inútil. y si alguien tuviera la osadía de deducir de los principios que se suelen aducir, algunas consecuencias que no son las "indicadas", se considera que se ha apartado de "lo que siempre se ha dicho", de "lo que siempre se ha vivido", de "lo que nos ayuda de verdad", y se ha caído en "originalidades".

Estos medios de formación llenos de concreciones "prácticas", resultan un tanto agobiantes porque manifiestan implícitamente que no se cuenta ni con la cabeza ni con la libertad de los que escuchan. Entonces lo que se considera "respeto a las personas" se centra exclusivamente en el tono delicado de la manera de expresarse -lo que alguno decía que era poner "voz dulce"-, y en prodigar detalles de atención de tipo material, como sería el invitar a comer o facilitar medios de descanso material.

Las respuesta personales son predeterminadas, incluso a nivel emotivo. Así se llega al ridículo de que se establece institucionalmente qué es lo que debe suscitar entusiasmo y alegría, aunque sean cosas que de suyo son un tanto pesadas. Pero si se determina previamente que aquello es maravilloso, las personas pueden encontrarse en la situación extraña de pensar -porque se les ha impuesto- que es agradable una situación que objetivamente les es molesta y poco soportable. Hay, en efecto, muchas personas que se encuentran en una situación vital altamente exigente a la que se han visto abocados a través de la atracción que le producía determinado ambiente humano. Si no obstante se afirma que esas personas son las más felices de la tierra, lo único que se consigue es que las personas no puedan entenderse a sí mismas. "¡Pobre chico! ¡qué mal lo pasa! Pero no puede darse cuenta de ello".

Cuando las cosas se viven de esta manera no se facilita que las personas puedan manifestar sus opiniones sobre las realidades más importantes, y el aparente respeto a la inteligencia se reduce a ser hábil para poner buenos ejemplos o para hacer comparaciones ingeniosas con el fin de inducir los actos concretos, pero no en el reconocimiento de que cada persona tiene capacidad de conocer la realidad y de orientarse por ella. Es decir no se permite que nadie manifieste que las explicaciones que se le dan están llenas de argumentaciones ficticias o de instrumentalizaciones.

En este caso, los medios de formación "maltratan" los grandes textos que expresan el espíritu, pues no se saben deducir consecuencias libres de esos principios de amplio alcance, sino que únicamente se consideran en cuanto que imperan actos concretos. Las charlas y meditaciones se convierten en una especie de serie de textos sin profundidad, todos del mismo calado, que poco a poco se van convirtiendo en "convencionales".

Los libros que se ofrecen para la lectura espiritual son entonces aquellos que apoyan las decisiones ocasionales, y proliferan así libros muy coyunturales, de vigencia efímera. Aparecen también las "autoridades oficiales" que son aquellos autores que se prestan a escribir siempre sobre lo que es conveniente en cada momento. Se pierde entonces el cultivo de la inteligencia para ver las cosas en su profundidad y riqueza. Esto asegura que los medios de formación no dependan de la inteligencia y de la personalidad de quien los da, y sean más bien unívocos exponentes de lo que la institución propugna en cada momento.

Hay que tener en cuenta que para calar a fondo en los grandes principios se requiere una inteligencia cultivada y un espíritu muy despierto. La verdades de la fe y del espíritu no son afirmaciones de tipo informático o matemático que tienen un valor de verdad unívoco -o se entienden o no se entienden, pero no se dan grados en la intensidad de ese entendimiento-, sino que admiten muy diversas profundidades de calado. Cuando estas verdades se entienden más hondamente dan lugar a conexiones con muchos aspectos de la vida, y entonces se puede dar una meditación o una charla comentando y derivando consecuencia de un sólo pasaje del Evangelio o de una sola frase importante. Pero si esta hondura no se alcanza, el discurso se limitará a enfatizar lo ya sabido o en buscar modos efectistas de exponerlo.

No bastará entonces pedir que se tenga capacidad de iniciativa, o que no se den charlas y meditaciones simplemente "encadenando" citas. Se precisa cultivar un modo de meditar los principios que involucre la capacidad creativa de cada persona. Pero esto ya despierta ciertas sospechas porque da lugar a que inmediatamente aparezcan diferencias entre las diversas personas que imparten los medios de formación. Estas diferencias resultan molestas porque se pretende que esos medios de formación sean independientes, en sus contenidos, de las personas que los imparte. Se juzga un gran bien el que todas las personas digan "lo mismo", aunque esta identidad no esté tanto en el fondo que es propio del espíritu, cuanto en las manifestaciones concretas que constituyen el estilo.

A veces en este ámbito se insiste en la importancia de fomentar los "intereses culturales", pero estas afirmaciones encierran una peligrosa ambigüedad. Podría ser muestra del reconocimiento de la importancia de la cultura como manifestación de interés por las expresiones de "lo humano" en aquellas personas que, desde los distintos ámbitos del conocimiento se han mostrado "expertos en humanidad". Pero podría ser simplemente un mero interés por "lo cultural" como conjunto de realidades aisladas para personas de sensibilidad refinada, o por añadir citas de poetas, o de autores más o menos de moda, a los discursos convencionales.

Hay que tener en cuenta que actualmente el término "cultura" es bastante equívoco. Para muchos hoy la "cultura" se ha constituido en un mundo específico con unos productos propios que pueden ser conocidos y gustados casi exactamente como se conoce el funcionamiento de un motor de explosión. No es una garantía de humanidad o de realismo el tener afición al teatro o a la ópera, como tampoco lo es la afición al flamenco, a la fiesta de los toros, o al campeonato nacional de Liga. La cultura es humanizante en la medida en que es vista como manifestación y ejemplo de naturaleza humanizada. El auténtico amor a la cultura se muestra en el interés por lo humano y por el respeto a la dinámica propia del cultivo de lo humano. Hay personas que no leen diariamente el periódico y que están mucho más en el mundo que muchas otras personas que están muy al tanto de las últimas novedades de la moda intelectual.

Ese interés equívoco por la doctrina o por la cultura es perfectamente compatible con hacer discursos llenos de indicaciones arbitrarias pero salpicado ingeniosamente de citas doctrinales o de referencias oficialmente culturales. La medida de la auténtica densidad doctrinal o cultural se mide por el respeto a la inteligencia de los que escuchan y a las leyes de la realidad y de la deducción lógica, de forma que se sepa claramente cuándo se están dando verdaderas razones y cuando se está adornando de cierta apariencia de racionalidad algo que no pasa de ser una exhortación un tanto gratuita a determinados comportamientos.

A veces se pueden hacer discursos sobre las virtudes con razonamientos muy poco rigurosos, basándose en que las personas dan ya por supuesto que hay que vivir ciertas cosas como manifestación de las virtudes. Esto es muy importante porque estamos en un terreno en que se trata de que las personas entiendan lo que están viviendo. Cuando se afirma, por ejemplo, que quien tiene una entrega a Dios en el celibato sabe mucho más del amor que los que viven un amor de enamoramiento intenso, se entra en un terreno peligroso. En efecto, muchas veces quien vive bien un amor humano tiene la afectividad más equilibrada que quien tiene que luchar violentamente con sentimientos o afectos que se le presentan con una riqueza vehemente, y experimenta en sí mismo que ha de sacrificar inclinaciones muy profundas y naturales. Especialmente cuando esa entrega en el celibato ha sido fruto no de un enamoramiento efectivo del Señor, sino de un proceso mucho más ambiguo.

Esta situación no es infrecuente pues, en efecto, las personas no tienen el instrumental intelectual para entender lo que les sucede, ya que se les impone casi violentamente una interpretación de la realidad en términos muy determinados. Entonces no es raro que quien es objetiva y subjetivamente un hombre triste y un tanto amargado, sólo sepa decir que él es de lo más alegre que hay en el mundo. Esta situación engendra necesariamente graves distorsiones mentales y psíquicos. En cualquier caso, es principio de que surjan personalidades inmaduras que, bajo una fraseología rígida, son personas faltas de alegría, con amargura de fondo y con las energías activas gravemente debilitadas.

Es decisivo que cuando se hacen deducciones desde los principios fundamentales hacia las consecuencias prácticas esas deducciones sean rigurosas de manera que la conexión entre los principios y las consecuencias sea real y no simplemente retórica. Esta conexión puede ser real aunque no necesaria. Por ejemplo, en el Evangelio encontramos el caso de Zaqueo que recibió al Señor en su casa como verdadera manifestación de amor y veneración, pero el Centurión se consideró indigno de recibir le por la misma razón. Por eso, no se debe afirmar que es consecuencia necesaria de la veneración y el amor al Señor el recibirle en determinada forma o con determinada frecuencia. Si se considera que estas deducciones son algo necesario o unívoco, se puede llegar a situaciones paradójicas. Así, hay quien afirmaba que era una falta de amor a la Eucaristía el no comulgar las dos veces que era posible hacerlo en la Vigilia Pascual y en la Misa del día de Pascua, pero luego, cuando la Iglesia afirma que se puede comulgar dos veces cada día, no lo hace, y mantiene la frecuencia tradicional de la comunión diaria.

Cuando se tiene la advertencia de contradicciones pueden suceder dos cosas: o se desconfía de los razonamientos y se cae en el escepticismo, o se cierra la mente y se afirman solamente las razones válidas en cada momento. En los dos casos la inteligencia queda dañada. Este tipo de ejemplos podrían multiplicarse sin dificultad. En nuestra situación esto podría referirse a la forma de vestir con pantalones -que en un tiempo se consideró indigno de la feminidad auténtica-, a la participación de los laicos en la liturgia haciendo, por ejemplo, las lecturas de la Misa -que un tiempo fue calificado de muestra de confusionismo y clericalismo, y que luego se calificó de manifestación de formación litúrgica-, etc.

Este tipo de razonamientos defectuosos supone una desconfianza de la conciencia de cada persona como lugar de la personalización de la norma moral, y una referencia casi absoluta a las indicaciones de la autoridad. Entonces, la formación que se refiere a las cuestiones de fondo pierde importancia real y domina el gobierno que da indicaciones concretas para la acción. Esta situación será acogida favorablemente por las personas inseguras que buscan sobre todo la protección inmediata de la autoridad, y será obstáculo para la iniciativa y para la libertad de las personas más ricas de humanidad. Cuando se adopta el predominio de la autoridad, ya no se amará la calle, en la que hay que guiarse por la realidad de las cosas, y se preferirá el ambiente interno, con sus pautas de acción ya establecidas, como lugar propio para vivir.

6. La formación doctrinal

La enseñanza de la doctrina cambia de carácter cuando ya no ha de ser principio de orientación para la conducta, sino simple asimilación de la doctrina establecida como elemento de la vida social. El ejemplo es que las lecciones sobre Dios Padre han ignorado completamente los temas que podrían haber dado luz sobre la vida y el lenguaje ascético. No ha aparecido ninguna referencia a la voluntad de Dios, o al tema del reinado de Dios sobre el mundo, que podría haber ayudado a entender en qué consiste la "consecratío mundi".

La clases de Teología que se dan en los cursos anuales "de repaso", explicadas por sacerdotes profesores del Studium Generale de la Región de España, se han mostrado bastante deficientes. Éste es uno de los factores que hace que muchas personas se sientan poco animadas a asistir a los cursos anuales, pues las clases de teología ocupan una parte bastante amplia de los medios de formación de esos cursos.

Esta situación podría atribuirse, por una parte, al hecho de que a la hora de pensar en las personas que pueden atender un curso anual, sobre todo, si es de mujeres, se consideren otras circunstancias antes de pensar en la capacidad de explicar las lecciones correspondientes. Por eso, el sacerdote encargado de atender esa actividad puede encontrarse, y se encuentra de hecho frecuentemente, en la tesitura de explicar algo que le es extraño.

Pero éste no parece que sea el caso en los cursos anuales de varones. En estos casos se encarga con cierta antelación a quien ha de explicar esas lecciones. Desde hace unos pocos años parece que hay una cierta preocupación por que esas clases tengan la altura debida y respondan a lo que, razonablemente, sería de esperar de ellas. No obstante esta preocupación no se traduce en una valoración adecuada de esta actividad, pues a veces se encarga a un profesor que prepare esas lecciones y luego se olvida que se le dio ese encargo y se le sustituye poco tiempo antes, o se altera completamente el plan previsto.

Un curso anual debería ser una ocasión espléndida para tratar asuntos doctrinales decisivos, que están presentes en el mundo en que vivimos. Muchas veces se dice que no tenemos tiempo para estudiar adecuadamente algunas de las cuestiones doctrinales que están presentes en nuestra vida y que requieren detenimiento y profundidad de estudio. El curso anual podría ser la ocasión adecuada. No obstante parece que ese objetivo es extraordinariamente difícil de alcanzar, de manera que no se ven caminos eficaces para lograrlo. De hecho los cursos anuales no pasan de ser un tiempo "de vacaciones" en la que, lógicamente, predomina el descanso, con la oportunidad correspondiente de rezar más tranquilos y oír en las tertulias cosas de la labor de otras personas en distintas ciudades.

Pero si se planteara seriamente lo que debería esperarse razonablemente de la concentración de treinta o cuarenta personas en una casa con las facilidades que hoy existen, con el elevado gasto de dinero que esto supone, debería inquietar lo poco que los cursos anuales ayudan a la formación, al menos en el aspecto de la formación doctrinal necesaria para personas de profesiones intelectuales y que viven en medio del mundo.

Después de unos años en los que las clases de repaso se daban en situación un tanto patética, se ha reconocido la incapacidad de la mayoría de los sacerdotes de la Obra para dar estas clases con la altura debida. Esto es extraño, pues todos esos sacerdotes deberían tener la capacidad que se reconoce a los "doctores", los cuales, en la tradición académica occidental son los que han realizado unos trabajos de investigación que los cualifican incluso como profesores universitarios. La realidad es que los doctores sacerdotes de la Obra, tienen esos títulos pero no tiene esa cualificación.

Me parece que el reconocimiento de esa incapacidad es el reconocimiento de algo que en sí es grave, pues supone que el doctorado que tienen es algo "falso" o, al menos, algo más bien "formalista", y que, entre los sacerdotes de la Obra que son profesores del Studium Generale, no se encuentran los necesarios con la capacidad suficiente para explicar esas lecciones. Hay que tener en cuenta que la explicación de esas lecciones no debería ser demasiado difícil pues, por no ser estrictamente curriculares, es decir, no vincular un programa completo especializado, permiten exponer las cuestiones vivas con las que se trata en medio del mundo. El reconocimiento de esa carencia supone el reconocimiento implícito de que la piedad en la Obra está muy alejada de ser una "piedad doctrinal", y que la "pasión dominante de dar doctrina" está impedida en su misma raíz.

El caso es que se ha considerado necesario el recurso a otra manera de explicar las asignaturas de repaso. Para ello se ha acudido desde hace unos años a la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Esta institución parece que debería ser, en la Obra, el punto de vanguardia en el cultivo de la ciencia teológica, es decir, de la "fe que buscar entender" para hacerse una fe de vida, para que la vida pueda ser verdaderamente una "vida de fe". Por eso se han grabado en cintas magnetoscópicas de video lecciones preparadas por los mejores especialistas de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, y se ven en los cursos anuales en sustitución de las clases dadas de modo ordinario. Aquí sería de esperar un nivel muy alto de explicaciones de la doctrina, no en el sentido de exposiciones muy técnicas o sofisticadamente académicas, sino en el sentido de hacer que los temas doctrinales sean tratados con su fuerza orientador a de la visión del mundo y de la conducta.

Sin embargo, y de manera un tanto sorprendente, el resultado de este modo de proceder, se ha mostrado problemático, por no decir claramente precario. Es posible que la deficiencia se deba al mismo medio al que se ha recurrido, pues efectivamente no es lo mismo escuchar directamente a una persona, que ver un "busto parlante" en una pantalla de televisión. Puede ser también que esos profesores no dominen el uso de ese medio técnico y que no hayan preparado las lecciones de manera adecuada al modo como van a ser escuchadas. Pero puede ser también que la deficiencia sea más de fondo. Sorprende que esas lecciones grabadas y distribuidas para ser vistas en todos los cursos anuales de España, sean tan elementales y estén tan lejos de constituir la formación doctrinal adecuada a laicos con buena formación y que viven en un mundo transido de batallas doctrinales.

Por eso, es sorprendente que se entreguen para ser vistos, videos de calidad doctrinal bastante baja. Surge enseguida la cuestión de si quien ha dispuesto esos medios tiene capacidad de valorar por sí mismo el propio producto que distribuye. A veces parece que no, que se limitan a cumplir un trámite y que desconocen las necesidades doctrinales de las personas a las que se dirigen, de manera que se remiten a la mera aceptación o a comentarios marginales de algunos de los asistentes. Es como si se pusiera de director del Museo del Prado a un daltónico.

Por otra parte, es también sorprendente la docilidad con que asisten a esas lecciones personas que deberían sentir la necesidad de dar una respuesta cristiana a cuestiones que deben tocarles en lo vivo. Se podría decir que la docilidad de los asistentes es fruto de una mezcla de falta de interés, de falta de medida en lo que sería de esperar o de falta de confianza en encontrar algo que pueda enriquecerles en su formación doctrinal. Las personas que asisten lo hacen sin ninguna expectativa concreta, como si fueran a esas lecciones sin ansia o necesidad de aprender, sin preguntas a las que dar una respuesta cabal y plausible, pues en ese caso manifestarían de manera más eficaz su decepción. Si no lo hacen, o si incluso se manifiestan satisfechas, esa opinión no debería considerarse orientadora. En efecto, sólo se puede confiar en recibir un juicio "atendible" de quien tenga la capacidad real para darlo, es decir, de quien pueda juzgar qué sería de esperar y qué tipo de lecciones podría cumplir ese objetivo.

Pienso que este problema en mucho más que una cuestión concreta que necesite una solución administrativa que "dé en el clavo". La importancia real que se concede a la inteligencia se advierte en la categoría de la enseñanza humanística y doctrinal de fondo que se imparte en los colegios o universidades promovidos desde la institución. Lo que se observa en esos colegios no es tanto una formación humana e intelectual de calidad, cuanto sobre todo un interés por conseguir vocaciones entre sus alumnos. No se advierte ningún interés especial por cuidar la enseñanza de las materias que tiene relevancia intelectual y religiosa, como la historia, la filosofía o la literatura. De hecho en esos colegios no se hacen especiales esfuerzos por incorporar a su claustro profesores capaces de dar una formación intensa en el ámbito humanístico o filosófico y, en consecuencia, no salen muchos jóvenes bien preparados intelectual o doctrinalmente, aunque ciertamente sí salen bastantes con el "estilo" vigente.

Esto delata que no se trata tanto de promover el surgir de personalidades de temple intelectual creativo, que puedan dar una respuesta cristiana a las cuestiones siempre nuevas que plantea el mundo, cuanto más bien "empollones" que puedan asimilar bien la doctrina convencional ya definitivamente establecida, es decir, buenos funcionarios de alto nivel.

7. Espíritu o "estilo"

La preferencia por las indicaciones concretas frente a la libertad y la creatividad de la conciencia personal, hace que tenga lugar un deslizamiento desde la dimensión a la que se refiere la libertad, que es el espíritu, hacia las manifestaciones externas, que es lo que podríamos calificar de "estilo", en cuanto modo concreto de hacer las cosas que se refieren a la vida cristiana.

El deslizamiento desde el espíritu hacia el estilo, tiene como manifestación inmediata el hecho de que las que se consideran personas "formadoras", son sobre todo aquellas que son hábiles para inducir formas de comportamiento concreto, sin llegar al fondo de las personas. Lógicamente no es que estos "formadores" no hagan referencia a las cuestiones de fondo. Lo que sucede es que esas referencias se hacen simplemente como adorno o acompañamiento de las indicaciones concretas. Las referencias a las cuestiones de fondo, a la libertad y a las espontaneidad, pueden no pasar de ser un elemento más de lo convencionalmente establecido.

Una consecuencia negativa importante del deslizamiento desde la primacía del "espíritu" hacia la preponderancia del "estilo", es el carácter que adopta el apostolado y el proselitismo. En efecto, si no se atiende sobre todo al "espíritu" que radica en el fondo del alma, el proselitismo se convierte en un proceso en el que los jóvenes son introducidos en un ambiente determinado, con sus modo de hacer, con su estilo de vida, su "ambiente", de manera que sean chicos "encajados". Pero este modo de hacer proselitismo resulta inquietante en cuanto se advierte que las personas no están atraídas por el fondo o por el sentido de vocación y de misión, sino por factores mucho más externos.

No es raro que esas personas consideradas como buenas "formadoras" o muy "apostólicas" que se mantienen al nivel de los actos concretos, sean muy inseguras o débiles de fondo. En realidad son personas que viven a nivel superficial, aunque trabajen mucho y sean muy solícitos en su tarea de detallar mucho las cosas, de lograr mucha información concreta sobre las personas. Pero se trata de una labor insegura que no alcanza el fondo de los corazones. Y no es infrecuente que llegue un momento que esas mismas personas se encuentren vacías y sin un sentido claro de su existencia, pues advierten que han gastado sus años en cumplir las consignas que se les daban y en poner por obra unas habilidades o destrezas bastante superficiales.

Las personas formadas según ese modelo, para que puedan responder a lo que se les dice, han sido despojadas previamente de sus capacidades propias de advertir la realidad y de darle una respuesta personal. Los sentimientos, que son el lugar del entronque del ser humano con la realidad del mundo en que vive, son vistos con desconfianza de manera que, más que formarlos, se pretende anularlos. De ese modo ya se puede confiar toda la orientación para actuar a las indicaciones de la autoridad, que entonces podrán seguirse sin trabas. Esto es lo que está en el fondo de unas valoraciones curiosas que consideran como detalles heroicos lo que cualquier persona honrada hace sin ningún sentido de hacer algo extraordinario. Es que cuando se ha perdido el sentido de la realidad y se mira exclusivamente a las indicaciones vigentes, todo recibe la calificación también a partir de esas indicaciones, que son las que establecen qué es lo heroico y qué es lo meritorio. Así se aplican a las actuaciones de ciertas personas que son los ejemplos convencionales unos calificativos de heroísmo o de caridad extraordinaria o de piedad sorprendente lo que en realidad son comportamientos normales honrados.

Análogamente en la llamada "dirección espiritual" se limita a vigilar la puesta en práctica de las normas de acción concretas, sin llegar a las disposiciones y al ejercicio de las capacidades más profundas del alma. Los que dirigen ya no son tanto personas que velan por la riqueza del espíritu de fondo, o por el logro de los fines, que casi desaparecen de la mirada, cuanto por el cumplimiento de reglamentos y normativas concretas. Por eso, no es necesario que esas personas tengan las especiales condiciones que siempre se han considerado necesarias para dirigir espiritualmente a otros: ya no se precisan tanto maestros de oración, cuanto buenos administrativos que apliquen con rigor las normas establecidas por las autoridades.

En un guión reciente muy amplio sobre la charla personal se trata, de acuerdo con lo que vengo diciendo, sobre todo de la sinceridad y de la obediencia a las indicaciones recibidas, pero se trata muy poco, de que la charla debe ser efectivamente una charla en la que se conoce a la persona, con todas sus singularidades e inclinaciones y especialmente con aquello que es principio de se pueda decir, por ejemplo, que alguien está en "su sitio" o que algo es "lo suyo".

En consecuencia, a los que gobiernan se les aplica la responsabilidad de mantener el orden previsto entre las personas, pero sin que ese orden tenga la hondura de un "espíritu" vivido, o del cumplimiento del ideal, sino únicamente un carácter disciplinar un tanto externo. No se mirará tanto la "calidad" de los medios de formación, cuanto la vigilancia por el cumplimiento de la indicaciones concretas establecidas. Esto conduce inexorablemente a una transformación de la naturaleza de la unidad que queda reducida a la unidad mecánica de una disciplina rígida, en la que la dimensión "humana" resulta confiada exclusivamente a unos detalles de cariño muy materiales y sensibles, pero no al respeto real a las personas y a su capacidad de conocer y de formarse opiniones por sí mismas.

Esto se trata de fundamentar a veces en la afirmación de que cuando se obedece a esas indicaciones la vida interior progresa casi automáticamente. Es como si se pensara que esos actos han de tener una eficacia cuasi sacramental. Pero no debe olvidarse nunca que incluso en los sacramentos, que sí tienen eficacia "ex opere operato", ha de buscarse no sólo el acto ritual sino la gracia de Cristo. De hecho no es raro encontrarse con personas que son muy detallistas en el cumplimiento del plan de vida, pero que en verdad son poco piadosas. Son personas que ponen gran detalle en "hacer la oración", pero no van a "hablar personalmente con el Señor". Igualmente hay personas que cuidan mucho los detalles relativos a la fraternidad -respeto de los horarios, atención a las fechas, evitar las llamadas telefónicas durante las tertulias, etc.- pero escuchan y comprenden poco a las personas concretas. Por eso no es infrecuente que quienes han vivido un plan de vida muy rico, cuando cambian las circunstancias externas casi dejan de practicar la fe.

La unidad que resulta es una forma de unidad degradada, que ya no es la unidad propia de personas singulares que tiene cada una, una inteligencia y un corazón propios, sino la unidad de un disciplina férrea, en la que el aspecto humano es confiado exclusivamente a los modos edulcorados de intervenir, y a los detalles de atención a los aspectos materiales y corporales: solicitud por la salud, invitaciones a comer, oportunidades para el descanso. Si alguien denunciara ese trato como superficial y pretendiera ser escuchado, enseguida se dictaminaría que está cansado o que tiene algún desajuste de carácter psíquico. Por curioso que pudiera parecer, esto es lo que sucedía en la antigua unión Soviética, cuando se encerraba a los disidentes en hospitales como enfermos psiquiátricos.

En cierto modo, la dirección espiritual se limita a una recopilación de datos sobre las personas para proporcionar las a la autoridad que de este modo puede alegar siempre que tiene "más datos". Se convierte entonces en algo esencial el hecho de que los datos que se conocen en la dirección espiritual se puedan y se deban comunicar a los que gobiernan.

Al mismo tiempo, los que han de impartir la dirección espiritual se ven forzados a abdicar de su conciencia para ser simplemente transmisores de las indicaciones de los que gobiernan. A quienes tiene el encargo de la dirección espiritual se les advierte que su misión no es tanto comprender a las personas, cuanto transmitirles enérgicamente las indicaciones que viene "de arriba". Si alguien adujera que ha dado consejos según las normas morales generales y su propia conciencia, será advertido de que las respuestas "correctas" a las personas en cualesquiera situaciones están ya perfectamente determinadas por la propia institución a través de ciertas normas que han de considerarse universalmente válidas, y de las indicaciones de los que gobiernan.

Esto supone sin duda una confusión peligrosa entre el fuero interno, propio de la dirección espiritual, y el fuero externo, que corresponde al gobierno. Así, en no pocas ocasiones quienes han de dar la dirección espiritual se sienten violentados en su conciencia y no se encuentran capaces de secundar las determinaciones que reciben. Quizá la raíz de esa confusión se encuentra en el hecho de que, como decía antes, quien gobierna pretende siempre situarse en posición privilegiada aduciendo que tiene "más datos", incluyendo sobre todo los datos sobre la conciencia de las personas. Pero, como también se decía antes, es muy posible que quien tenga esos datos, incluidos los de conciencia, conozca poco a las personas. En efecto, las personas en cuanto tales no se pueden conocer principalmente a través de datos, sino que han de conocerse en la conversación libre y en la vida misma, y en un ambiente en el que las opiniones personales son dificultadas y substituidas por los lugares comunes y las explicaciones institucionales, apenas pueden manifestarse. Habría que tener en cuenta que la conciencia pertenece sólo a Dios, y que, en cambio, hay que conocer otro amplio campo de la realidad personal, que sólo se manifiesta en un ámbito de libertad para manifestar lo que se piensa de fondo sobre las cosas más importantes. A veces algunas personas tienen reacciones inesperadas y sorprendentes, pero no porque hayan ocultado los datos que se esperan, sino porque esas reacciones tienen su raíz en la visión que esa persona se ha ido formando sobre las cosas que vive, y que no ha podido manifestar serenamente.

Es relativamente fácil ser sinceros cuando se trata de debilidades ascéticas, y es bastante seguro que se recibirá comprensión, pero no es nada probable recibir la misma atención y comprensión cuanto el asunto que se trata de manifestar se refiere a temas más generales y de fondo, por ejemplo, el modo de dar la formación o de orientar el gobierno. En esos casos lo más probable es que se reciba la advertencia de que no se tiene datos suficientes para opinar.

En todo este asunto es esencial reconocer que cada persona tiene la capacidad propia para formar un juicio recto sobre el fondo de las cosas que vive, aunque no tenga conocimiento de todos los detalles. Lo decisivo está a la vista de todos, y nos solamente a la vista de los que gobiernan, especialmente si éstos forman sus juicios desde unas informaciones que son indirectas y se refieren a detalles muy concretos. Por ejemplo, las consideraciones que se hacen en este escrito no se apoyan en especiales informaciones confidenciales, pero no por eso están más débilmente fundamentadas.

Estos defectos se hacen esencialmente patentes en los medios de formación colectivos como las convivencias y los cursos anuales. En esas ocasiones se pone todo el interés en insistir a todos que vivan las indicaciones concretas recibidas, pero apenas aparecen los fines amplios que son los que deberían justificar todas esas indicaciones. Por eso muchas veces esos medios colectivos resultan un tanto estrechos. Los temas de más alcance, que son los que podrían mover a las personas a poner todos sus talentos en juego para mejorar, son confiados a clases y charlas rutinarias y aburridas, sin ninguna incidencia práctica, que se confían a personas con poca o ninguna preparación. Luego, al hacer una valoración de esos medios, se atiende casi exclusivamente a mirar si se vivieron las indicaciones ascéticas y disciplinares que se dieron, sin considerar si se han logrado los objetivos de formación de más amplio y profundo alcance.

 

 

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