Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Vida y milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer,

fundador del Opus Dei
(Luis Carandell)
Indice del libro:
Prólogo a la Edición de 1992
Prólogo a la Edición de 1975
"Made in Spain"
Niños, aunque no niñoides
"El cura más guapo del mundo"
Marqués de Peralta
Hijos de todas las clases sociales
La estética del apellido
La ciudad amurallada
De hinojos ante el padre
Baños de multitud
La quiebra de "Escrivá, Mur y Juncosa"
"La ciudad de Londres"
Burro de Dios
El belén del Opus Dei
Torreciudad
Flojo en latín
Su tío el canónigo
La santa cólera
El secreto y los escaparates
"Es muy santo y tiene que ir a Madrid"
Los doce apóstoles
Educador de tecnócratas
"Nos han hecho ministros"
El "apostolado de la inteligencia"
"La santa coquetería"
Días de rosas y espinas
Apoteosis
Epílogo para 1992
Bibliografía y FIN
 
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VIDA Y MILAGROS DE MONSEÑOR ESCRIVÁ, FUNDADOR DEL OPUS DEI

"EL CURA MÁS GUAPO DEL MUNDO"

Don Enrique Gutiérrez Ríos, ex rector de la universidad de Madrid, devoto opusdeísta y autor de una biografía del prefesor Albareda, describe en su libro una visita que su biografiado hizo a don Josemaría Escrivá hacia 1935 en la vieja residencia de Ferraz. Descompongo el párrafo en tres fragmentos, porque me interesa ahora dar la dimensión humana del personaje. El profesor Albareda esperaba en la salita de la residencia y

al cabo de unos momentos, apareció don Josemaría con los brazos abiertos, tendidos hacia abajo, sonriente.

Tras esta impecable salida:

Albareda se sintió abrazado: preguntas por su padres, por sus hermanos -con sus nombres-, por las Navidades recientes.

El hecho de recordar los hombres de los hermanos de Albareda, a quien casi no conocía aún por esa época, sugiere ya unas nada desdeñables dotes de hombre público. Y prosigue Gutiérrez Ríos:

Don Josemaría había puesto las manos sobre los brazos caídos de Albareda y le miraba con cariño, sonriente: el rostro algo inclinado -la barbilla próxima al pecho-, la mirada intensa, casi por el borde superior de las gafas de concha, esa expresión tan personal...

Apenas puede añadirse nada al emocionado retrato que del padre Escrivá hace aquí el doctor Gutiérrez Ríos. Personas que han conocido y tratado al fundador del Opus Dei me han confirmado de palabra esa "cautivadora impresión" que don Josemaría causa en sus interlocutores. Se habla de "maneras suaves", "unción religiosa", "suprema dignidad" y hasta "elegancia". Se fijan unos en su forma de andar, a la vez firme y pausada, otros en la manera de sentarse, los de más allá, en el gesto único con que se frota, sacerdotalmente, lass manos. "No se puede hacer usted una idea -me decía un antiguo colaborador suyo- de la distinción con que don José María baja las escaleras. Jamás se sujeta la sotana con las dos manos, como muchos curas. El, con una sola mano, con gesto elegantísimo. Como un rey." Y añadía con admiración: "¡Nunca ha visto usted unas escaleras tan bien bajadas!".

No se crea, sin embargo, que monseñor Escrivá sea un personaje encopetado con ademanos hieráticos. Por el contrario. El propio Gutiérrez Ríos da cuenta en su libro de la "soltura" de sus movimientos al decir:

Don Josemaría se movía casi sin cesar, con una naturalidad y soltura que eran elegancia de ademanes; inclinaba el cuerpo hacia el que estaba dirigiendo entonces sus palabras -aunque éstas fueran para todos-; se ponía en pie, daba algunos pasos por la habitación, volvía a sentarse, a veces en distinto sitio... Daba a la conversación una hondura humana, un clima de interés palpitante que lo envolvía todo".

No falta quien, en una atrevidísima comparación, relacione el atractivo personal, el poder de seducción del padre Escrivá con el que parecía poseer en alto grado el escritor francés Malraux. Aunque se reconoce que el traducidísimo autor de "Camino" es considerablemente más grueso y de estatura algo menor que el de "L'Espoir", quiere verse en él, tanto como en Malraux, ese "charme misterieux", ese encanto arrebatador que, cualquiera que sea el lugar donde se encuentre, lo convierte en el centro y norte de todas las miradas. "Cuando monseñor está presente -me decía un devotísimo hijo suyo, profesor del colegio de Gaztelueta de Bilbao-, se esfuman como por ensalmo todas las demás personas. Sólo se le ve a él." Un sacerdote de Zaragoza me contaba que, con ocasión de ser nombrado monseñor Escrivá de Balaguer doctor Honris Causa de la universidad cesaraugustana, el entonces arzobispo de la diócesis, don Casimiro Morcillo, quedó tan en segundo plano en la ceremonia y en la recepción que posteriormente se ofreció al nuevo doctor, que comentó al regresar al palacio episcopal: "Yo no sé para qué he ido. Allí no pintaba nada". No me han hecho ningún caso".

No todo el mundo sabe apreciar por igual, sin embargo, esa elegancia, misterioso encanto y suaves maneras que, según sus admiradores, son virtudes innatas de monseñor Escrivá de Balaguer. Sus compañeros del seminario de Zaragoza, por ejemplo, tienden a infravalorar esas virtudes.

-Era un vanidosillo- me decía, en tono cariñoso, el vicario general de la diócesis, don Luis Borraz, aclarando que, en aquella época, la inmensa mayoría de los seminaristas eran muchachos de pueblo, de familia humilde, que difícilmente podían comprender "las elegancias que se traía" ya entonces el futuro fundador del Opus Dei.

Otro compañero de carrera de Escrivá me aseguraba:

-Se dejaba el pelo entero, mientras nosotros lo llevábamos entero.

Y un tercero:

-Era muy presumido. Usaba calcetines de seda. [Viéndole tan remilgado, sus compañeros de seminario le aplicaban un calificativo aragonés: "pijaíto"]

Don Antonio Mainar, el raigal y comunicativo párroco de la iglesia de San Miguel, que tenía colgado en la pared detrás de su mesa de despacho un grabado del Sagrado Corazón adornado con una bandera española, me decía:

-Mire, Escrivá era, ¿cómo voy a decirle?, de la "nueva ola".

La firmación que más me impresionó de cuantas me hicieron los compañeros de monseñor fue la de que, de seminarista, "llevaba siempre el bonete ladeado". Cuando les preguntaba si conservaban alguna fotografía de la época de estudios, en que pudiera aparecer don Josemaría Escrivá me decían:

-En esa época no se acostumbraba a sacar fotografías. Y es una pena porque si tuviéramos una fotografía, distinguiríamos en seguida a Escribá por el bonete ladeado.

Todos los compañeros parecían coincidir en el hecho de que el seminarista Escrivá era hombre bien parecido. Ya en Barbastro, varias personas me habían asegurado que la madre de monseñor, doña Dolores, era de joven "una de las mujeres más guapas de Barbastro" y que monseñor "había salido claramente a su madre". Que así debía ser lo ratifica la anécdota sucedida a raíz de ser nombrado Escrivá, recién ordenado sacerdote, sustituto del párroco del pueblo de Perdiguera, un cargo que ocupó solamente durante algunas semanas. El mencionado párroco de San Miguel, don Antonio Mainar, se encontró en Zaragoza con unos del pueblo de Perdiguera y, sabiendo que a los de aquel pueblo les gustaba ser los primeros en todo, les dijo:

-Maños, ¡que os han nombrado al cura más guapo del mundo"

Otra anécdota, esta vez de la época en que Escrivá era estudiante de los últimos cursos del teologado, confirma todavía ese extremo. Me la contó un cartujo con quien me fue concedido hablar, haciendo con ello una excepción en la severísima orden de san Bruno. Este cartujo, el padre Hugo, lleva cuarenta años en la Orden y, para que se vea el rigor con que el silencio y discreción se imponen en ella diré que, cuando le expuse al padre prior el motivo que allí me llevaba y le dije que el padre Hugo había sido en el siglo compañero de monseñor Escrivá, el prior contestó:"no lo sabía".

Me autorizó en seguida a hablar con el padre Hugo, con quien tuve el gusto de departir durante más de una hora no sólo del tema que a mí me interesaba, sino de otras muchas cuestiones. Me habló del régimen de la vida de la Cartuja, del silencio y aislamiento de toda la semana, interrumpidos sólo durante las horas de paseo de los domingos. Y de cómo, a fuerza de años de soledad y recogimiento, se llegaba a perser absolutamente el interés por las cosas del mundo.

-Si me preguntara usted quiénes son los ministros actuales, no se lo sabría decir- me decía el buen cartujo.

Sus recuerdos del padre Escrivá eran mucho más precisos que los que conservaba de sus compañeros. Eran, por decirlo así, más recientes, en el sentido de que, habiendo entrado en la Cartuja a los pocos años de haberse ordenado, junto con Escrivá, como sacerdote, esos recuerdos de la época del seminario eran prácticamente los últimos de su vida en el mundo. Sus cuarenta años de meditación, lejos de borrarlos, parecían haberlos fijado. Hablando de monseñor Escrivá, yo le dije que había sacado la impresión, por lo que me habían contado en Zaragoza, de que monseñor era en su juventud un tanto presumido y mundano. Negó el cartujo con vehemencia estas afirmaciones y aseguró que "era bueno". Fue entonces cuando me contó el incidente que, a su manera de ver, demostraba las rectísimas intenciones que se albergan en el alma del joven Escrivá.

Por lo que el padre Hugo me dijo, tanto él como Escrivá vivían en la residencia de san Francisco de Paula, que estaba apartada del seminario de san Carlos y marchaban a pie todos los días por las calles de Zaragoza en fila de a dos para asistir a clase en el seminario. Aquí hay un detalle que es interesante anotar en este análisis de la personalidad de Escrivá de Balaguer y es que, según me dijo el padre Hugo, Escrivá marchaba siempre "un poquito separado de la fila", como si no quidiera confundirse con los demás. Describía el cartujo, con no disimulada admiración, la forma de andar de su compañero, pausada y majestuosa, el manteo soberbiamente recogido con una mano, la cabeza erguida y los ojos inclinados hacia el suelo. Añadía yo mentalmente a esta imagen los detalles que me habían dado los demás compañeros, a saber, que, lejos de llevar la cabeza rapada como los otros muchachos aldeados, Escrivá se dejaba el pelo entero y se colocaba siempre el boneto de cuatro picos ligeramente ladeado. Sucedió, pues, que una mañana, cuando marchaban juntos al final de la fila el seminarista "de la nueva ola" y el hoy cartujo padre Hugo, hacia el seminario de san Carlos, al llegar a la plaza de san Pedro Nolasco, dos chicas se quedaron paradas al borde de la acera contemplado la apuesta figura de José María Escrivá. "El no volvió la cabeza ni les hizo caso", me decía el padre Hugo con la extrema modestia de quien lleva cuarenta años de rigurosa clausura. Al día siguiente, a la misma hora, las chicas estaban de nuevo en la acera de la plaza de san Pedro Nolasco, en idéntica actitud provocativa. Al tercer día, otro tanto. Por fin, al cuarto día, las dos muchachas se metieron en el portal y, cuando los seminaristas pasaron, les dijeron por lo bajo al futuro fundador:

-¿Tan feas somos que ni siquiera nos haces el menor caso?

Y él, así me lo contaba el padre Hugo, contestó con cajas destempladas:

-¡Unas sinvergüenza es lo que sois!

El cartujo pronunciaba estas palabras con la misma santa ira con que debió pronunciarlas su compañero, como el "vade retro" con que los anacoretas de la antigüedad cristiana ahuyentaban al demonio que les tentaba. En este momento, sin embargo, no nos interesa la significación espiritual que pudiera tener la actitud honesta y reservada del joven seminarista, bien fuera debida a una cierta timidez de su carácter, bien a que ya despuntaba en él la ardorosa vocación que andando el tiempo le llevaría a acometer grandes empresas espirituales. Lo que nos interesa aquí es el hecho mismo de que unas chicas zaragozanas vieran en la persona del seminarista tales atractivos que no vacilaran en abordarle en medio de la calle. Este aspecto de la personalidad del fundador, por trivial que pudiera parecer, tiene importantes repercusiones en la forma de ser de la Obra por él creada. El hecho de que a la madre de monseñor, a "la abuela", se la considerara una mujer guapa y de que monseñor lo fuera hasta el extremo de recibir de las mujeres apasionadas proposiciones en su desfile diario por las calles de Zaragoza, no es absoluto ajeno a la arraigada preocupación esteticista que se observa todavía hoy en el Opus Dei. Es fama, por ejemplo, que no se ve en el Instituto con buenos ojos el ingreso de personas notoriamente feas y aunque, naturalmente, no existe en esto una norma rígida, pues se tienen en cuenta otras condiciones, es indudable que la españolísima supervaloración de la guapura, con su regusto lejanamente racista, tiene en la elección de candidatos del Opus Dei la misma importancia que ha venido teniendo en la familia espñola de clase media tenerr "hijos buenos, inteligentes, despiertos, bien educados... ¡y guapos!" Monseñor Escrivá de Balaguer extendía al campo de la espiritualdad esta preocupación familiar española al decir, en un coloquio, hace unos años, que "necesitamos que suban a los altares jóvenes atléticos y chicas guapas". Y añadía con su característico humor de clárigo: "Y no sólo por guapas".

Un ex miembro del Opus Dei me dijo en una ocasión que él había oído decir, sin sin que hubiera podido comprobarlo, que en los primeros tiempos de la historia de la Obra, al padre le gustaba que sus discípulos se vistieran con túnicas blancas para la celebración de determinadas ceremonias religiosas. No sé si esto es cierto o se trata de una pura leyenda. Lo que sí sé es que está muy en la línea del esteticismo litúrgico del padre Escrivá tal como aparece en sus escritos y especialmente en algunas máximas de "Camino". Indudablemente, el estudio de lo que llamaríamos la Estética escrivaniana es de gran importancia para comprender el fenómeno sociológico del Opus Dei. El gusto personal de fundador, en efecto, impregna todas las construcciones religiosas del Instituto y, a mi manera de ver, influye también decisivamente en la decoración de sus edificio civiles. Pero esa ocurrencia litúrgica de vestir a los discítulos con túnicas está sobre todo en línea con la concepción angelológica de Escrivá de Balaguer. En los oratorios e iglesias del Opus Dei no faltan nunca representaciones pictóricas y escultóricas de los ángeles y arcágeles, jóvenes bellísimos que aparecen triunfantes dando muerte con su espada a hombrones sudorosos y carnales en cuyos ojos brilla el fuego de la concupiscencia. San Miguel, San Rafael, San Gabriel presiden la vida del Instituto Secular, dan vida a sus "Obras" o secciones. Históricamente, la fundación misma del Opus Dei tiene lugar un 2 de octubre, día de los santos Angeles Custodios. A lo largo de las páginas de "Camino" se escucha un constante batir de alas; y el padre Escrivá, tras recomendar al lector: "Sé recio. Sé viril. Sé hombres", añade: "Y después... sé ángel." [En uno de los retratos que están en la Casa Generalicia del Opus Dei en Roma, monseñor aparece entre dos ángeles]

Que el esteticista Escrivá de Balaguer, por tanto, huiera inducido en algún momento a sus hijos a vestir la túnica de los ángeles tiene menos importancia que el hecho mismo de que los quisiera ángeles. A veces me he preguntado qué resultado daría el experimento de ilustrar una por una las máximas de "Camino". El resultado sería un tremendo relato de aventuras, un tebeo de guerra entre el bien y el mal, entre el ángel y el demonio, entre la voluntad y la desidia, entre la carne y el espíritu, entre la pulcritud y el desaliño. ¡Qué excelentes "bocadillos" harían las frases cortantes del editadísimo libro! Y tras esta lucha a muerte en la que interviene toda una teoría de personajes, desde los más soeces e inmundos hasta los más sublimes, resplandecería la victoria del ángel, un ángel que posiblemente no vestiría de blanca túnica de raso como en los viejos tiempos, sino una buena chaqueta cuidadosamente elegida por sus superiores para que estuviera a tono con esa elegancia ue ya despuntaba en el seminarista incomprendido por su rurales condiscípulos. "Conviene vestir bien", es una frase que se oye a menudo en los centros del Opus Dei y que a veces se incluye como recomendación en esas pequeñas "notas" que llegan de cuando en cuando a las residencias firmadas por "Mariano". El propio fundador se refería hace muy poco tiempo en una entrevista a la necesidad de que sus hijos prestaran atención al "arreglo personal".

A pesar de que en el Opus Dei se ha prescindido de cualesquiera hábitos o distintivos como los que se utilizan en las órdenes y congregaciones religiosas más antiguas, y la elección del traje o vestido se deja a la libertad de cada uno, puede apreciarse una cierta uniformidad en la manera de vestir de los miembros de la Obra. Favorece esta uniformidad el régimen económico a que están sometidos los socios, especialmente los numerarios, que suelen vivir en común en casas o, como se dice en el Opus Dei, en "familias", compuestas por lo general de ocho o diez miembros. A fin de mes, los numerarios entregan sus sueldos o ganancias al secretario y cuando necesitan hacerse un traje o comprarse unos zapatos, consultan con el director para que les autorice a realizar ese gasto extraordinario. Aunque el director no tiene atribuciones para decidir cómo tiene que ser ese traje, no cabe duda de que su consejo pesa decisivamente en este aspecto. Según antiguos miembros, hubo una época en que, en cada ciudad, había una persona que se ocupaba de "orientar" a los socios cuando necesitaban renovar su vestuario y les dirigía a determinados establecimientos más o menos ligados a la Obra.

Es probable que en esta materia de la elegancia, la disciplina de la Obra se haya relajado un poco en los últimos tiempos, tal vez por el temor de que el atildamiento que se venía recomendando pudiera chocar en determinados ambientes, sobre todo entre los intelectuales y jóvenes universitarios. De todas maneras, la Obra tiene en eso, como en otros muchos aspectos, una especie de "techo" que difícilmente puede rebasar y ue viene impuesto por el mismo tono aristocratizante que se respira en las enseñanzas del fundador. Por lo que se refiere a la mujer, la moda que el Opus Dei prefiere, por no decir propone, puede estudiarte muy claramente, al menos en España, en una revista femenina dirigida por mujeres miembros de la Obrs: "Telva", cuya divisa podría ser muy bien ser la de una modernización de la ñoñería tradicional española. En cuanto a la moda masculina, no poseemos que yo sepa material impreso que nos ayude en este punto. No es una moda distinta de la impuesta por la sociedad de consumo. Más bien podría decirse que la forma de llevar esa moda es lo que le da su carácter distintivo. Ante la dificultad de explicarle al lector lo inexplicable, recurriré a una anécdota que le pasó a un amigo mío el cual, por cuestiones profesionales, se citó en un bar elegante al que él solía acudir por las noches, con una persona que era miembro del Opus Dei. Cuando el del Opus Dei entró en el local, mi amigo estaba sentado con un famoso actor y otras personas. Excusándose, se levantó de la mesa del actor y fue a sentarse en otra mesa con el de la Obra. Hablaron del asunto que tenían que tratar y, cuando terminaron, mi amigo acompañó al de la Obra a la puerta del local y volvió a la mesa del actor y sus acompañantes. Pues bien, nada más sentarse mi amigo, el actor le preguntó por lo bajo: "Oye, ese tío es del Opus, ¿no?"

Y así es como visten los del Opus.
Visten de forma que no puedan contradecir, en ningún momento, el "Manual de urbanidad" que a veces es "Camino"; como cuando dice:

-Si no corriges las maneras bruscas de tu carácter, si haces incompatibles tu celo y tu ciencia con la buena educación, no entiendo que puedas ser santo. -Y si eres sabio, aunque lo seas, deberías estar amarrado a un pesebre, como un mulo.

El ideal del Opus Dei no es ser un mulo, es ser un ángel. Y un ángel es, por definición, intachable. Se concibe un ángel sin túnica, tal como están los tiempos. Pero no se concibe un ángel con los pantalones arrugados. Y así se cuenta que monseñor Escrivá de Balaguer, cuando se reúne con sus discípulos, recibe gran alegría al verlos tan impecables, tan impolutos, tan a la imagen y semejanza de lo que él soñó desde su lejana juventud aragonesa. Y dicen que se los queda mirando y exclama satisfecho: "¡Qué guapos son mis hijos!".

 

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